Se cumple un año de la muerte del escritor colombiano
Cuando Gabriel García Márquez escribía los reportajes que conforman “Relato de un náufrago” para “El Espectador” de Bogotá, el director del periódico, Gabriel Cano, preguntó al reportero: “¿Eso que está usted escribiendo es novela o es verdad?”. García Márquez respondió: “Es novela porque es verdad”.
Vivir para contarla
Desde que tuve noticia de la enfermedad de Gabriel García Márquez supe que una de las pérdidas más sentidas iba a ser la de no poder leer nunca más la continuación de las memorias de sus primeros años que con tanto magisterio narró en “Vivir para contarla” (Mondadori). Es cierto que hay excelentes biografías del escritor, algunas de las cuales traigo aquí ahora, pero ninguna transmite ese aliento entreverado de realidad y fantasía, propio de su literatura, que García Márquez trasladó a las páginas de este libro. Más que unas memorias, “Vivir para contarla” parece otra de sus grandes novelas, a la altura de las mejores, donde la verdad y la imaginación intercambian papeles para reforzar el relato. En sus memorias, García Márquez transforma su vida en otra más de sus novelas sin tener que añadir apenas nada que no estuviera ya en cada uno de los episodios que su memoria va rescatando del olvido: “es el gran libro de ficción que busqué durante toda la vida”, declararía en 1998 a “Clarín”.
Un viaje iniciático
Un acontecimiento que marcó el destino de García Márquez fue el viaje que hizo con su madre a Aracataca, a los 23 años, para vender la casa familiar en la que había nacido el escritor. Con este episodio comienza el hilo de sus recuerdos.
Algo debió remover su alma porque al regreso de este viaje no volvió a ser el mismo. Eligió este momento para, desde aquí, echar la vista atrás a su vida y a la de su familia. A la figura de su madre, Luisa Santiaga, la joven con carácter que se casó con el telegrafista de Aracataca contra la voluntad de sus padres; a la del abuelo, aquel militar reconvertido en artesano que hacía pescaditos de oro, siempre a cuestas con el resentimiento de haber matado en duelo a su amigo Medardo Pacheco, en Barrancas, en 1908; a las de sus once hermanos legítimos y a otros nacidos de relaciones extramatrimoniales de un padre “mujeriego pero buen marido”, según su esposa; hijos a quienes ella acogía en su casa como si fueran suyos, como su abuela había hecho con los hijos de su abuelo Nicolás: como Úrsula Iguarán haría con los hijos ilegítimos de Aureliano Buendía en “Cien años de soledad”.
A las figuras de tíos y familiares tan peculiares como extraños; a las de sus compañeros de colegios y de trabajos ocasionales, al grupo La Cueva, de Barranquilla (Alfonso Fuenmayor, Álvaro Cepeda Samudio, Germán Vargas, Ramón Vinyes) y a los de las reuniones en la librería Mundo, a los poetas del movimiento Arena y Cielo, que tanto influyeron en sus primeros escritos, a los del Grupo de los 13, a los profesores de la Facultad de Derecho de Bogotá, a las mujeres que enriquecieron sus pasiones… un desfile de personas de quienes la prodigiosa memoria del escritor rescató nombres y apellidos, aspecto físico, formas de vestir y de comportarse y hasta esos pequeños detalles que definen el carácter de cada uno de ellos.
En paralelo, García Márquez va desgranando los hechos que configuran la cultura y la historia de la Colombia del siglo XX: la noche negra de Aracataca, aquella de la terrible matanza de cachacos por costeños durante una incontrolada venganza (cachaco era el nombre despectivo que los habitantes de la costa daban a sus compatriotas del interior del país); la masacre de los huelguistas de la bananera United Fruit Company en Aracataca, de la que el Gobierno sólo reconoció nueve muertos mientras testigos y supervivientes hablaban de cientos y, sobre todo, de El Bogotazo, la noche de violencia en la que asesinaron al candidato del partido liberal Jorge Eliecer Gaitán, virtual ganador de unas elecciones a punto de celebrarse, que desató un sangriento conflicto civil en todo el país, una noche en la que fue testigo del linchamiento del supuesto asesino del político, Juan Roa Sierra (ninguna otra biografía de García Márquez recoge este testimonio), y en la que los manifestantes arrasaron la ciudad en la que aquella noche estaba casualmente también un estudiante cubano que tenía con Gaitán una cita que nunca llegó a celebrarse: se llamaba Fidel Castro.
