En mi infancia de posguerra franquista –cuando en Madrid nevaba con ganas, íbamos a la tienda de ultramarinos con la cartilla de racionamiento y coleccionábamos los cromos de Nestlé- supe y leí del caso de la adolescente judía Anna Frank, escondida de los nazis en un altillo de la vivienda donde incansablemente escribió un diario que ha estremecido después en la literatura, el teatro y el cine.
Pero nunca me contaron nada de los muchos “topos” que permanecían escondidos de los falangistas y franquistas en altillos y dobles paredes de viviendas, en pueblos y ciudades de la España del seiscientos y los planes de desarrollo. Tipos que pasaron diez, veinte y hasta treinta años en la oscuridad de sus madrigueras espiando tras el visillo de las ventanas la vida cambiante de los otros, mientras las familias mantenían el tipo negándolos ante las autoridades.
Muchos años después, tuve la suerte de conocer a Ricardo Muñoz Suay, intelectual y cineasta, quien siendo miembro del comité de las Juventudes Socialistas Unificadas fue detenido por los facciosos en plena guerra civil; evadido, vivió durante seis años oculto en un escondite del domicilio familiar, hasta que le detuvieron en 1945 y pasó cuatro años en una cárcel franquista.
También supe de estas historias leyendo a Jesús Torbado y Manu Leguineche, dos grandes del periodismo de mi generación lamentablemente fallecidos siempre antes de tiempo, quienes nos legaron un libro estremecedor titulado precisamente “Los topos”: historias de “escondidos” cuya vida fue pasando mientras permanecían ocultos en un zulo casero.
Algunos salieron cuando estaban volviéndose locos de soledad, otros esperaron a la amnistía del ministro Fraga Iribarne en 1969, como el Higinio de la película “La trinchera infinita”, del trío de realizadores vascos Aitor Arregui, Jon Garaño y José María Goenaga (“Handia”, “Loreak”), ganadora de seis premios en la reciente edición del Festival de San Sebastián, entre ellos la Concha de Plata a la Mejor Dirección, el premio del jurado al Mejor Guión y el de la Fipresci (Federación internacional de prensa cinematográfica) a la Mejor Película.
“La trinchera infinita” es una ficción pero en absoluto se trata de una fantasía. Protagonizada con excelencia por Antonio de la Torre y Belén Cuesta, es la historia de guerra, amor y miedo de una pareja. Higinio y Rosa llevan pocos meses casados en un pueblo andaluz cuando estalla la guerra civil, y la vida de él –antiguo concejal republicano- pasa a estar seriamente amenazada. Tras escapar a una ejecución sumaria, con ayuda de su mujer decide utilizar un agujero cavado en su casa como escondite provisional. El miedo a las posibles represalias, así como el amor que sienten el uno por el otro, les condena a un encierro que se prolongó durante más de treinta años. Mientras el marido permanece acosado y encerrado la mujer, humillada y violada por los fascistas, le cuida, sobrevive a base de pequeños arreglos de costura y hasta tiene un hijo, que disfraza de sobrino.
Excelentemente realizada y magistralmente interpretada por la pareja protagonista, “La trinchera infinita” es una lección de historia, de la historia reciente que niega todo el arco de la derecha política; mientras asistimos al terror continuado y los escasos momentos de felicidad de la pareja Higinio y Rosa vamos conociendo los avances y el progreso del país en dictadura.
Y, evidentemente, es una impagable lección de memoria. Las últimas generaciones de españoles, que no deberían perdérsela, ni siquiera son capaces de imaginar que historias como ésta hayan tenido lugar en la realidad más cruel y cercana.