Aquel verano de hace 50 años, yo era un adolescente que vivía en un apartado lugar de Extremadura (España). No había prácticamente nada de turismo por aquellos lugares. Todo era muy primitivo. La dictadura de Franco seguía en pie como si la guerra civil acabara de terminar.
Nuestros pueblos eran como reservas indias rodeadas por altaneros rostros pálidos. Los escenarios del salvaje Oeste y de la ciudad-sin-ley, que veíamos en el cine, eran perfectamente comprensibles para quienes utilizábamos caballos y mulos para subir al monte, para quienes veíamos con frecuencia armas de caza (o las de la Guardia Civil) y teníamos presentes los efectos de la guerra civil, aunque no la hubiéramos conocido personalmente. En mi pueblo, había un calabozo público con ventana de rejas abierta a la plaza. Todo eso y las relaciones sociales sugerían violencia más o menos subyacente. Casi no había televisores en las casas (sólo unos pocos) y contábamos las ocasiones en que mirábamos la tele en dos o tres bares.
De esa reserva india (de represión y mano de obra barata) se estaba marchando mucha gente. Antes, otros se habían marchado (huido) hacia el exilio para sobrevivir. Pero en la calle de nuestra tribu, el exilio era sólo un duro silencio. En lo que podíamos percibir los más jóvenes, la emigración masiva era el fenómeno dominante de nuestro pequeño mundo. Entre los adolescentes que quedábamos allí, contábamos las veces que habíamos ido a algún otro lugar. Madrid quedaba como en otro mundo.
Mi padre había vivido la crisis de los misiles (1961) en Alemania como un inmigrante más. Entonces, la radio daba también -cada día- noticias de Argelia. «Ha estallado una bomba de plástico (sic) en un café de Argel», decían. Los atentados de Argel resonaban en locutores con voces empaquetadas por una manera de hablar y un acento que estaban muy lejos de nuestra habla diaria.
Aquello duró años. En aquel tiempo, Vietnam era mucho más que una memoria fílmica y literaria. Después, vino París y mayo del 1968. Fue más cercano porque nuestros parientes nos contaron cosas de su experiencia directa; los mismos parientes que nos empezaron a enseñar a hablar francés o que nos ilustraban con su (escaso) manejo del alemán. En lo que pude saber entonces, me encantaban los estudiantes parisinos, aunque también los fragmentos que me llegaban de los discursos de Charles De Gaulle. Más tarde lo reescucharía entero y sin doblajes empaquetados : «La réforme, oui, la chienlit, non». Era un mundo que empezaba a ser bellamente caótico. A pesar de todo, de aquella lejanía geográfica y material, creo que algunos vivimos 1968 de manera intensa.
1968 también fue Praga
También de la invasión de Checoslovaquia. El 20 de agosto de 2018 se cumplen cincuenta años. Las imágenes de civiles desarmados frente a los tanques soviéticos y del Pacto de Varsovia se explicaban por sí mismas, aunque no escucháramos a los locutores de voces empequetadas.
Recuerdo que empecé a leer crónicas del ABC y del diario HOY que había en los bares, adonde acompañábamos a los adultos que bebían y jugaban a las cartas. El anticomunismo oficial y editorializado no podía ocultar que otros comunistas habían puesto en marcha reformas que parecían liberadoras para los checos y eslovacos…Y para la paz, contra los bloques, contra el telón de acero, por la libertad de expresión. Había una demanda colectiva de mayor democracia en el Este, pero también en el Oeste. Eso estaba claro.
No puedo estar seguro de que llegara a saber entonces que los partidos comunistas oficiales de Francia, Italia y España (en la clandestinidad, en las cárceles, en el exilio) condenaron la acción del Pacto de Varsovia. Sorprende aún que no fuera el caso del Partido Comunista Portugués, que lideraba el histórico Álvaro Cunhal desde el exilio.
En otros casos, como en lo que se refiere a la llamada diplomacia occidental, predominaron la hipocresía diplomática y la impotencia. Ambas eran una derivación del respeto al pacto de hierro que había dividido Europa en bloques. El telón de acero tenía acuerdos subyacentes que nadie estaba dispuesto a romper.
Al fin y al cabo, los soviéticos habían invadido Checoslovaquia, pero no habían bombardeado sus pueblos con napalm como hacían los estadounidenses –entonces, a diario- en Vietnam. Tampoco Washington manejaba los asuntos de su patio trasero (América Latina) de modo muy distinto a como gestionaba el Kremlin las disidencias de su zona de influencia. Si un diplomático norteamericano decía ‘Praga’, el soviético podía responder ‘Santo Domingo’ o ‘Nicaragua’
La argumentación soviética y de los comunistas fieles a la ortodoxia de Moscú se refería a una intervención «a favor de nuestros hermanos y camaradas», a petición de éstos y para contrarrestar la subversión impulsada por los servicios secretos occidentales y los «elementos antisociales» que habían obtenido el poder en Praga. La invasión generó la disidencia rumana en el Este, también la salida de Albania del Pacto de Varsovia. Otras críticas quedaron menos visibles durante algún tiempo -aunque existieran- en Polonia y la RDA. La OTAN mantuvo sus pactos subterráneos con el otro bloque. Nadie acudió en ayuda del valeroso Alexander Dubček y de los demás dirigentes comunistas checos y eslovacos.
