En el Índice de Percepción de la Corrupción, México está entre los 53 países más corruptos del mundo, ya que se sitúa en el lugar 123 de 176. Desde 2008, ha caído 28 posiciones. Según Transparencia Internacional, está en el último lugar de la OCDE, el 18 del G20 y el 30 entre 32 países en América.
Pablo Gómez Álvarez[1]
Decir que en México es imposible eliminar la corrupción es en realidad una defensa del sistema político. Quienes se encargan de difundir la idea de un país irremediablemente corrupto no son estudiosos del problema, sino aquellos operadores políticos que se benefician de la corrupción.
En cualquier Estado existe corrupción pero no todos ellos son corruptos. México sí lo es. La cuestión central consiste en que el sistema político opera con la corrupción: es ésta misma en todas sus formas operativas. Los gobernantes desempeñan sus funciones en un medio de corrupción, pero no porque ellos sean personalmente corruptos (que lo son en su mayoría), sino porque los procedimientos políticos, la administración pública, la vida institucional, funcionan con base en mecanismos de corrupción.
No ha habido gobierno que no se pronuncie de alguna manera contra la corrupción. Han existido momentos en que el más corrupto llama a combatir la corrupción. Ahora, el país está construyendo un Sistema Nacional Anticorrupción, mientras que los políticos se encuentran en una lucha para designar al mejor fiscal de la materia, el cual sería el más amigo y el más flexible, aquel que entienda justamente que es imposible eliminar la corrupción y que ese puesto no es para perjudicar a quienes dan los cargos.
Ese sistema anticorrupción (así, con minúsculas) no tiene el menor sentido práctico porque quienes están sentados en su mesa de consejo son corruptos al ser operadores de un sistema político que usa la corrupción como método de gobierno.
Aún más, no existe separación clara entre la política social como forma de gobernanza y la corrupción. En la inmensa mayoría de los programas sociales se practica la corrupción como instrumento de la política. Ni siquiera se exceptúan los hospitales, mucho menos las ayudas y los subsidios. La corrupción es sistémica, estructural, es un fenómeno eminentemente político, por lo que abarca al país entero.
Para combatir la corrupción es preciso destruir el sistema político actual, la forma en que operan las instituciones del Estado, no sólo en el plano de la administración de los recursos presupuestales sino principalmente en las funciones sustantivas que aquellas emprenden con el público. La relación entre los servidores públicos y la gente tendría que modificarse totalmente.
Esto no es posible si no lo encabeza el gobierno. La denuncia pública es a lo sumo un instrumento de propaganda, por lo cual debería abarcar el planteamiento del cambio de gobernantes. Lo que se requiere es un gobierno capaz de desarrollar sus funciones de otra manera, sin buscar acuerdos corruptos por todos lados, que deje de dar a ganar a cambio de apoyo y dinero, que rompa con los repartos, mordidas, moches, embutes, diezmos, etcétera, que caracterizan a todos los niveles de gobierno y, en especial, con la impunidad galopante que existe en la función pública.
Es imposible calcular el monto al que asciende la corrupción. Lo que se estudia es la percepción de la gente a través de análisis demoscópicos. México es uno de los más corruptos en el mundo y el número 1 de la OCDE. Hay quienes hablan del 10 % del PIB y otros de mucho más. Algo sabremos hasta cuando se combata en serio la corrupción y se pueda advertir su expresión cuantitativa pero, sobre todo, haya una forma nueva de relacionar a la ciudadanía con los órganos del Estado y con los servidores públicos.
Un combate a fondo contra la corrupción traería como consecuencia insurrecciones organizadas para restablecer los repartos ilegales, los privilegios. Dejémonos de lemas absurdos como ese de promover la «cultura de la denuncia». El gobierno tendría que denunciar los subsistemas corruptos, explicar con detalles cómo funciona cada mecanismo, desde las dádivas hasta los moches de los legisladores, las grandes mordidas en las obras públicas y en las compras gubernamentales. De seguro que las sociedades corruptas redoblarían su estrategia escatológica apoyada en la inducida creencia de que todos estamos manchados y que la limpieza es imposible. Pero un gobierno decidido tendría que resistir todos los lanzamientos en su contra. Habría que recurrir a un cierto estoicismo para aguantarlo todo.
Acabar con el sistema político que prohíja la corrupción no sería una revolución pero cambiaría mucho el cauce de la lucha política en México. Además, nos permitiría apreciar mejor los problemas de mayor fondo, entre ellos la desigualdad y la pobreza, en los cuales se expresan las contradicciones sociales.
- Pablo Gómez Álvarez es senador mexicano por el PRD.