La última cinta de Krapp es un monólogo de Samuel Beckett, escrito y representado por primera vez en 1958, con una duración de apenas 45 minutos. En La última cinta de Krapp nos encontramos al viejo Krapp, un escritor fracasado, el día de su cumpleaños. Está solo en su estudio, sentado a la mesa en la que también come. Come plátanos. A lo largo de la función comerá exactamente 4 plátanos sin parar de revolverse. Está muy ocupado removiendo cajones y sacando papeles del escritorio, tirando al suelo cajas y cartapacios repletos de su obra. Lo que es y lo que fue.
En su nerviosismo por encontrar lo que busca, Krapp blasfema con brío, refunfuña sin tino hablando bajo, pela y devora un plátano tras otro («veneno en mi estado», explica), y bebe directamente de una garrafa para lo cual ha de camuflarse tras una especie de biombo protector.
Por fin, en un viejo diario encuentra, rigurosamente anotados por fechas, los apuntes cifrados de sus recuerdos de juventud que en su día tuvo el cuidado de grabar en cintas magnetofónicas. Ahora rebusca en cajas muy bien apiladas y por fin da con la grabación que busca: tal día, tal hora de hace 30 años. ¿Quién se toma tanto trabajo por algo que no le importa? Pone la grabadora en marcha y escucha la cinta que buscaba.
Krapp se encuentra con migajas de su pasado, del tesoro que fue para, una vez hallado y reconstruido, despreciarlo y maltratarlo como indigno del que hoy se sabe acabado, pobre y enfermo, más solitario que una lombriz.
Así hace consigo mismo y con sus recuerdos de los que es el narrador en primera persona, cuando era un ingenuo enamorado y apasionado escritor.
De un manotazo, lo arroja todo de la mesa, mientras sus comentarios lo reducen a pura reacción química, ridícula. La enumeración sucinta de las mujeres que amó y que lo amaron es otro tratado de desprecio nihilista que choca con la viveza de su descripción y se superpone a la imposibilidad de recuperarlas. Las cubre de oprobio después de describir con viva añoranza escenas de felicidad.
Cuando sus recuerdos son demasiado bonitos, corta la cinta bruscamente para inmediatamente resarcirse, volverla a pasar bajo el filtro de la ironía grotesca y así -se diría- poderla soportar.
De este modo, se hace evidente que sus recuerdos no pueden iluminarlo ya, absolutamente huérfano de afectos como se ve. Se diría que el desprecio, puro instinto de supervivencia, le impide siquiera apreciarlos en lo que fueron. Es más, Krapp, en su afán revisionista, está dispuesto a acabar con todo. Y sin embargo, es su voz, su misma voz agria allí ilusionada, con un brillo nuevo de alas embelleciendo lo que narra desde dentro, desde el corazón cuando lo tenía.
«No podría recuperar este sentimiento ahora -parece lamentarse en un primer momento, para enseguida rematar-: Por suerte.» Y acto seguido se pregunta: »¿Para qué?» Añoranza y desprecio como en una balanza en la que gana el segundo. Para poder vivir.
Me impresionó la actuación de Miguel Torres, protagonista único de la función. Una actuación tan genuina e intensa que es más lo que calla que lo que dice, con gestos pausados que se mueven entre el clown y el mimo para componer las dosis justas de patetismo y ensimismamiento que sitúan al personaje de Krapp en su elemento. Vestido de negro pero con botines blancos a juego con las mangas que escapan del chaleco, no hay duda de que se ha apoyado en referencias cinematográficas de cine mudo para trasladarlas al teatro: así Krapp, cada vez que quiere un plátano, ha de abrir meticulosamente con llave uno de los cajones de su escritorio, siempre el mismo y de la misma manera, hasta cuatro; y para beber, ha de ir a levantar el codo al mismo punto de luz tenebrosa que se empeña en funcionar sólo a ratos, como el torturado magnetófono de sus recuerdos.
Autor: Samuel Beckett.
Actor: Miguel Torres
Compañía: Lagrada Producciones Teatrales
Espacio: Teatro Lagrada (Ercilla, 20, Madrid)
Fecha: 2 de noviembre de 2013
Conozco a bastantes Krapp o crápulas de esos que darían su alma al diablo por una caricia o un gesto de reconocimiento, pero no se lo reconocerían ni a su mismísima sombra. Antes morir que pecar.