Hasta los no creyentes necesitábamos a un Papa como Francisco: alegre, irónico, desparpajado
Rodolfo Echeverría*
Si en verdad hay otra vida mejor después de ésta, Juan XXIII debe sonreír, entre temeroso y complacido, al observar hacia dónde podrían orientarse los primeros pasos pontificales de Francisco.
Digo temeroso, porque Juan XXIII también padeció aviesas resistencias de los estratos conservadores anidados en los encumbrados cubiles de la curia vaticana. Y digo complacido, porque, desde aquel más allá, tal vez vería con fraternal solidaridad los primeros, todavía ambiguos barruntos de un posible proceso de reformas inaplazables en el interior de una iglesia enclaustrada en las tétricas ergástulas del fanatismo medieval.
Juan XXIII empezó muy pronto a conducirse como ahora intenta hacerlo el argentino. Ángelo Giuseppe Roncalli –tal era su nombre–, «el Papa bueno», como muy pronto lo llamaron en el mundo durante su breve papado (1958-1963), había realizado una fecunda carrera eclesiástica, pastoral y diplomática.
Gordito y bonachón, Roncalli era cardenal de Venecia cuando fue ungido por un cónclave cuyos integrantes más influyentes consideraron su elección un mero trámite, un paso puramente transicional. Insaculaban a un Papa que, según ellos, permanecería poco tiempo al frente de la Iglesia en virtud de su avanzada edad y del aparente decaimiento de su salud.
Y Roncalli dio la sorpresa. Su papado, es verdad, duró poco más de un lustro, pero la trascendencia y la hondura de su paso por la silla de San Pedro encaminaron a su iglesia por un rumbo –señalado por el Concilio Vaticano II, convocado por él ante el suspicaz asombro de las curias más integristas y recelosas– que sería tímidamente seguido por su sucesor Paulo VI y traicionado sin miramientos por Juan Pablo II y por Benedicto XVI.
Se recuerda a Juan XXIII como un Papa breve, sí, pero no insustancial. Sabía lo que traía entre manos. No se amilanó ante las invectivas y las agresiones provenientes de los segmentos integristas sembrados en los más recalcitrantes episcopados del mundo. Habló y actuó de modo inesperado. Se le recuerda –y se le quiere– como un pontífice diferente a muchos de sus predecesores, cercano a las angustias trascendentales de los feligreses pobres, dueño de una forma de hablar pausada, sencilla.
Sus nunca lisonjeras palabras acerca de los poderes hegemónicos y hacia los acumuladores de riqueza, se enderezaban contra la opresión y la injusticia social. Exigían reivindicaciones concretas para los desheredados. Todo pareciera indicar que Francisco podría transitar por el mismo camino ¿Será acaso posible?
Bergoglio no es un Papa anodino ni mediocre. En su reciente pasado arzobispal bonaerense actuaba y hablaba como prelado conservador, pero eso no importa mucho hoy. Tal vez optó por no contravenir la línea de sus jefes o quizá lo hizo al son de sus aspiraciones papales in pectore. Cuestión de estrategia, podría decirse en un alarde pragmatista. Es hora de observarlo con ojos de presente y, sobre todo, de futuro. Aún para quienes no somos creyentes, Francisco ha resultado, hasta ahora, una interesante sorpresa ¿Nos decepcionará?
Él podría concebir las bases esenciales aptas para inaugurar una nueva era en la Iglesia Católica, una etapa pastoral, evangélica, menos rígida y burocrática, menos aristocrática, más cercana a las mayorías sociales del mundo. Él podría pilotar el inicio de un proceso de cambios destinados a modernizar y a poner al día a tan vetusta institución, ya dos veces milenaria. Él podría sacar de la premodernidad a su Iglesia ¿Lo dejarán?
Que no sean ficticias la humildad, la llaneza y la campechanía de Francisco. Reales o aparentes, esas virtudes, aunadas al trabajo intenso y a la deseable puntería operatoria, podrían hacer del suyo, con el tiempo, un memorable pontificado reformador.
