La sala Lagrada tiene la osadía de traer de nuevo a sus espacios, una vez más, este clásico, Los días felices, del tantas veces y de tan diversas maneras visitado e interpretado, insobornable prisionero y al fin Premio Nóbel, inclasificable Samuel Béckett.
Inclasificable porque su estilo y sus significados, que se renuevan día a día, nunca agotados por las sucesivas y exhaustivas interpretaciones, son de todo punto imposibles de etiquetar.
Un extranjero autoexiliado en Francia que escribe en la lengua de acogida para mejor entender lo que escribe, para distanciarse del objeto y así contemplarlo, abarcarlo y expresarlo mejor… Con balbuceos.
¿Es esto una tomadura de pelo de lo más bufa o bien el principio cumplido del distanciamiento que otros habían enunciado antes?
Cómo se puede llamar Teatro del absurdo a aquel en que la idea de Dios está presente de manera tan abrumadora; en que la soledad del hombre moderno pegando voces en medio de un universo infinito en el que nadie le oye retumba y retumba hasta hacernos ensordecer; en que las decisions siempre se posponen como diciendo «nunca hagas hoy lo que puedas dejar para mañana». ¿Es que todavía estamos a tiempo y si es así, a tiempo de que?
Y tal vez sí, tal vez haya que apelar a esta raíz sorda de la palabra absurdo para explicar desde el principio, desde la etimología más simple del diccionario, el significado de la palabra absurdo y con ella el teatro así llamado: «absurdo» es «sordo», que nos hemos quedado sordos y hablamos de un sordo para otro sordo, dando vueltas a la noria sin romper jamás la línea invisible que nos separa de lo que nos dicen. Y que por eso hay que seguir repitiendo todo cada día, cada palabra y cada letra, porque ya está todo dicho pero como nadie atiende, hay que seguir repitiendo.
Sin embargo, a pesar de la sordera y su absurdo, nunca las medias palabras significaron tanto, lo uno y lo contrario, las apenas esbozadas, las que más; y de entre ellas las inacabadas, esos monosílabos contradictorios como balbuceos, se llevan la palma. Hacen falta interpretaciones potentes para llevar adelante esta empresa de representarlas sin desmayar, sin que el constructo dialéctico de esas mismas palabras consigo mismas y con las demás se venga abajo, todo encierra una contradicción en sí mismo, todo signo viviente lo es.
Y es en estas salas pequeñas (Lagrada, La puerta estrecha) donde se puede encontrar lo más auténtico del esfuerzo artístico por lograrlo, lo más arriesgado y raro cuajando en el rito cumplido que empieza por crear una atmósfera que lo haga posible. Es el caso. Después, director y actores ponen lo suyo.
En Los días felices, Winnie, la protagonista, aparece medio enterrada en un montículo, asolada por una luz directa (un castigo ejemplar en el Oeste Americano para los ladrones de caballos, pero que aquí no sabemos a qué se debe, sin un antes ni un después). A pesar de ello, no hay día que no encuentre motivo para seguir «adelante» y así coronar cada jornada con un pensamiento feliz, ¿de superación? Winnie tiene en la mano la manera de acabar con su tortura, ¿se decidirá a usar el arma que la libere de ese destino absurdo?
La compañía Espacioscuro, titular de la sala Lagrada, pone sobre las tablas «de nuevo su propia versión» de Los Días felices. La pieza, estrenada por vez primera en Londres en 1962 y escrita por Becket entre 1960 y 1961, fue ensombrecida por el éxito de Esperando a Godot, su predecesora en el tiempo, de ahí que obtuviera críticas desiguales y una fría acogida entre los intelectuales de la época.
- Título: Los días felices, de Samuel Beckett
- Compañía: Espacioscuro
- Dirección: Miguel Torres
- Reparto: Cuqui Sánchez y Feliciano Casado
- Sala Lagrada (Ercilla, 20, Embajadores, Madrid)
- Hasta el 16 de noviembre