Desde mi apartada tribu, mi simpatía por ellos fue instintiva y un acicate ideológico que me ayudó a cultivar una cultura propia de las izquierdas disidentes. Con todos los matices que se quiera, estaba claro que no todo los soviéticos eran comunistas. Descubrimos entonces un término que luego se ha utilizado para muchas otras represiones, de signo muy variado : empezó la «normalización» de Checoslovaquia con el apoyo de dirigentes títeres. Nos quedó un rastro de amargura para siempre. Uno de los primeros, de los que dejan más huella.
Aquella madrugada del 20 de agosto
Todo empezó hacia las once de la noche del 20 de agosto, cuando tropas de cinco países del Pacto de Varsovia (URSS, Bulgaria, Polonia, Hungría y República Democrática Alemana) traspasaron las fronteras. Eran unos dos mil blindados y unos 200 000 soldados aturdidos que no entendían por qué había que aplastar aquel país ‘hermano’. Eso quedó patente en los primeros momentos de la invasión, por el modo en el que los pobres checos intentaban razonar con quienes estaban a bordo de los blindados.
Meses más tarde, no todas las protestas se habían extinguido. Quienes pudieron se marcharon del país. Otros quedaron como símbolo de la disidencia. Recuerdo la imagen de Jan Palach, quien se inmoló (en enero de 1969) quemándose a lo bonzo, como hacían otros en Vietnam contra la intervención estadounidense allí. La doctora Jaroslava Moserová, quien fue la primera en atender las quemaduras de Palach, escribió después lo siguiente:
«No lo hizo tanto para oponerse a la ocupación soviética, como para protestar contra la creciente desmoralización social en la que se adentraban muchos. Quiso detener esa desmoralización. Percibía que la gente, la multitud que caminaba por las calles, estaba en silencio, con rostro y mirada tristes. Al mirarlos, podíamos darnos cuenta de que una mayoría de gente decente estaba pactando ya. Había un compromiso tácito para seguir viviendo».
En 1976, pude hacer –aún muy joven- un viaje solitario a Praga, cuando el telón de acero era muy férreo y la memoria de la invasión estaba aún cercana. España salía de Franco y no tenía relaciones diplomáticas con Checoslovaquia. Sólo estuve tres días, con el pretexto de estudiar la ciudad de Kafka. Hoy me parece sorprendente recordar el carácter certero de la mirada social del autoinmolado Jan Palach. La calle praguense era un conjunto de miradas tristes. La ciudad era muy gris, muy alejada de la Praga turística actual.
Medio siglo después recuerdo las imágenes de resistencia pacífica ante la agresión militar. El ‘socialismo de rostro humano’ de Alexander Dubček no pudo ser. La represión fue larga y silenciosa contra una mayoría de los 14 millones de checos y eslovacos (hoy separados en dos estados distintos de la UE). Un final de verano muy amargo para ellos y para Europa.
Dicen que en el momento en el que los tanques pasaron la frontera, la radiotelevisión estatal transmitía una película (‘El río del encanto’) sobre un anciano que recuperaba su juventud perdida. Su realizador, Václav Krška, murió un año y tres meses después de la invasión.
Y hasta hoy no leo un balance de las víctimas mortales de la invasión: 50 muertos en las primeras horas. En total, 137 personas fueron víctimas de la acción del Pacto de Varsovia -en toda Checoslovaquia- entre el 21 de agosto y el 31 de diciembre de 1968, según el historiador Libor Svoboda.
Entre los grupos de manifestantes movilizados contra la invasión, una quincena de jóvenes murió intentando defender la radio pública y la libertad de sus periodistas. La radio se había convertido en un símbolo porque mantuvo su línea de los últimos meses, cuando Praga estaba ya ocupada y los primeros muertos en las calles. Hubo algunos cócteles molotov y algún tanque explotó incendiando un edificio cercano. Varios murieron por atropellos de los blindados y de los camiones militares. Otros, por balas de soldados del Pacto de Varsovia.
La ocupación duró más de veinte años. Los historiadores locales cifran sus víctimas mortales en más de 400 personas. El último soldado soviético salió de territorio checo en 1991, dos años después de la «Revolución de Terciopelo» de Václav Havel, en 1989.
De regreso a mi territorio tribal, la memoria adolescente revive en mí aquella historia europea. Sus lecciones no deberían olvidarse a la ligera. Ni en la Europa oriental, ni tampoco en la occidental.