Vida y literatura
García Márquez revela en estas memorias el origen de algunos de los contenidos de sus obras, que nos parecieron fruto de una imaginación fantástica y que al fin no lo eran tanto. Así, el personaje de Rebeca Buendía, de “Cien años de soledad”, aquel que comía tierra, está inspirado en su hermana Margot, quien lo hacía con la del jardín de la casa siendo una niña. El coronel que espera pacientemente una carta en la que se le reconozca su pensión en “El coronel no tiene quien le escriba” no era otro que su propio abuelo, quien esperó también hasta su muerte una carta que nunca llegó, la que había de concederle una pensión vitalicia por su participación en la Guerra de los Mil Días (1899 a 1902). Los pasquines en los que se denunciaban actividades ocultas de determinadas personas para que sobre ellas cayera el peso de la venganza popular, que inspiraron años más tarde los de “La mala hora” y “Crónica de una muerte anunciada”, en la que recrea el asesinato por celos de su amigo Cayetano Gentile. Y el origen del nombre de Macondo, tomado del de una finca bananera que leyó un día desde la ventanilla de un tren que le llevaba de Barranquilla a Aracataca.
Es admirable cómo, en medio de todos los acontecimientos y a pesar de los problemas a los que tenía que enfrentarse, García Márquez mantuvo siempre firme su decisión de ser escritor. Ni la oposición de sus padres ni las situaciones límite le apartaron de la decisión de dedicarse al oficio de escribir, una vocación forjada en su infancia desde las historias que escuchó de sus abuelos y de la gente que visitaba la casa y vivía en los pueblos por los que su familia iba itinerando en busca de un futuro mejor: Aracataca, Barranquilla, Sincé, Sucre. Y de sus propias estancias en Bogotá y Cartagena de Indias cursando una carrera de Derecho que sabía imposible.
Fue el periodismo el que lo ayudó a mantenerse en el camino al que llegaría con grandes esfuerzos y algunas derrotas, porque para él, el reportaje y la novela eran hijos de la misma madre. Sus cuentos, sus artículos y sus reportajes para “Crónica”, “El Espectador”, “El Universal” y “El Heraldo”, en los que forjó su formación de escritor, le mantuvieron en las letras antes de que consiguiese publicar “La hojarasca”, su primera novela, que le causó una gran decepción cuando el primer manuscrito fue rechazado por la editorial Losada, cuyo responsable era entonces Guillermo de Torre. Con los avatares de las primeras ediciones de “La hojarasca” y el éxito de su reportaje “Relato de un náufrago” terminan unas memorias cuya continuación se convirtió en uno de los acontecimientos literarios más esperados de la historia de la literatura contemporánea. Un acontecimiento que ya no será.
El fruto y la semilla
El viaje que García Márquez hizo con su madre a Aracataca en marzo de 1952 para vender la casa familiar fue, pues, un acontecimiento que iba a cambiar la vida del escritor. Así lo entiende también Dasso Saldívar, quien inicia con este hecho una de las mejores biografías de García Márquez, “El viaje a la semilla”.
La obra de Saldívar es minuciosa, objetiva y escrupulosamente documentada. Aquí se analizan aquellos acontecimientos de la biografía de García Márquez que influyeron en su obra literaria, las semillas que darían uno de los frutos más trascendentes y revolucionarios de la literatura universal. Saldívar concluye que los elementos que influyeron con más fuerza en la obra de García Márquez están ya en su infancia, incluso en sus ágrafos años primeros (a García Márquez le gustaba citar aquella frase de Bernard Shaw: “cuando era un niño tuve que interrumpir mi educación para entrar en la escuela”).
Su abuelo materno Nicolás Márquez fue quien le enseñó algunos de los misterios de la vida, esos que en la infancia quedan fijados con más fuerza en la memoria y que el escritor trasladó a sus novelas. Su abuela Tranquilina Iguarán Cotes (la abuela Mina de “Cien años…”), de ascendencia gallega, le llenaba la imaginación de historias de vivos y de muertos y conservaba el modo de cocinar que había aprendido de sus antepasados (García Márquez dijo en una ocasión que nunca el pan y los jamones volvieron a saberle igual hasta que visitó Galicia), la partera Juana de Freytes y Rosa Elena Fergusson, quien había sido novia de su padre, que le contaron algunas de las historias con las que años más tarde construyó su literatura. Personajes peculiares de Aracataca como el Belga, refugiado en ese pueblo después de haber participado en la Gran Guerra, y que se suicidó después ver la película “Sin novedad en el frente”, una adaptación de la novela de Erich Maria Remarke sobre aquella contienda; el Padre Angarita, quien vivía en una casa con el espíritu de un muerto que silbaba y tosía; Pedro Espejo, el cura de Aracataca que llegó a levitar mientras tomaba una taza de chocolate…
Semillas literarias
Entre las lecturas que conformaron la literatura de García Márquez, Saldívar cita “Las 1001 noches”, que supuso la ampliación del mundo de la abuela; los poemas de Rubén Darío, con cuya biografía descubre un sorprendente paralelismo; el descubrimiento de Kafka con “La metamorfosis”. Con todo este bagaje vital y literario, García Márquez había comenzado a escribir “La casa”, un proyecto que cambió radicalmente después de su experiencia en Aracataca con la venta de la casa de sus abuelos. El manuscrito de “La casa” le acompañó durante muchos años, en forma de un mamotreto atado con una corbata azul con franjas amarillas (de él salieron varios cuentos de “Los funerales de la Mamá Grande”, “El coronel no tiene quien le escriba”, “La mala hora” y una parte nada desdeñable de “Cien años de soledad”).
