Ser cristiano no tiene ningún sentido si se rechaza al otro. Más allá del concepto prójimo, que encierra una idea de proximidad, de empatía, de intereses comunes; por encima de la idea de semejante, que aporta matices de parecido; o la definición de ajeno, que enfatiza el concepto de lejanía, está la visión del otro como un ser con identidad propia, mucho más inclusiva; una visión que no descarta a nadie por muy diferente que sea, por muy alejado que esté de nosotros. Tomar en consideración al otro da como resultado pensar y poner en marcha una teología del pluralismo religioso.
La teología del pluralismo religioso reconoce la categoría de persona al otro, con independencia de cualquier otro tipo de valoración, sea racial, de género, cultural, de procedencia geográfica o religiosa. Y, consecuentemente, reconoce el derecho que el otro tiene de creer o no creer, de elegir su forma de creencia si es que tiene alguna, de mantener su propia identidad cultural y, por lo tanto, le reconoce el derecho a gozar de una plena libertad de conciencia, que incluye, entre otras libertades, la libertad religiosa. Libertad religiosa, tanto para coincidir como para discrepar, sea para asumir o para rechazar.
Aceptar y asumir la teología que reconoce al otro como persona en igualdad de derechos que uno mismo, especialmente en el terreno religioso, no es tarea sencilla. La cultura y la teología judeo-cristiana ha propalado una conducta egoísta en nombre de un sentimiento de fraternidad identitaria, propiciando actitudes de rechazo o bien de abducción sentimental e ideológica como requisito previo para poder otorgarle los derechos de persona; en el mejor de los casos, se le acepta en calidad de prójimo.
Ante la demanda de Dios, Caín pretendió desentenderse del otro; para acaparar y monopolizar la atención de Dios y no se le ocurre otra cosa que hacer desaparecer a su hermano. Craso error. Los cadáveres siempre terminan apareciendo. Y la exclusión culpable del otro, termina pasando factura. Si vemos al otro como competidor, pronto se convertirá en enemigo y, al serlo, surgirá el espíritu de Tánatos que conducirá a buscar la forma de eliminarle. Por el contrario, acepar la figura del otro sin prejuicios y distinciones nos llevará necesariamente al diálogo como medio de inter-relación.
Cualquier religión que pretenda hablar en el nombre de Dios, y con mayor motivo si lo hace en el nombre de Jesucristo, no tiene legitimidad para levantar barreras de separación que diferencien a unos seres de otros por razones de identidad u opción religiosa ni, por supuesto, por razones de etnia, de género o de elección sexual o política.
El otro, en esencia, es nuestro alter ego. Discriminarle no solamente es antidemocrático sino contrario a los valores del Evangelio. Incluso el ladrón del Gólgota llamado paradójicamente “buen ladrón”, es acogido por Jesús sin ser sometido a cumplir un determinado código de admisión.
Los fracasos del Israel histórico
Si llevamos estas reflexiones al ámbito colectivo, observamos que uno de los grandes fracasos del Israel histórico ha consistido en interpretar erróneamente el hecho de haber sido considerado “pueblo escogido” de Dios, como signo de superioridad y, en última instancia, de exclusión del otro. Y uno de los errores más lamentables de algunos sectores cristianos es atribuirse a ellos mismos, en virtud de un hipotético nuevo pacto, idéntica exclusividad, asumiendo como identidad propia, el sentirse y proclamarse como nuevo pueblo escogido por Dios, lo cual lleva implícita una actitud exclusiva y excluyente. Pueblo de Dios, nación de Dios, familia de Dios, siempre en oposición al resto.
Este convencimiento de posesión y exclusividad se presenta como justificación de que los judíos reclamen “la posesión de la tierra prometida” como algo propio, una herencia material que les hace dueños de un territorio y de unas prebendas atribuidas a sus remotos antepasados, al margen de que su posesión y disfrute tenga que ignorar los derechos de sus legítimos poseedores durante los cerca de dos mil años precedentes. Para Israel, obviamente, no existe el otro.
Después del horror de la Segunda Guerra Mundial y los efectos devastadores del Holocausto en los campos de exterminio, era de justicia encontrar una solución para el pueblo judío, como lo sería para otros pueblos que han sufrido o sufren genocidios semejantes, como es el caso de los armenios, de los kurdos, de los hutus y otras etnias africanas o, por centrarnos en un sangrante ejemplo del siglo XXI, la situación de los rohinyás, un pueblo sin tierra y sin identidad, arrojados como escoria de Birmania. Lo que ya no es de justicia, es que la reubicación de ese pueblo, el judío, rescatado y realojado en un determinado territorio, desplace a sus legítimos habitantes por el hecho de haber podido contar con el respaldo de la mayor potencia del mundo.
Partiendo de ese mismo razonamiento, determinados sectores cristianos no sólo defienden con gran entusiasmo los hipotéticos derechos históricos del Israel redivivo, sino que ellos mismos reclamen para sí derechos analógicos como nuevo pueblo escogido por Dios, si no en lo territorial (aunque ya se hizo en tiempos de las cruzadas con respecto a Jerusalén) sí erigiéndose en gestores y administradores de la gracia divina, negando a otras religiones su capacidad de poder ser también “pueblo de Dios”, recorriendo diferentes caminos. Para estos sectores cristianos el otro no existe.