Debe reconocérsele a Bergoglio su frecuente tono autocrítico. Apenas ayer fue duro y claro en su condena a los clérigos pederastas. Se trata de un avance significativo si recordamos el silencio, cómplice y encubridor, de Juan Pablo II y de Benedicto XVI ante la abominable conducta de esos ensotanados delincuentes comunes.
Es muy temprano para aplaudirlo, es cierto, aunque debemos reconocerlo: algunas de sus palabras y algunos de sus actos –dotados de rico valor simbólico– podrían alojar el espíritu de un pontífice capaz de pasar a la historia merced a su ímpetu innovador. Ya veremos.
Hasta los no creyentes necesitábamos a un Papa como Francisco: alegre, irónico, desparpajado. Ojalá no lo amarguen ni lo paralicen los previsibles tropiezos, las intrigas palaciegas o las muchas emboscadas que le tenderá la reacia curia vaticana ¿Resistirá? ¿Desistirá?
*Consejero Político Nacional del PRI
No me gusta parecer y menos ser desesperanzado,pero prefiero el «ver para creer». La visión y renovación que evidenció el papa Juan XXIII, pronto fue retrotraída al interior mismo (fuerzas endógenas), así como en Egipto, Tutankamón volvió todo a fojas cero acerca de la revolucionaria concepción religiosa de Akenatón, haciendo caso al interés de la jerarquía sacerdotal conservadora y oficialmente «ganándose» el cielo en la concepción egipcia.
Cada día que pasa, así como mientras más conozco a…, más respeto y aprecio me surge por Juan XXIII, pero no por conocer más su biografía, sus sermones y documentos normativos como jefe de la Iglesia Católica Apostólica y Romana, sino por el actuar y proceder «en este mundo» de los clérigos y laicos católicos inspirados en sus ideas y sentimientos: conmovidos con el sufrimiento de los más pobres y débiles y actuantes en busca de impulsar soluciones desde la sociedad misma generando mayor igualdad y justicia; promoviendo el compromiso social de los que «tienen más» con los que «tienen menos»; consecuentes lo más posible; tendentes al respeto de otras creencias y de sectores o grupos sin creencia religiosa y laicista-agnósticos, algunos considerados enemigos satánicos por otros pontífices o condenados como herejías; mayor comprensión hacia el propio católico enfrentado a la realidad social del matrimonio, divorcio, quiebre familiar; un esfuerzo por un ecumenismo concreto; respeto a todas las tendencias políticas, sin exagerar el favoritismo hacia las declaradas como católicas (como los partidos demócrata cristianos); reconocer virtudes y valores en los no católicos, etc.; en resumen más semejante a lo que culturalmente (más allá de lo teológico y lo propiamente eclesial o de sagradas escrituras) expresa el ejemplo de Jesús.
Juan XXIII falleció en 1963 y no alcanzó a presidir las segunda y tercera sesión del Concilio Vaticano II. El impulso renovador (o quizás más bien un intento de retornar lo más posible a la esencia) se detuvo. Y es notable que Juan XXIII y su impulso para revujenecer a la Iglesia, lo realizó en una época en que la opinión pública mundial poco o nada de influencia ejercía hacia esta entidad espiritualmente dominante del mundo occidental; y él pudo, perfectamente haberse mantenido volcado hacia adentro y a lo más meramente «administrativo».
Pablo VI no alentó esa línea, fue más intelectual y formal. Juan Pablo I que falleció casi apenas elegido, en realidad no cuenta. Juan Pablo II, «conservador», de impresionantes capacidades y energías, fortaleció a la Iglesia en lo tradicional como cuando era la gran fuerza espiritual dominante, y excluyente de otras, en la cultura occidental (m/m siglos VI al XV) y absorbido en la lucha contra el comunismo en el mundo, con gran éxito por lo demás, fue benevolente con los autoritarismos antimarxistas. Benedicto XVI, por su trayectoria (entre otros aspectos por haber tenido a cargo la entidad moderna equivalente a la antigua y temida inquisión, actuando con firmeza e imposición ante los sacerdotes proclives a la llamada «teoría de la liberación», a los que llamó uno por uno a su oficina para realinearlos), y haber sido «brazo derecho» de Juan Pablo II, debió sorprender a muchos por su actitud papal más conciliadora y pastoral; hoy se difunde que al interior de El Vaticano, antes de ser papa, tuvo grandes diferencias con el cardenal Angelo Sodano, porque este último habría tenido una actitud de «echarle tierra» a los asuntos de escándalos sexuales de religiosos, mientras que el entonces cardenal Ratzinger quería aplicar «mano dura». La sorpresiva renuncia de Benedicto XVI, en un entorno donde es algo históricamente cuasi-inexistente, da para pensar que justamente no se sintió ya con fuerzas como para continuar al frente ante las complejidades internas y los cuestionamientos externos.
