Marruecos es un país apasionante y diverso; recorrerlo a través de las fotografías de Gerardo Piña-Rosales es una experiencia singular.
Piña Rosales es escritor, fotógrafo, profesor y fue desde 2008 a 2018 director de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE). Nació en La Línea de la Concepción (Cádiz), vivió en Málaga y en 1955 emigró a Tánger (Marruecos), donde residió hasta 1973, año en que se radicó en Nueva York, donde ha vivido hasta hoy.
Se doctoró en Lengua y Literatura española por el Centro de Estudios Graduados de CUNY. Durante más de treinta años fue profesor en la City University of New York (Lehman College, Graduate Center), en St. John´s University y en Teachers College de la Universidad de Columbia.
Ha publicado numerosos libros como novelista, ensayista y editor. Entre sus libros de crítica literaria cabe destacar: La obra narrativa de S. Serrano Poncela (1999), Presencia hispana en los Estados Unidos (2003) coed., Hispanos en los Estados Unidos: Tercer pilar de la hispanidad (2004), coed., Escritores españoles en los Estados Unidos (2007).
Entre sus novelas destacamos: Desde esta cámara oscura (2006), Los amores y desamores de Camila Candelaria (2014); y entre sus cuentos, El secreto de Artemisia y otras historias (2016). Actualmente trabaja en una novela que transcurre en gran parte en Marruecos.
Sus fotos han aparecido en publicaciones y libros a ambas orillas del Atlántico. En ocasiones, ha utilizado sus propias fotografías como elementos dialogantes de sus textos de ficción.
Gerardo vivió muchos años en Marruecos y posteriormente visitó a menudo el país, le pedimos que nos lleve en un viaje fotográfico por aquellas tierras del Magreb, dándonos su visión del paisaje, de sus gentes, de sus ciudades y pueblos.
Adriana Bianco: Yo fui a Marruecos llevada por comentarios que me hiciera el pintor chileno Claudio Bravo quien vivió en el país. Entonces comprendí el hechizo de los pintores orientalistas, de Delacroix y de Matisse. Tú viviste y también quedaste hechizado. ¿Cómo fue esa experiencia cuando llegaste a Tánger en la década de los años cincuenta? ¿Cómo era la comunidad española en ese momento?
Gerardo Piña-Rosales: Tánger, como la mayoría de las ciudades marroquíes de entonces, estaba dividida –por así decir– en los barrios marroquíes, moros (así los llamábamos, sin connotación peyorativa alguna) y la zona europea. En aquellos años todavía se recordaba con nostalgia al Tánger Internacional (la Interzone, de Burroughs). Nosotros llegamos cuando Marruecos acababa de conseguir por fin la independencia de los países que se lo habían repartido en el eufemísticamente llamado Protectorado: España en el Norte, con Tetuán como capital, y Francia en el Sur, con Rabat como capital. Yo era muy chico, pero recuerdo, recién llegados, ir de la mano de mi madre por el Zoco Chico, y oír los gritos jubilosos de la gente aclamando al rey, a Mohammed quinto. Meses después, desde los hombros de mi padre, vi pasar con su séquito al sultán. Lástima que muriera al poco tiempo. Mohammed V era muy querido por el pueblo.
La comunidad española en Tánger, la más numerosa de las europeas, estaba compuesta por familias en su mayoría de clase media. Había una especie de burguesía muy vinculada con la política, los negocios, etc. Abundaban los republicanos refugiados de la Guerra Civil, pero también había franquistas. Pero lo increíble de todo es que durante varios años, exceptuando el lustro en que la ciudad fue ocupada por España después de la guerra, convivieron en Tánger gentes de tendencias políticas distintas, de razas distintas, de diferentes credos, de lenguas diversas. Yo me crié con amigos españoles, judíos sefarditas, marroquíes (menos, esa es la verdad), en una ciudad babélica y decadente. Entre ese mundo fascinante de la Medina y el del Boulevard de París o la calle México donde vivíamos se abría un abismo. Por un lado, yo me movía en un ambiente muy español, bastante conservador, pero por otro, con mis amigos, me perdía en el laberinto de la medina, en la vorágine de los zocos, con la música de los Rolling Stones y los Juyukas.
