Roberto Cataldi¹
Según la Organización Mundial de la Salud y el Banco Mundial, prácticamente la mitad de la población del planeta, además de carecer de servicios esenciales de salud, vive en la pobreza, es decir, unos 3400 millones de seres humanos, de los cuales cien millones se hallan en la pobreza extrema.
Es un lugar común al hablar de la pobreza en el mundo invocar como paradigma al continente africano, cuando en realidad la pobreza está en todas partes, mientras los expertos suelen recurrir al argumento financiero como una solución al problema, en muchos casos con razón.
Pero lo grave es que la pobreza que castiga a ciertos pueblos no condice con la riqueza que poseen esos países, sobre todo sus gobernantes y clases acomodadas. Bástenos el hecho de que casi todos los países del sur de África están gastando millones en estadios de fútbol y pagando fabulosos salarios a sus futbolistas, muchos de ellos ya convertidos en millonarios.
Es cierto que se debe alentar el deporte y que los estadios pueden llegar a ser una inversión rentable (no siempre), sin embargo, una solución sería combinar deportes y cultura: los ingresos proporcionados por los deportes se podrían emplear en financiar bibliotecas, cines, teatros, centros culturales, conservatorios… En fin, qué mejor política cultural y de desarrollo.
Claro que antes hay que solucionar otros problemas que no se pueden eludir, porque se trata de situaciones límite, como la buena alimentación y la asistencia sanitaria de toda la población.
En efecto, si amplios sectores pasan hambre y sufren enfermedades, nos enfrentamos a un grave problema existencial y moral, que implica una prioridad que todo gobierno debe afrontar y dar una solución.
Pero, lamentablemente, se interponen otros factores, como que priman los negociados y la corrupción. La pobreza fue, ha sido y es, una realidad que las elites procuran ignorar, por eso estos seres humanos que la padecen carecen de valor, son muertos civiles, excepto cuando deben depositar el voto en la urna.
Y cuando procuran escapar de la pobreza, la guerra o las persecuciones étnicas o religiosas, emigran con la intención de salvarse y, en la huida, sufren todo tipo de peripecias, como el robo de su escaso dinero, la esclavitud, la prostitución, o mueren generalmente ahogados cuando no asfixiados. Si tienen suerte y llegan con vida a destino, no son bienvenidos, se los trata como seres indeseables, usurpadores, incluso se los estigmatiza como delincuentes.
Quien lea la Biblia advertirá la cantidad de versículos y conceptos que aluden a la pobreza en este mundo. Para algunos exégetas de las Sagradas Escrituras, la pobreza es una maldición bíblica en tanto la prosperidad o la riqueza es una bendición. Si observamos lo que acontece en nuestros días, veremos que la sentencia: “De todo hombre se espera lealtad. Más vale ser pobre que mentiroso” (Proverbios 19:22), resulta bastante irreal.
Hoy vemos que en los medios y en los discursos políticos se prefiere hablar de desigualdad, y no de pobreza, cuando en realidad ambas tienen una relación íntima.
Un tema a considerar es la meritocracia, que habría surgido del ethos igualitario burgués en el momento que derribó los privilegios de cuna que imperaban en la Edad Media. Pero si bien este giro histórico fue sustancial y marcó un gran progreso social, no solucionó el problema. De todas maneras, los hijos de los campesinos, de los empleados, de los comerciantes, tuvieron acceso a una educación que sus padres desconocían y, por consiguiente, otras oportunidades en cuanto a ascenso social, empleos bien remunerados, incluso cargos en la administración del Estado, conformando una meritocracia.
Para los progresistas, el mérito se hallaría en las antípodas de la igualdad, porque las sociedades meritocráticas recompensan a los ya privilegiados y castigan a los vulnerables y vulnerados. Claro que si el éxito dependiese sólo del esfuerzo, la igualdad debería estar en el punto de partida, sin embargo no podemos negar que el status de la familia y la crianza que reciben los niños juegan un papel fundamental. En efecto, no tiene las mismas posibilidades el hijo de un campesino analfabeto que el de un profesional. A través del imperativo de una educación pública de calidad que alcanzase a toda la población sin discriminaciones, el liberalismo intentó plasmar el principio de igualdad de oportunidades, pero la realidad es muy compleja y el problema tiene muchas aristas, algunas insolubles.
Los que asumen una actitud anti meritocrática están más cerca de la Edad Media, porque el talento no debe ser ignorado.
