Roberto Cataldi¹
Cuando Séneca se refirió a la vejez, dijo que antes de alcanzar esa etapa había intentado vivir bien, pero ya en la vejez procuraba morir bien. Como todos sabemos, el proceso de envejecimiento comienza con el nacimiento y finaliza con la muerte, siendo la vejez la última etapa, cuyo inicio por convención se considera a los sesenta años y en los países desarrollados a los 65 años.
Para referirse a ésta etapa suelen usarse algunos eufemismos: «edad avanzada», «geronte», «persona añosa», «anciano», «longevo», «senil», «provecto», entre otros. Lo cierto es que la vejez fue muy considerada en la antigüedad y en ciertas comunidades, a diferencia del rechazo y estigmatización que sufre en nuestros días.
Para la ONU «adulto mayor» es a partir de los sesenta años. Se considera «tercera edad» de los sesenta años en adelante y «cuarta edad» a partir de los ochenta años. Más allá de estas clasificaciones, la vejez ha sido abordada de manera diferente. Platón pensaba que, «La enfermedad es una vejez prematura, y la vejez una enfermedad permanente». Para Oscar Wilde: «Envejecer no es nada; lo terrible es seguir sintiéndose joven». Y André Maurois sostenía que, «El arte de envejecer es el arte de conservar alguna esperanza».
En la Roma monárquica el senado era una institución política, y la palabra «senatus», del latín «senex», significa «anciano», de ahí que el genuino significado de senado sea «consejo de ancianos». En las comunidades indígenas también funcionaba el «consejo de ancianos» como sistema de gobierno, y bajo esa figura, al viejo se lo investía de sabiduría, tenía prestigio, liderazgo y poder.
Estas características que representaban un estatus social alto alcanzaban a toda la población de viejos, creyendo erróneamente que llegar a esas edades permitía ingresar automáticamente al paraíso de la gerontocracia.
La lucha intergeneracional siempre existió, pero además las actuales mutaciones en la organización social y política, cambiaron la forma de gobierno. En la comunidad indígena queda el recuerdo de lo que fuera ese consejo y, sus funciones se han limitado a cuestiones rituales que no afectan la toma de decisiones políticas y económicas.
Un dato curioso es que las tres potencias que actualmente compiten por liderar el mundo, a punta de pistola y con sus narrativas tan alejadas de los problemas del ciudadano de a pie: los Estados Unidos, China y Rusia, están gobernadas por «adultos mayores». En efecto, Joe Biden tiene 79 años, Xi Jinping 68 años y Vladimir Putin 69 años. Por su parte Angela Merkel, quien fuera prestigiosa canciller del motor de Europa (Alemania), acaba de retirarse del poder con 67 años de edad, luego de ejercerlo durante más de tres lustros.
No hay duda que el mundo sigue siendo gobernado por una generación de «adultos mayores» y, en el panorama actual nada hace prever que los posibles relevos no saldrán de la misma generación. Es más, el portugués António Guterres de 72 años, secretario general de las Naciones Unidas, y Anthony Fauci, de 81 años, quien lidera en los Estados Unidos la campaña sanitaria contra la COVID-19 desde el inicio, no parecen como que la edad los caducó en la función y necesitan ser reemplazados por gente más joven. Claro que, el impresentable Silvio Berlusconi, quien fuera tres veces primer ministro de Italia y con una de las mayores fortunas de la península, a sus 85 años está en plena campaña para ser elegido jefe de Estado, ya que sería su último gran sueño y, tal vez una nueva pesadilla para los italianos.
Sin embargo hay personajes que despiertan verdadera admiración, como Zygmunt Bauman, quien murió a los 91 años y que lo recuerdo viajando por el mundo para dar conferencias que iluminaban sobre lo que estaba pasando con la sociedad globalizada (modernidad líquida), o el legendario Stépahane Hessel, quien en sus últimos años con su opúsculo «¡Indignez-vous !» despertó la conciencia de tantos jóvenes en el planeta, y que nos dejó a los 95 años, En fin, tengo un colega que ya pasó los cien años y sigue viajando por diversos países dando conferencias de su especialidad médica.
Desde hace unos años vivimos una verdadera revolución en la medicina, que afecta principalmente a los pacientes considerados muy añosos. En efecto, lo que antes se consideraba una limitante para abandonar el esfuerzo terapéutico hoy fue superado ampliamente. Lo vemos en prácticas como la diálisis en enfermos con insuficiencia renal, el reemplazo de cadera en los que se fracturaron, la patología cardiovascular o la anticoagulación, por citar unos pocos ejemplos. Y la propuesta de ciertas prácticas invasivas en pacientes que superaron incluso los noventa o cien años, motiva a sus familiares a que uno le soliciten una «segunda opinión».
Es entendible. El progreso ha traído una mayor expectativa de vida en la población. Claro que con la vejez aparece no solo el desgaste natural, ya que a menudo surgen patologías que pueden ser invalidantes. Pero hoy contamos con cirugía mínimamente invasiva, con medicamentos muy efectivos aunque también existe la farmacodependencia, hay prótesis realmente maravillosas que ayudan a superar dificultades vitales convirtiendo al individuo en Cyborg, sin que por ello tenga una vida protésica.
La meta de llegar a los 120 años que se promocionaba hace unos años va quedando atrás, ya que los plazos se alargan… Hoy se habla del Transhumanismo, que pretende mejorar a las personas sobre todo a través de la genética y la nanotecnología, también de la criogenización como una perspectiva para una vida eterna.
Recuerdo que hace unos años me tocó ser panelista en una mesa redonda donde se abordaban estos temas, y sostuve que no me interesaba la criopreservación porque no estaba dispuesto a despertarme dentro de cien o doscientos años y no encontrar a mi alrededor a aquellos seres que realmente amo. Soy consciente que todo tiene sus límites, que la muerte es el destino final que nadie puede eludir, quizá sea la única ley que nos iguala a todos los seres humanos, y en ese aspecto procuro seguir la reflexión de Séneca.
El hecho de que los individuos vivan más años trae problemas en todos los órdenes de la vida, sobre todo cuando pertenecen a lo que eufemísticamente se llama «clase pasiva» y solo tienen como medio de vida su magra jubilación o pensión, por eso injustamente deben pasar un sinnúmero de penurias económicas.
Al Estado le preocupa el peso económico de la clase improductiva y, olvida los treinta o cuarenta años de aportes mensuales de esos seres que le permitieron al Estado seguir adelante… En fin, tal vez no haya mejor manera de amar a un «adulto mayor», o tan solo de respetarlo en su autonomía, que dejarlo vivir a su manera, con sus amores, estilo de vida, creencias, principios y valores, reconociéndole su capacidad de trabajo y creatividad.
Convengamos que no es humano ponerle límites a sus sueños, proyectos y deseos aunque sea por simple paternalismo, mucho menos recurrir a los mandatos sociales que cruelmente se le imponen a los viejos en materia laboral, sexual, de relaciones interpersonales, entre otros. Estos mandatos lo llevan al aislamiento y la soledad, cuando no a la depresión, sin necesidad de llegar en todos los casos a la demencia, y en no pocos casos al suicidio.
- Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldi Amatriain (FICA)