He considerado siempre una suerte, un privilegio, haber vivido en Tánger todos esos años. Y cuando digo Tánger, digo todo su entorno, de excepcional belleza: la bahía, abrazada por el puerto y el cabo de Malabata, en el Mediterráneo; y en Atlántico, las Grutas de Hércules, el faro del cabo Espartel y las ruinas romanas de Cotta.
AB: Marruecos es un país de una geografía variada: el Mediterráneo, el Atlántico, las montañas del Atlas, el desierto y luego sus míticas ciudades. ¿Qué impresión te dejó el Atlas?
GPR: Por los años sesenta yo solía ir con mi padre y sus amigos de cacería de jabalíes, la mayoría españoles, aunque también venían algunos franceses e ingleses de Gibraltar. Cazábamos por las montañas del Rif. Era aquel un paisaje, agreste, de profundos barrancos, desfiladeros, y bosques de pinos y cedros. La noche la pasábamos en alguna cabila. Al día siguiente, los cazadores se dirigían a sus puestos, y yo, que solo tenía una escopeta de catorce milímetros me contentaba con merodear por aquellos parajes. Jamás olvidaré aquel aroma de los pinos, los riachuelos de aguas cristalinas. Pero también la gente, aquellos bereberes de rostros curtidos, con sus harapientas chilabas de lana color castaño y sus babuchas amarillas. Los cabileños se pasaban el día batiendo con sus perros aquella jara feraz, y todo por una lata de sardina, un pan y unos pocos francos. Aquella gente vivía en un pobreza atroz.
En mi último viaje, en 2019, recorrí, con mis hijas, desde Xauen hacia Merzouga todo el Atlas. Hice cientos de fotografías, y todas desde un vehículo en marcha. A medida que nos acercábamos al Sáhara, la arena parecía invadirlo todo. Un paisaje de dunas, bajo un sol calcinante y camellos. El cielo, de un azul purísimo –el cielo protector de Bowles—, me deslumbraba no tanto por su belleza como por su vastedad. De noche, el viajero se enfrenta al misterio de un silencio sideral, interrumpido a veces por los aullidos de los chacales.
AB: Hablemos de Marrakesh, que hoy se ha convertido en un gran centro turístico, con sus zocos y sus palacios almenados, de piedra roja.
GPR: En mi juventud visité la ciudad en varias ocasiones. Me pasaba el día en la Plaza Jemaa-el-Fná, haciendo fotos a diestro y siniestro: adivinos, comefuegos, contadores de historias, saltimbanquis, encantadores de serpientes, con un fondo de darboukas y raitas estridentes, los puestos de merguez, de harira, de chubarkía. Hace un par de años volví a Marrakech, y volví a la Jemaa-el-Fná. El ambiente bullicioso y festivo era el mismo, pero ahora cada vez que me llevaba la cámara a la cara para hacer una foto, enseguida me asaltaba en un tono agresivo, la misma cantilena: money, money, money.
AB: La ciudad de Fez, fundada en el siglo octavo por Idris, al margen del río Fez, creo que tiene una de las mezquitas más antiguas del África. Cuando visité la ciudad, recuerdo las curtiembres de piel y esas calles tortuosas….
GPR: Para mí la ciudad más interesante de Marruecos es Fez, la capital espiritual del país, con sus cientos de mezquitas, algunas tan emblemáticas como la Qarouiyyín. Juan Goytisolo tenía razón: hay que perderse en el laberinto de la medina de Fez. El viajero ha de olvidar las balizas orientadoras de su cultura, de su lengua, de su identidad, para acceder a un mundo donde el tiempo parece haberse detenido. Y de pronto, se oye voz del almuédano llamando a oración.