El existencialista cristiano Nicolái Berdiáyev, autor de Filosofía de la desigualdad, decía que: “Se puede conceder un cierto privilegio moral a la aristocracia a expensas de la burguesía, pues la primera reconoce sincera y abiertamente la desigualdad, considerándose una raza superior y privilegiada, mientras la segunda disimula su situación de favorecida”.
Las medidas políticas más radicalizadas para imponer la igualdad social no logran sortear ciertas dificultades cimentadas en ventajas naturales que sin dudas apuntalan la desigualdad.
Tomemos como ejemplo a China, con un régimen comunista que hasta hace poco prohibía que los matrimonios tuviesen más de un hijo (las hijas no eran deseadas) y donde como requisito insoslayable para ingresar a la universidad hay que aprobar el Gaokao, considerado el examen de selectividad más exigente del mundo. Los postulantes deben prepararse con gran esfuerzo y destinar muchas horas de estudio para superar esta dura prueba. Los exámenes se toman en colegios bajo el control de un sistema de video que impide que nadie haga trampa, pues si lo descubren puede enfrentar una sentencia de siete años en la cárcel. El ingreso es controlado por la policía y en la calle hay ambulancias para asistir a los que sufren indisposiciones.
El Gaokao, impuesto hace cuarenta años, no discrimina a nadie por su origen, aunque muchos de los que califican para ingresar a las mejores universidades son hijos de familias acomodadas, que en la primaria y secundaria recibieron mejor educación. De esta prueba participan unos diez millones de estudiantes cada año, sometidos a la presión estatal y, sobre todo, a la presión familiar. Esta situación genera una enorme carga psicológica para los chicos, de allí que muchos se angustien por temor a fracasar y defraudar a sus padres. Algunos expertos dicen que la gran ansiedad que se genera estaría en el origen del 90 % de los suicidios juveniles (segunda causa de muerte en los jóvenes).
Si logran ingresar, la mitad de la matrícula la paga la familia y la otra mitad el Estado. Pero los estudiantes de familias de bajos recursos que no pueden pagar, tienen escuelas de formación profesional que les dan la oportunidad de salir de la pobreza y, si no, existe la posibilidad de trabajar en el campo o convertirse en obrero.
En fin, pienso que se impone buscar un delicado equilibrio para asegurar en los hechos la igualdad de oportunidades, al menos en la esfera pública que difiere sustancialmente de la privada, y a su vez facilitar que el mérito tenga un justo reconocimiento.
La directora gerente del FMI, la economista búlgara Kristalina Georgieva denunció hace unos días que la tendencia actual de desigualdad e incertidumbre globalizadas recuerda cuando en el siglo pasado se desencadenó la primera “Época Dorada, los Años Locos y, finalmente, la catástrofe financiera”. Es evidente que las desigualdades excesivas minan la confianza en la sociedad y en las instituciones, y facilitan el surgimiento de los populismos al calor de las turbulencias políticas. La Gran Depresión, de los Estados Unidos se extendió al resto del mundo, años previos a la Segunda Guerra Mundial. Los beneficios de las empresas se multiplicaban y la Bolsa vivía un auge que nadie imaginaba. En esa burbuja trepaban los papeles pero el ciclo de crecimiento de las empresas estaba al límite y la reversión a la baja tuvo el mismo dinamismo que la trepada. Rápidamente la gente comenzó a vender y los bancos a reclamar el pago de sus créditos. Se imponía la lógica del dinero. La estampida fue el Jueves Negro, cinco días después, el Martes Negro, llegó el Crac del 29. Georgieva pide atacar con prontitud la desigualdad, pues advierte que la década del 2020 podría terminar siendo similar a la de 1920 (…)
En la gramática de un pensador, el desarrollo se manifiesta como el principal generador de la desigualdad, las sociedades aparecen con la lógica de la colmena (las abejas obreras satisfacen a la abeja reina), las leyes elaboradas por los más fuertes deben ser cumplidas taxativamente por los débiles (los poderosos siempre tienen excepciones) y, la civilización surge degradando a muchos para encumbrar a unos pocos…
Creo que cuando abordamos temas existenciales como la pobreza, la desigualdad o las guerras, nos damos cuenta de que con el orden mundial que impera, los manejos político-económicos y geoestratégicos destinados a la resolución de conflictos pertenecen al teatro del absurdo, sin necesidad de recurrir a la obra de Eugène Ionesco, Samuel Beckett o Harold Pinter.
El patetismo de este orden reglado consigue que esos códigos revelen su costado absurdo. En efecto, ya no importa si las historias que narran los “entendidos” son verdad, importa que sean lo bastante absurdas para dar en el punto justo en el que los prejuicios se confirman.
- Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldi Amatriain (FICA)