En la católica Irlanda de los años 1950, Philomena es una adolescente embarazada. Su familia la envía a un convento de monjas, para evitar el escándalo. Allí, y después de dar a luz, junto a otras madres jóvenes y solteras como ella, a Filomena le obligan a trabajar jornadas extenuantes, limpiando y lavando ropa para pagar, le dicen la deuda que tiene contraída con el convento.
Solo le dejan disfrutar del niño una hora al día. Cuando el pequeño tiene tres años, se lo quitan sin avisarle para darlo en adopción a un matrimonio estadounidense. Tras muchos años de búsqueda infructuosa, Filomena encuentra a Martin Sixmith, un antiguo periodista de la BBC al que acaban de despedir de su trabajo en el gabinete del premier Tony Blair, a quien cuenta su historia y que la ha dejado escrita en el libro The Lost Child of Philomena Lee (El hijo perdido de Philomena Lee).
Juntos viajan a Estados Unidos para seguir el rastro del hijo, que precisamente en esos días cumple 50 años. Entre la ya anciana Filomena, católica convencida de que «las monjas querían lo mejor para ella y para el niño” y el periodista, descreído, cínico y desilusionado que en principio acepta escribir la historia porque está al borde de la depresión al no encontrar trabajo, nace una relación respetuosa y “muy british”; me cuesta imaginar que pudiera ocurrir en otra sociedad, otra cultura: no tienen nada en común pero ambos se toleran sin problemas.
Una historia real, narrada por su protagonista (Filomena, Judi Dench, la gran dama del teatro inglés, a la que recordaremos siempre en la pantalla en Té con Mussolini) al periodista interpretado por Steve Coogan (actor, escritor, humorista), quien también firma con el realizador Stephen Frears (Mi hermosa lavandería, The Queen, Las relaciones peligrosas) el guión de lo que acaba siendo una magnífica película, al conseguir no caer en el melodrama lacrimógeno y aportar la dosis justa de sensibilidad y suspense para que también el espectador mantenga la esperanza de que al fin se produzca el encuentro entre el hijo y la madre.
Entre la tragedia y la ironía, la enfermera jubilada y el periodista en paro, que no tienen nada en común y a quienes separan edad, medio social, estudios, cultura y religión, se convierte en personajes de una road-movie que, en busca de la verdad, los traslada de Irlanda a Estados Unidos, y de regreso a la abadía donde aún viven algunas de las monjas que décadas atrás se dedicaba al tráfico de niños, encubierto de obra apostólica y donde –tapadas por la vegetación y la desidia- hay un montón de lápidas clandestinas correspondientes a los niños y las madres que realmente perdían la vida en el parto. También el equilibrio conseguido entre Judi Dench y Steve Coogan contribuye a hacer que la película sea también un viaje introspectivo de dos seres un tanto perdidos en sus respectivas realidades.
Y el corolario es que resulta que hace más de medio siglo la iglesia católica irlandesa tenía las mismas inclinaciones que la española: las monjas del convento que roban el niño a Filomena, literalmente para venderlo a una pareja estadounidense sin hijos, se parecen mucho a la sor María que en la maternidad de Madrid, y con ayuda de un médico, decía a las madres que el niño había fallecido en el parto para venderlo después al mejor postor. La iglesia católica irlandesa es tan culpable de casos como el de Filomena, como la iglesia católica española lo es del negocio de la desaparición y posterior venta de niños de la recientemente fallecida impune sor María.
Alguien tendrá que hacer algún día esa película. La de Philomena se estrena en las salas españolas el 28 de febrero de 2014.
El tema me parece espantoso, por decir lo menos.
Desde hace mucho que me intriga precisamente la realización de conductas horrendas, por parte de personas e instituciones investidas de un origen y razón de ser a partir de hechos o sucesos mistíco milagrosos de la más infinita bondad original, de la cual ellos son los seguidores, continuadores y promotores declaradamente.
Saco mi propia conclusión de que los extremos terminan tocándose y confundiéndose finalmente. ¿Qué de diferencia existe en este caso, del tráfico católico de niños, de lo realizado por gobiernos autoritarios?