Pero la memoria rescatada tras su viaje a Aracataca hizo que comenzara de nuevo su proyecto literario escribiendo lo que más tarde sería “La hojarasca”, su primera novela, cuyo trasfondo coincide con el de Antígona de Sófocles, que no había leído. A raíz de este descubrimiento que le hizo ver Gustavo Ibarra, leyó a Sófocles y éste fue otro de los autores que más influyeron en su obra. También Virginia Woolf, con el nombre de cuyo personaje Septimus, de “Mrs. Dolloway”, firmaba sus artículos de “La Jirafa”, título de la columna inspirado en una greguería de Gómez de la Serna (“un caballo alargado por la curiosidad”). Y muy especialmente las obras de Ernest Hemingway y William Faulkner. Más tarde, la lectura de “Pedro Páramo” de Juan Rulfo, convertiría al escritor mexicano en otro de sus grandes maestros.
Allí donde García Márquez termina sus memorias comienza una nueva etapa de su biografía con su estancia en Europa. París y Roma son las ciudades donde trabajó para “El Espectador” y, tras el cierre de este periódico, para “El Independiente”, con salarios de miseria. Después de un paso fugaz por Londres viajó a Venezuela para integrarse en la redacción de “Momento”. Aquí comenzó a escribir “El otoño del patriarca”.
La revolución cubana iba a ser un acontecimiento importante en la vida de García Márquez no sólo por el entusiasmo que generó en él y en otros intelectuales de izquierdas (como Vargas Llosa, a quien conoció entonces), sino porque le permitió colaborar en la agencia Prensa Latina, de la que fue corresponsal en Nueva York. Su abandono tuvo que ver con sus discrepancias con la deriva comunista del régimen de Fidel Castro (cuya amistad mantuvo hasta la muerte), con la que no estaba de acuerdo, sobre todo después de haber conocido Alemania del Este, Polonia, la URSS y Hungría, de cuyo realismo social regresó fuertemente decepcionado, porque allí vio la antítesis del socialismo de Marx y de la revolución lírica e ideológica que su generación llevaba en el corazón: “No había tal dictadura o gobierno del proletariado, sino la dictadura de una burocracia dogmática, obtusa y rapaz presidida por una gerontocracia que, a su vez, estaba presidida por un dictador: el secretario de turno del partido comunista; no había tal estado del proletariado sino un estado todopoderoso armado hasta los dientes al servicio primordial de esa burocracia; no había ningún indicio de transformación del Estado en formas de autogestión de la misma sociedad civil, sino un estado cada vez más centralizado, fuerte y deshumanizado; no había un desarrollo y una acumulación de las riquezas, sino el reparto de una pobreza cada vez mayor” (p.326). Si apoyó la revolución cubana fue porque creía que dirigentes como Fidel Castro y el Che Guevara habían encontrado para América Latina un camino distinto del estereotipado de Moscú.
México, a donde llegó el mismo día en que los periódicos publicaban la noticia del suicidio de Hemingway, fue un destino que le permitió sobrevivir gracias a sus colaboraciones en las revistas de Gustavo Alatriste. Ya se había casado con Mercedes Barcha y tenía dos hijos cuando, en 1965, decidió abandonar todo para dedicarse a escribir “Cien años de soledad”, agotando todos sus ahorros durante los años en que tardó en terminarla, en 1967, hasta el punto de no tener dinero para pagar el envío por correo de los originales a la Editorial Sudamericana de Argentina. El éxito inmediato de la novela y su impacto en todo el mundo gracias a las traducciones gestionadas por Carmen Balcells, lo situaron en la primera línea de la literatura contemporánea. La biografía de Dasso Saldívar termina con el viaje de García Márquez a Barcelona para instalarse en esta ciudad con su familia.