AB: Otra ciudad fascinante es Casablanca. Posiblemente por la famosa película, que por cierto no se filmó allí sino en Hollywood, ¿no?
GPR: Sí, así es. Casablanca, en la década de los años cincuenta, era un puerto muy importante sobre el Atlántico. Hoy es la capital económica del país, con todo lo bueno y malo que eso conlleva. Yo recuerdo haber visitado Casablanca cuando todavía existía la aduana entre los dos protectorados. Después volví muchas veces, porque mi padre tenía negocios allí. La verdad es que aunque tiene sus encantos, la ciudad nunca me ha llamado mucho la atención. Demasiado europea para mi gusto, en el contexto en que estamos, claro está. Prefiero Rabat, hoy la capital. Una de las últimas veces que estuve en Rabat fue a invitación de la Universidad Mohammed V para dar unas conferencias sobre las relaciones hispano-marroquíes. Hay rincones en Rabat donde el viajero se siente en Granada o en Sevilla. Y no en vano allí vivieron muchos de los moriscos que habían sido expulsados de España, siempre tan benévola con sus hijos. Desde Rabat se ve el puerto de Salé, que fue un enclave de piratería durante varios siglos.
AB: Conociste al músico y escritor americano Paul Bowles, radicado en Tánger. Yo soy una gran admiradora de sus novelas y cuentos. Y, claro, de la película The Sheltering Sky, de Bertolucci, basada en una novela de Bowles.
GPR: A Paul Bowles lo conocí en enero de 1987, en una de mis visitas al país.
Bowles, como él mismo cuenta en su autobiografía, Whitout Stopping, se radicó en Tánger definitivamente en 1947. Yo había intercambiado algunas cartas con él, antes de conocerlo personalmente. Era un hombre un tanto distante, pero de una exquisita cortesía. Hablamos de literatura, de fotografía, de música. Durante los años cuarenta Tánger era internacional. La vida allí era barata, plácida; una ciudad hecha a la medida del hombre. Y se respiraba una gran libertad en todos los sentidos. A Bowles se le ha criticado que a pesar de vivir allí tantos años siguiera siendo americano. No sé qué querían que fuese. Pero Bowles hablaba el árabe dialectal –la dariya–, había recorrido el Sáhara cuando hacerlo entonces era una peligrosa aventura, había viajado por el Atlas recogiendo la música bereber. Amaba Marruecos y a los marroquíes.
AB: Actualmente, creo que en Marruecos convive la cultura musulmana con la europea, sin demasiado conflicto…
GPR: Sí, en mi último viaje pude comprobar que muchas cosas habían cambiado en Marruecos. Muchas, para bien. Por ejemplo, visitando las ruinas romanas de Volubilis, vi familias marroquíes, de clase media, haciendo turismo cultural.
AB: Qué te interesa más de Marruecos como fotógrafo?
GPR: La luz, la luz tan diáfana. Otro aspecto que sigue cautivándome es el azul del mar, ese azul transparente que cautivó a Matisse y a Delacroix. Y siempre me emociona llegar a un lugar como el Faro del cabo Espartel, en el Estrecho de Gibraltar, y ver las aguas del Atlántico y del Mediterráneo que se abrazan y confunden. Y tantas otras cosas, pese a que la ciudad se ha convertido en una gran urbe, con nuevas barriadas. De la presencia española poco queda.
Para más fotografías de Marruecos, de Gerardo Piña-Rosales:
BRAVO. Apasionante, el contenido como el relato. Gracias por permitirnos viajar en épocas de pandemia.
Felicitaciones a Gerardo Pina y Adriana Bianco, al primero por las hermosas imagenes –mi favorita, la puerta tan bella como enigmatica– y a Adriana por la inteligente entrevista. Ambos nos acercan a otra geografia y culturas muy diversas y nos invitan a contemplarla con una nueva mirada.