Se publican en dos volúmenes todos sus “Pequeños tratados”
En la década de 1980 Pascal Quignard (Verneuil-sur-Avre, 1948) era ya un personaje respetado y muy popular en el panorama de la cultura francesa del siglo XX. Había publicado varios ensayos y una novela, “El lector” (1976), una de las cumbres de la literatura francesa del último cuarto del siglo XX.
Su pasión por la música (era un violonchelista y organista muy apreciado) y sus investigaciones en este campo le llevaron a fundar el Festival de Ópera de Versalles y a escribir el guión de la película “Todas las mañanas del mundo” (la banda sonora es de Jordi Savall), un film que con los años se ha convertido en una verdadera obra de culto.
Había sido alumno de Lévinas y Lyotard en la Universidad de Nanterre y vivió como estudiante la revolución del mayo del 68 al lado de su compañero de curso Daniel Cohn-Bendit, con quien había leído a Derrida, Lacan y Foucault. En 1994 decidió retirarse de sus cargos en la editorial Galimard y en el Festival de Versalles para dedicar todo su tiempo a escribir. Y efectivamente, desde entonces es uno de los más prolíficos autores franceses (algún año ha publicado hasta cinco títulos), galardonado con los prestigiosos premios Goncourt en 2002 y el André Gide el año pasado.
En 1977 ya se había retirado parcialmente para escribir lo que dijo que sería la gran obra de su vida, y en 1980 reapareció anunciando la inminente publicación de los siete tomos que ocupaban aquel trabajo. Sin embargo tuvo muchas dificultades para encontrar un editor y hasta 1991 no llegaron a publicarse íntegramente. Aquella obra, “Pequeños tratados”, llega ahora a nuestro país de mano de la Editorial Sexto Piso, que la publica completa en una caja de dos volúmenes.
Una obra sin género
No es raro que en principio nadie se atreviese a publicar una obra inclasificable, sin estructura, de contenidos versátiles de difícil comprensión para el lector medio, de sintaxis complicada, llena de reflexiones sobre los aspectos filosóficos y culturales más diversos, de una desbordante erudición y que a veces se parece a un tratado sobre las lenguas y los libros y otras a una sucesión de pensamientos entre la greguería, el aforismo, la improvisación y la ironía (“espero ser leído en 1640”). El mismo autor los define como “argumentos desgarrados, contradicciones, aporías, vestigios…”.
Dice Pascal Quignard en uno de estos tratados que quien lee o escribe debe arrojarse a los libros a cuerpo descubierto. Por eso, lo mejor para gozar de la escritura de Quignard es dejarse envolver por su prosa, dejarse llevar por el torbellino de metáforas, alusiones, epifanías, curiosidades, pequeños relatos y fragmentos (reales y de ficción) y agudas reflexiones que son estos tratados; navegar en medio del viento envolvente formado por las palabras de unos textos insólitos a veces sorprendentes, otras contradictorios y siempre fascinantes, plagados de una erudición que recorre la historia de la cultura desde sus orígenes, y de citas que reflexionan sobre el tiempo y la vida (“toda cita es una etopeya: hace hablar al ausente”). Como Borges, Quignard se siente más lector que escritor, aunque afirma que ambos son caras de una misma moneda porque uno y otro están fascinados por el silencio y la soledad, que son propios de la lectura y de la escritura.
Estos “Pequeños tratados” son una verdadera invitación a la lectura porque, como dice Quignard, “el libro es un pedazo de silencio en manos del lector… bajo la forma de libro la palabra entra en contacto con el silencio”. Y también un canto a la vida porque “ninguna divinidad se complace con mi impotencia y mi pena”.