En varias ocasiones, sin habérmelo propuesto, he tenido que escribir una segunda parte de un artículo, dado que este ha generado opiniones diversas, lo cual impone la obligación de volver sobre el asunto, sin ánimos de polemizar, sino con la intención de ahondar en el caso y de ratificar la posición original.
El de hoy es la continuación de un comentario respecto de la palabra presidenta, publicado la semana pasada, cuando, sin temor a equivocarme y sabiendo que habría reacciones en contra, dije que esa es la forma adecuada para referirse a la mujer cuya función es presidir.
Pese a que es un asunto que desde hace mucho tiempo ha quedado resuelto, muchas también son las personas que aún no lo admiten, y en tal sentido se basan en el hecho de que el sufijo ‘ente’ no es de género masculino ni femenino, y se refiere a la persona que ejerce la presidencia de algo, sin importar el sexo o género, tal como lo expresó José María Lujan Morillo en este medio de comunicación, quien fue uno de los que dio una opinión diferente de la que emití el sábado pasado, y a quien le agradezco la gentileza de haberme mencionado en su publicación.
Se ha hecho frecuente en las redes sociales, lo digo una vez más, la aparición de una especie de cátedra con la que se pretende dejar claro que es improcedente, inadecuado e incorrecto decir que, por ejemplo, «la presidenta de la Junta de Condominio convocó a una asamblea de propietarios», pues como lo sostiene Lujan Morillo, el sufijo ente es genérico. Nunca he dicho que el argumento que se muestra en el aludido contenido esté equivocado, dado que, a todas luces, evidencia que quien lo concibió, maneja con relativa facilidad el tema gramatical y lingüístico; pero sostengo está fuera de contexto, obsoleto e inadecuado para la realidad actual, y eso es otra cosa.
¿Por qué considero que está fuera de contexto, obsoleto y es inadecuado para la realidad actual? ¡Bueno, porque sencillamente la dinámica del momento impone que a las damas debe dárseles el trato que se merecen, que en el pasado y aún en el presente ha sido y es discriminatorio. No es un asunto de política gubernamental de un Estado, como pudiera pensar la mayoría de los que todavía se resisten a aceptar que la dama que preside es presidenta, sino de trato justo, que desde hace muchísimo los movimientos por la liberación femenina han procurado, en virtud de «nivelar la balanza».
Lo que también es cuestionable en el caso planteado, es que los partidarios de presidente no tienen otro argumento que no sea la misma cantaleta en la que se ha convertido el razonamiento mediante el cual se pretende convencer a tirios y troyanos de la impertinencia e impropiedad de decirle presidenta a alguien cuya feminidad no deja lugar a dudas. Repito: ese criterio no está equivocado, sino anticuado y por ende, desactualizado, con el perdón de los que aún lo defienden. Es el mismo caso de la abogada, la concejala, la ingeniera, la jueza, la ministra, etc. No veo cuál es el empeño en seguirlas tratando como si tuviesen barba y bigotes.
Pero como no todo es adverso, no debo dejar pasar inadvertido el razonamiento del periodista, escritor y catedrático mexicano Teodoro Rentería Arróyave, quien se mostró partidario de mi opinión respecto de presidenta, además de que aportó un elemento fundamental para disipar cualquier duda al respecto, y es que Rentería Arróyabe señala que la Real Academia Española resolvió el asunto hace muchísimo tiempo, pues lo registró en su diccionario en 1803, por lo cual, sin ánimo de ofender, puedo afirmar que sostener lo contrario, es una terquedad, a juzgar por los ejemplos arbitrarios y aun estólidos a los que algunos opinadores apelan para imponer su criterio.
Al connotado periodista y catedrático de la historia y la geografía le agradezco la deferencia de estimarme como uno de los más reconocidos correctores de estilo de habla castellana. Nunca me había imaginado haberme hecho acreedor de ese calificativo, el cual, lejos de inflarme el ego, me compromete más en esta tarea en la que me he mantenido por más de veinte años, y que, como es lógico, he encontrado seguidores y detractores, siempre convencido de que solo soy un aficionado del buen decir. Afortunadamente, los seguidores son más, y por esa razón trato de no faltar a la cita de los sábados. En este asunto no hay que ahondar más.
Yo soy mujer y me agradan las normas de la lengua, prefiero «La presidente»
Una vez más: ni «presidenta» ni «presidento»; es presidente para ellas y ellos.
Yo no soy experto en filología; estudié Geografía e Historia y soy aficionado a escribir y de ello he aprendido que vale la pena esforzarse para que el rigor acompañe a la belleza y viceversa. Esto es un ideal que convive con el hecho incuestionable de que todas las personas somos usuarias de la lengua y, por lo tanto, todas tenemos el mismo derecho a acertar y a equivocarnos; de hecho, por más normas que dicten las academias de la lengua, en cada región hablamos como hablamos al margen de tales dictados.
