La cualidad de artista a lo largo de la historia ha pasado por situaciones diferentes, siempre relacionadas con los orígenes de la financiación de sus obras. Quienes pagan el arte determinan qué es lo que ese arte produce y qué representa. Los mecenas, la burguesía, las masas, los organismos públicos y privados, los coleccionistas… han decidido sucesivamente cuál es el arte que triunfa en la sociedad en cada momento histórico.
Durante siglos el arte estuvo por encima del dinero, pero ligado a otras servidumbres. Hasta el Renacimiento perteneció al dominio de la religión. Más tarde la lectura de la Biblia se sustituyó por la de Dostoievski, la música religiosa por el dodecafonismo y los Santos Oficios por el teatro de Ibsen.
El sistema liberó a los artistas de la Iglesia y de los mecenas pero sólo para arrojarlos al mercado. En el siglo veintiuno el artista pasa por un periodo de difícil supervivencia debido a los muchos factores que intervienen en el destino final de una obra de arte.
El crítico norteamericano William Deresiewicz analiza la precaria situación del artista contemporáneo en «La muerte del artista» (Capitán Swing), una obra que revela las condiciones en las que se mueven los creadores en todos los campos y las dificultades para sobrevivir en un mercado competitivo influido por múltiples intereses.
Deresiewicz asegura que el mundo del arte está desarrollando un nuevo paradigma, ligado fundamentalmente al mercado y a la instantaneidad: el público del arte es ahora una cartera de clientes y el éxito de una producción se fija en un periodo cada vez más corto: las ventas de un libro el primer mes, las de un disco los primeros quince días, la recaudación de taquilla la primera semana… que obliga a que el ritmo de producción sea también cada vez más rápido.
Esto significa una verdadera revolución en relación con los paradigmas anteriores, a saber: el artista artesano, el artista financiado por un mecenas, el artista bohemio independiente, el artista al que se le reconoce una especial capacitación.
El tema sobre el que el autor de este libro fija sus análisis es el de la relación actual entre el arte y el dinero. Un dinero que abunda en el mundo del arte pero que no va a parar a los artistas, cuyos ingresos casi nunca dan para llevar una vida decente.
Según las estadísticas, entre las treinta primeras categorías profesionales los artistas ocupan el cuarto puesto empezando por abajo en ingresos medios, por delante sólo de los trabajadores dedicados al cuidado de niños y a la preparación y servicio de alimentos, por detrás incluso de conserjes y criadas. Y eso sin contar las condiciones laborales: no hay salario ni pensión, ni prestación médica, ni baja por enfermedad, ni vacaciones ni fines de semana.
Sin embargo los artistas tienen gastos y pagan impuestos. Ya no existe la idea del arte ajena al dinero, la del bohemio independiente o la del genio solitario. A pesar de las penurias, los artistas perseveran porque su independencia y su realización valen más para ellos que la riqueza, pero este no debiera ser un motivo para no pagarles y sin embargo la industria se aprovecha de esta situación.
La gran mayoría de quienes buscan convertirse en artistas no tienen éxito, que casi siempre llega con fecha de caducidad, y los que ganan dinero con sus obras generalmente obtienen cantidades ínfimas.
Al dinero, además, no le gusta el arte profesional, prefiere el amateur, que es más barato, cuando no gratuito. Al artista se le pide que trabaje a cambio de nada o «para ganar visibilidad», la excusa más repetida. Lo ideal es que trabaje por amor al arte.
A menudo se afirma que si el artista es bueno y trabaja lo suficiente tendrá éxito, pero eso no es cierto, porque factores como los contactos y la suerte son determinantes para tener éxito. Se condiciona el triunfo del artista a un golpe de suerte, algo que no necesitan los médicos o los fontaneros. Se trata de un mito que permite al artista engañarse a sí mismo y culpabilizarse en el caso de no tener éxito, mientras libera al mercado de responsabilidad.
En relación con éste, el artista se siente explotado de múltiples formas, desde el pago insuficiente hasta el robo a través de la piratería y los derechos de autor. Y también de la autoedición, un método por el que, en lugar de invertir en los artistas, la industria cultural les invita a que inviertan en sí mismos, para luego elegir a los triunfadores.
En esta situación se necesita tener, además de talento, una gran fortaleza mental, tenacidad, confianza en sí mismo, autodisciplina y dedicación obsesiva, lo que no todo el mundo es capaz de mantener durante mucho tiempo.
Otro de los temas que se abordan en este ensayo es el de internet que, al obstaculizar la producción profesional fomenta la amateur, y al favorecer la velocidad y la brevedad contribuye a la confusión entre calidad y mediocridad.
Y aunque favorece la divulgación construye una audiencia de productos gratis con la esperanza para los artistas de poder monetarizarlos en el futuro, lo que casi nunca ocurre. También perjudica a la crítica seria, sustituida por alternativas populistas de blogs, hilos de comentarios, índices de audiencia, retuits y Me gusta.
William Deresiewicz estudia aquí casos particulares en los ámbitos de la música, la escritura, las artes plásticas, el cine y la televisión, en relación con la financiación y también con las condiciones impuestas por las plataformas y el streaming, los festivales, las galerías, las ferias de arte y los marchantes.