¿Quién ha dicho que a un niño hay que darle todo cuando nace de manera que tenga todas las necesidades cubiertas y que si no más vale no tenerlo? Nadie, nosotros mismos. Y para ello, si es preciso, se extorsiona a todos los parientes, se puede llegar al asesinato y, por supuesto, se corrompe todo aquel que esté en posición de hacerlo.
Pues bien, sobre este aserto falso por completo oscilan muchas de las escenas de Nada que perder y por eso las preguntas que apelan a la sentimentalidad del público rompiendo para ello la cuarta pared, esas que lo agarran por el cuello en una de las escenas finales y le interpelan sobre el sentimiento de pérdida de la casa familiar («¿se imagina tener que decirle a su hijo que va a perder su casa?») y todas las otras pérdidas a que un cambio de status obliga, es la parte más floja del espectáculo y la que remite indefectiblemente a la pregunta: ¿Quién ha dicho que a un niño hay que darle todo cuando nace?
De esta idea perversa vienen toda cantidad de reproches por parte del vástago insatisfecho y que no se adapta a la nueva realidad que unos padres torturados y torturadores («¿No nos hemos sacrificado por ti, no te hemos dado todo tu madre y yo?») no son capaces de cambiar para él. Magia. El hijo espera magia y la magia saltó por la ventana con el empleo y la hipoteca.
Sin embargo, ahí tenemos muy cerca de nosotros ejemplos en que los hijos nacidos de padres muy pobres aprenden a buscarse la vida juntamente con ellos, lo cual les proporciona un aprendizaje y unos valores y un respeto de los que nosotros carecemos. Luego vienen las lamentaciones de las que adolece Nada que perder. Y si esta parte jeremíaca se dijera «dentro» en lugar de romper la cuarta pared y apostrofar al público con ella, sería doblemente crítica y no lo peor de la obra. Por su llamada a la sentimentalidad morbosa e improductiva. Una sentimentalidad que ya vemos lo que ha dado.
Por tanto, está muy bien visto que Nada que perder es un espectáculo que apela no tanto a la crisis como a la pérdida de valores. Y lo hace con todo el atractivo de una serie negra y tres actores que se dejan la piel y que, sin un minuto de reposo, se van turnando para que se vea precisamente que todo es cíclico y que los roles pueden cambiar. Y tanto se turnan y «se recrean», que hasta consiguen que uno solo haga, por turno, de coro, añadiendo, adelantando, apostillando y lamentando, haciendo de mosca, en una palabra, con sus réplicas.
Por otra parte, en Nada que perder se tratan todos los aspectos de la modernidad, hasta el estreñimiento y sus remedios, el tema más atractivo en las cenas de alta sociedad.
El argumento es el que sigue: «Un asesinato es el punto de partida de esta obra que se estructura en ocho interrogatorios sucesivos. Interrogatorios no sólo entre policías y sospechosos, sino también entre abogados y empresarios, psiquiatras y pacientes, jefes y empleados, padres e hijos… A través de los interrogatorios iremos descubriendo que la corrupción está en la base de las relaciones de poder, que hay víctimas entre los que pretendieron no sucumbir a ella y que es peligroso llevar a alguien hasta un extremo en que ya no tiene nada que perder.»
Los episodios con el profesor y el licitador municipal como protagonistas son para mí los más divertidos y a la vez crueles (cruelmente logrados) porque tratan de las víctimas que, enloquecidas en su honradez solitaria, han de esconderse y desaparecer. Víctimas a las que nadie quiere escuchar ni mucho menos ver delante.
Lo de Cervantes y su secuela de cobradores, a pesar de su pintoresquismo, me pareció muy traído por los pelos.
- Intérpretes: Marina Herranz, Javier Pérez-Acebrón, Pedro Ángel Roca
Dirección: Javier Garcia Yagüe
Dramaturgia: Quique Bazo, Yeray Bazo, Juanma Romero, Javier G. Yagüe
Escenografía: Silvia de Marta
Iluminación: Alfonso Ramos
Fecha de la función comentada: 2 de septiembre de 2016
Sala Teatro Cuarta Pared. C/ Ercilla, 17. Metro: Embajadores