Toda una vida
La biografía más completa de García Márquez es “Gabriel García Márquez. Una vida” (Debate), del escritor británico Gerald Martin. Y no sólo porque abarca la práctica totalidad de su vida (termina en 2007, año a partir del cual el escritor ya no aportó nada más a su vida y a su obra) sino también por la exhaustiva cantidad de fuentes documentales que maneja (libros, ensayos, cartas, artículos…) y sobre todo, en la tradición de los grandes biógrafos británicos, por el gran número de entrevistas a personas relacionadas con los entornos familiar, profesional, literario, político, etc. que aporta. Martin hace un análisis profundo de cada una de las obras de García Márquez (arriesgando lecturas políticas y hasta sicoanalíticas) y va relacionando los acontecimientos biográficos del escritor con los contenidos de sus obras literarias y periodísticas.
A pesar de que no hay grandes novedades en relación con el contenido de las biografías comentadas, sí hay que destacar dos hechos que las anteriores no habían tratado. Uno es el de las tensas relaciones del escritor con su padre, que duraron hasta prácticamente los últimos años de la vida del progenitor. Gabriel Eligio Márquez siempre se había opuesto a la carrera literaria de su hijo (“¡comerás papel!”, fue la frase con la que recibió su decisión de dedicarse a escribir), a quien descalificaba como cuentista diciendo que sólo era un embustero, y mantuvo con él una actitud de desaprobación que duró hasta el momento en que alcanzó el éxito internacional con “Cien años de soledad”. Y siempre reprochó al hijo que en sus declaraciones dijera que había sido telegrafista de Aracataca y no destacase su dedicación a la farmacia y la homeopatía.
El otro acontecimiento biográfico de García Márquez que no recoge ninguna de sus anteriores biografías, y que aquí se trata con adecuada profundidad, es el de su relación sentimental con Tachia, su amor de París, actriz y antigua amante del poeta Blas de Otero, a quien un aborto involuntario impidió tener un hijo del escritor colombiano (hay apenas una alusión velada, sin citar nombres, en la biografía que introduce Vargas Llosa en su “Historia de un deicidio”). Cuando a García Márquez se le preguntaba sobre este tema decía que había en toda persona tres vidas, la pública, la privada y la secreta, y que él nunca hablaba de su vida secreta. Sin embargo, García Márquez nunca olvidó a Tachia (a ella le dedica la edición francesa de “El amor en los tiempos del cólera”), con la que volvió a encontrarse en varias ocasiones y a la que coló como fotógrafa en la ceremonia de la entrega del Nobel. La narración “El rastro de tu sangre en la nieve” no es sino la historia de Tachia, y Tachia es también la Amaranta Úrsula de “Cien años de soledad”.
Después de europa
Allí donde Dasso Saldívar termina su “Viaje a la semilla”, Gerald Martin comienza la tercera parte de esta biografía. En Barcelona vivió García Márquez algunos de los años que le marcaron con más fuerza y también algunas de las controversias con sus coetáneos de Boom a causa, sobre todo, de su apoyo al régimen de Fidel Castro. Los acontecimientos de este periodo obligaban a tomar partido. El golpe militar contra Allende, la revolución de los claveles en Portugal, la independencia de Angola, la deriva del castrismo, la revolución sandinista… provocaban frecuentes choques dialécticos entre escritores, intelectuales y artistas, que en ocasiones terminaban con enfrentamientos entre ellos. La estrecha amistad entre García Márquez y Vargas Llosa no terminó a causa de sus diferentes posicionamientos políticos sino con un puñetazo que el peruano asestó a Gabo por motivos que nunca ninguno de ellos quiso explicar. Una extraña forma de terminar porque para García Márquez la amistad era uno de los valores más apreciados, como se pone de manifiesto en esta biografía, desde Álvaro Mutis a Fidel Castro, de Álvaro Cepeda a Carlos Fuentes, de Plinio Apuleyo Mendoza a Torrijos.
En esta obra se analiza también la fascinación de García Márquez por el poder y sus derivaciones, que el escritor pone de manifiesto en obras como “El otoño del patriarca” o “El general en su laberinto”. A raíz de la concesión del premio Nobel de Literatura, la vida de García Márquez sufre una aceleración que se manifiesta en múltiples actividades políticas, sociales, profesionales… siempre al servicio de su ideología y de sus proyectos periodísticos y cinematográficos. Aún así, su obra literaria no decae, como demuestran “El amor en los tiempos del cólera” y “Del amor y otros demonios”.
Al filo del nuevo siglo, la presencia de la muerte se le manifiesta a través del diagnóstico de un linfoma cuyo tratamiento provoca la pérdida de algunas de sus capacidades. La novela “Memorias de mis putas tristes” fue su último grito de impotencia ante el destino.