Del papa Francisco hasta hoy hemos visto un gran efecto mediático (propaganda, la que la Iglesia ha venido estudiando y desarrollando desde su época medieval), lo que está brindando un maquillaje como resultado de corto plazo; críticas, anuncios, transmisión de una esperanza de cambio, grandes intenciones de corregir y reorientar. Falta lo concreto, se ve la actitud pero no llega la acción de verdad. Hay gestos, importantes, muy acogidos por la prensa (como cuando en Brasil se trasladó en un pequeño automóvil, de aspecto común), pero vemos que no hay pronunciamientos de real impacto y doctrina de cambio hasta hoy: se mantienen intactas las mismas concepciones de familia y sexualidad, los anatemas (que el papa Juan XXIII, alcanzó a poner en re-estudio) están igual (ej. la excomunión, ya por siglos, por sí, a los francmasones, cuyas corrientes principales en realidad acogen la idea de un ser superior y promueven intensivamente entre sus miembros el desarrollo de virtudes, principios y valores que son muy semejantes a las religioso-católicas y religioso-protestantes); y se continúan fortaleciendo tanto sectores «creacionistas», como los que a siglos de Galileo (y del reconocimiento del error cometido, efectuado en el papado de Juan Pablo II) desconocen los méritos del aporte científico y de la razón humana en la explicación del origen del universo, el origen del hombre, y los aportes del humanismo (esa mirada filosófico-social de poner al hombre al centro de las preocupaciones, surgida por los siglos XIV y XV) que hizo comprender al ser humano occidental que la vida de «este mundo» era igualmente importante, y que no había simplemente que esperar, quietos, principalmente o únicamente concentrados de hacer todo lo posible para la «vida del otro mundo», del trascendente, después de la muerte, el que realmente era significativo para la cultura occidental del período llamado Edad Media, y que ponía y hacía sentir al hombre y la mujer en la vida terrena y su destino como una «marioneta» de la omnipotente divinidad, limitando sus potencialidades.
En la autocrítica interna hay pronunciamientos, pero tampoco una acción decidida, nítida, de separación y alejamiento de lo escandaloso.
Pueden existir muchos escándolos sexuales u otros que impliquen a sacerdotes, pero tales hechos no representan a la Iglesia y al papa; y tampoco uno puede formarse una opinión anti por ello. Sin embargo, acciones sólidas en terminar con tales prácticas, desde el interior mismo, son necesarias, esperadas y posiblemente recuperarían a muchos decepcionados o en duda; pero sobre todo se requieren porque es lo correcto. Confucio no era católico (no podía serlo habiendo vivido 500 ó 600 años a.de C.) pero con sabiduría expresó que en el comportamiento humano había dos formas de proceder, bien o mal, no existe ninguna otra.
Desde siglos existen muchos excomulgados y hoy esta sentencia cae ipso facto para buen número de personas por esto o aquello, por motivos que analizados en rigor y comparados con la pederastía y pedofilia de un religioso (que además abusa de su influencia o poder espiritual para tales cometidos; y es, en buenas cuentas, en lo estricto, un delincuente sexual con todas las ventajas), son muchísimo menos graves.
Dicho lo anterior, ahora sí que me aferro a una esperanza. La que le escuché a un querido amigo en estos días, que tiene gran admiración por la Orden Jesuita. Basado en que los sacerdotes jesuitas siempre han tenido una visión más amplia y de cambios positivos y bondadosos, en la Iglesia y hacia la sociedad, él tiene una gran convicción de que pronto habrán grandes acciones renovadoras.
Yo «compro eso». Y el papa Francisco, es un jesuita, me lo repito y me lo repetiré.
policía bueno, policía malo, la misma mentira es