Comienzo un breve viaje a lo largo de la Historia de la disciplina histórica, un viaje a través de la historiografía.
Empezaré por el principio, o mejor, me saltaré el principio de las apologías de los poderes regios benefactores y protectores, y comenzaré en la Antigüedad clásica, que coincide más o menos en el tiempo con la aparición durante el siglo VI a. C. en Israel de (en palabras de Enrique Moradiellos) “una narración histórica genuinamente secular y crudamente realista, ajena a intervenciones divinas directas y explicativa de las causas y curso de los acontecimientos humanos relatados”.
Pero antes me voy un momento algunos siglos después, al siglo II d.C. Nacido en el año 125, en lo que hoy es Siria, el escritor griego Luciano de Samosata es el autor de “uno de los textos más significativos que nos han llegado de la Antigüedad sobre la teoría y la práctica de la escritura histórica” (en palabras de la historiadora española Catalina Balmaceda), titulado De historia conscribenda, es decir: Cómo se escribe la Historia; donde ya se establecía una meridiana distinción entre lo literario de la Historia y lo literario de la ficción escrita:
“La Historia […], si admite alguna adulación de este tipo, ¿en qué otra cosa se convierte sino en una especie de poesía pedestre, privada del lenguaje elevado de ésta, pero mostrando el resto de su hechizo carente de ritmo y por eso mucho más llamativa? […] Pues bien, la Historia si va además acompañada del deleite, puede arrastrar consigo a muchos amantes pero se preocupará poco de la belleza hasta que vea realizado su propio cometido, que es la publicación de la verdad”.
Ya tenemos la palabra: Historíe, que significaba para los griegos ‘averiguación’, tal y como quiso usarla Heródoto de Halicarnaso en el siglo V a. C., cuando dijo en la introducción a sus Nueve libros de Historia (obra más conocida como Historias o Historia) que lo que quería era presentar el “resultado de sus averiguaciones”. El verbo historeîn significa, por su parte, ‘aprender a través de la averiguación’.
Según Carlo Ginzburg, la palabra historíe “deriva del léxico médico pero la habilidad argumentativa que lleva implícita se relaciona con la esfera judicial”. Ginzburg recoge lo que aprendió de Arnaldo Momigliano, para quien la Historia surgió “como una actividad intelectual independiente en el entronque de la medicina y la retórica”. De la primera colegía el historiador el análisis de casos y situaciones específicas buscando sus causas naturales, en tanto que siguiendo a la segunda, a la retórica, nacida en los tribunales, “el historiador comunicaba los resultados de su investigación”.
Para los antiguos griegos, lo conocemos por Tucídides, de quien los historiadores sabemos por el historiador francés Nicole Loreaux que “no es colega nuestro”, la Historia debía ser útil. Y para los romanos lo mismo: el sabio romano del siglo I a. C. Marco Tulio Cicerón interpretaba la Historia como una guía, y decía de ella que había de ser magistra vitae: «historia magistra vitae est» escribió, de hecho, esto es, ‘la Historia es maestra de la vida’. Si Tucídides consideraba que tenía que servir para influir para el futuro, los historiadores romanos, como Polibio o Plutarco, como Julio César o Cayo Salustio o Tito Livio o Cornelio Tácito, como Suetonio o Dión Casio o Amiano Marcelino, la querían para influir en su propio presente.
En el siglo IV a. C., Aristóteles sentencia en su Poética lo siguiente:
“La tarea del poeta es describir no lo que ha acontecido, sino lo que podría haber ocurrido, esto es, tanto lo que es posible como probable o necesario. La distinción entre el historiador y el poeta no consiste en que uno escriba en prosa y el otro en verso; se podrá trasladar al verso la obra de Heródoto, y ella seguiría siendo una clase de historia. La diferencia reside en que uno relata lo que ha sucedido, y el otro lo que podría haber acontecido”.
Para el clásico sabio griego, la poesía es más filosófica que la Historia, más elevada. La poesía le cantaría a lo universal. La Historia le hablaría a lo particular. Mientras la poesía aspira a lo verosímil y necesario, la Historia busca lo particular, lo contingente.
¡Cómo suena eso a música celestial!, ¡cómo encaja en lo que yo defiendo!, no en vano, la Historia surge en la antigua Grecia como un género de la literatura del país. Para los historiadores de la Antigüedad la Historia debe agradar y conmover, pero sin inventar el pasado.
En definitiva, la Historia nació —aunque, aquella Historia nada tenía que ver con la disciplina con aires de ciencia cuyo oficio yo aprendí en la Universidad Autónoma de Madrid a principios de los años 80 del siglo XX— como investigación del pasado con un fin didáctico y moralizante utilizando retóricas en su escritura. El surgimiento del relato histórico, que está en la base pero no es aún la Historia que conocemos desde el siglo XIX, se produce al mismo tiempo que en aquella Grecia clásica irrumpen asimismo la filosofía, la geometría y al aritmética, pero también la comedia y la tragedia, al mismo tiempo que el logos destruye o va destruyendo lentamente al mito y lo va sustituyendo como explicación del mundo. Heródoto y Tucídides versus Homero y Hesíodo.
Sabemos por el filósofo de la Historia holandés Chris Lorenz que “el pensamiento cristiano substituyó la representación cíclica del tiempo griego por una representación lineal, y también reemplazó la ausencia de dirección del tiempo con una dirección y un propósito divino, pero restauró la definición aristotélica de tiempo efímero como un continuum cuantificado e infinito de instantes fugaces”. El tiempo sería para la historiografía cristiana de la Antigüedad y el Medievo algo “objetivo y natural”.
Hay que aguardar hasta el siglo XII para tener noticia de la primera mujer historiadora, nada menos que una erudita princesa imperial, Anna Comneno, hija del emperador bizantino Alejo I Comneno, a cuyo reinado dedicó su principal obra, la Alexiada, de escritura clásica y muy útil como fuente primaria para estudiar la prolongación oriental del Imperio romano.
Gracias. Anotado queda.
Me encantó. Les recomiendo la lectura de los cuatro tomos de la Historia de la Historiografía Moderna, de Gioacchino Gargallo di Castel Lentini, traducidos del italiano y editados por la Universidad Autónoma de la Ciudad de México en 2008