¿Por qué se reconoce oficialmente que lo correcto es decir «presidenta» y no presidente si quien ejerce la presidencia es una mujer? Porque, se nos dice, la Academia de nuestra lengua ha de hacerse eco del uso de la lengua y esta jamás es inmutable. Con el advenimiento de la lucha por la igualdad de género, este derecho inalienable ha ido más allá de sí mismo y alcanza también a cómo denominamos la realidad que nos rodea. Es decir, reconocemos que la presidencia de lo que sea la puede ocupar una mujer con la misma naturalidad que un hombre, y también que debemos hacer uso de un lenguaje no sexista, lo cual implica que se incluya el género femenino cuando eso lo que sea, sea susceptible de discriminación por razón de sexo y lo ejerza una mujer; porque si algo ha estado siempre asociado exclusivamente a los varones, hemos recurrido al género masculino para denominarlo, pero ahora, felizmente, se están derrumbando las discriminaciones y este fenómeno afecta a cómo denominamos ciertas funciones que pasan a ser ejercidas también por una mujer, como, verbigracias, la que ejerce la presidencia. Y aquí es donde entra la polémica.
En principio y con carácter dominante, en nuestra lengua, todo lo que es susceptible de incorporar el género (masculino o femenino) si es masculino termina en o y si es femenino lo hace en a. Con la irrupción de la lucha por la igualdad de género se impone también la voluntad de destacar el papel de las mujeres a través del uso de la lengua y se reivindica que toda función que es ejercida por una mujer (género femenino) debe ser reconocido e identificado por un nombre distintivo, ¿cuál?: que dicho término finalice con la letra «a». Ejemplos a cientos. Como las presidencias de prácticamente todas las instituciones eran ocupadas solo por hombres (el presidente), al ejercerlas una mujer se impone que a ella se la llame «la presidenta» y no «la presidente», porque si no estaríamos incurriendo en una falta grave contra la igualdad de trato por razón de género. Es así de simple y simplista: lo femenino (qué curioso, femenino termina en o, como muchas terminaciones de género masculino) ha de terminar en a. La osadía alcanza también a todas las acepciones que son genéricas (masculina y femenina indistintamente), como los sufijos ente, ante o las terminaciones en consonante o letras que no sean la «o». Por ese misma regla boba, deberíamos decir «soeza», «cabala», «criminala», «feliza», «afina»… Y al revés, el varón que practique un deporte sería un «deportisto», tanto si es el «ciclisto» como el «fondisto», etc.
¿A dónde nos lleva todo eso? A la tiranía de la pérdida de diversidad de la lengua, a la dictadura del simplismo y de la uniformidad, tan opuesta a la evolución natural del habla. Y además es absolutamente innecesario porque mediante el artículo se discrimina perfectamente si quien ejerce la presidencia es hombre (el presidente) o mujer (la presidente), si quien juega al tenis es hombre (el tenista) o mujer (la tenista), si quien juzga es hombre (el juez) o mujer (la juez).
No nivelamos balanza alguna por hacer ese uso empobrecedor -o algo peor- de la lengua. Lo hacemos si con nuestros actos nos acercamos a ese ideal. Y claro que también afecta a la lengua, por eso no deberíamos decir que la alcaldía de, por ejemplo mi pueblo, la ejerce «un alcalde», sino «una alcalde», puesto que es mujer quien ostenta la alcaldía. Lo que debemos hacer es evitar que para las mujeres haya barreras que les impidan acceder a cualquier función en igualdad de condiciones que los varones; desde el cuidado de los hijos a las faenas domésticas.
Y, una vez más lo reitero, que los hombres recurramos al genérico femenino si en el foro en el que estemos hay más mujeres que hombres.
José María Luján Murillo
Los debates deben servir para avanzar, y siguiendo un criterio editorial, en este caso no lo hacemos, repetimos los mismos argumentos. Como la RAE no obliga, cualquier persona puede usar el lenguaje según le convenga, y las convenciones sociales pondrán a cada uno en el lugar que le corresponde. En cuanto a los periódicos del grupo Enlace Multimedia, la norma es no faltar al respeto a las personas. Si algún colega quiere denominarse «periodisto», los editores se limitarán a entrecomillarlo, como con cualquier otra palabra que pueda resultar extraña en el habla común, y se supone que la reacción de los lectores será comprensiva.
Esta digresión sucede porque se interpreta la palabra por palabra, de una fidelidad desoladora que induce a pensar que quien se refiere a la mujer como presidente no consiguió adecuarse a la evolución de la plena igualdad, ámbito en el cual deben primar las diferencias para denotar la pertenencia independiente a cada genero.
Esto también sucede frecuentemente en la justicia; se interpreta la ley palabra por palabra sin dejarlas pasar por el tamiz de la reglas de la interpretación. De esta forma responsable se puede juzgar con equidad y menos atisbo de injusticia.