Roberto Cataldi[1]
El mundo cada tanto sufre episodios que son disruptivos, como nos lo enseña la historia, pero la disrupción actual tiene características inéditas, que en cierta medida superarían a las mayores disrupciones que tuvimos en la Modernidad.
A las grandes amenazas del planeta como el cambio climático de origen antropogénico, subestimado o negado por sus principales responsables, seguido de la contaminación ambiental, se suma el «desorden universal», la «fatiga democrática», el auge de las autocracias, el hastío de las sociedades por el doble discurso de los políticos y, sobre todo, la carencia de bienestar que adjudican en buena parte a las políticas equivocadas y a la corrupción.
En efecto, en todas partes se advierte que el orden político y económico ha defraudo a la gente, y que a su vez resulta visible la reacción provocada por la opresión del orden social y cultural.
Bástenos las abrumadores noticias que denuncian la falta de igualdad, de justicia social, de pleno empleo, de crecimiento económico, de vivienda accesible, de libertad en sus diferentes manifestaciones, entre otras carencias y conflictos que llegan a ser mucho más graves como las guerras, las hambrunas, la esclavitud o los que son forzados a desplazarse, más allá de situaciones dilemáticas que no parecen hallar la salida del laberinto.
Hoy la reacción de las masas se verifica en distintas regiones del planeta, aunque las masas ya no serían definibles como «pueblo» o «comunidad». En efecto, el gobernante dice hablarle al pueblo, pero en realidad lo hace a «su pueblo», a sus seguidores, no a los otros a quienes también tiene el deber de servir por el cargo que ocupa. En los populismos es el maniqueísmo de buenos y malos.
El parlamento debería representar los intereses de la población, la búsqueda del bien común, para eso fueron votados sus representantes, sin embargo suelen anteponer intereses personales o partidarios y se enmarañan en disputas ajenas a las metas de la república. La justicia tampoco genera credibilidad por sus claroscuros y, si los tres poderes del Estado no dan la medida de aquello que la gente legítimamente espera estamos en serios problemas. Hasta los organismos internacionales tienen dificultades con la trasparencia.
Y los derechos humanos están vapuleados por la falta de equidad, e incluso un organismo necesario y considerable como la Corte Penal Internacional (CPI) no es reconocido por los Estados Unidos, Rusia, China, Israel, Arabia Saudí e India, justamente potencias que deberían rendir cuentas ante el mundo acerca de no pocos asuntos… Estos factores son un caldo de cultivo que alimenta las sospechas y la desconfianza en el sistema.
Pues bien, hay varias maneras de reaccionar contra los abusos del poder y la más antigua es la protesta callejera, claro que no está exenta de peligros físicos y manipulaciones. A menudo se dice que el ciudadano tiene el poder de elegir sus representantes a través del voto (en el abanico de ofertas los mejores no están) y, a pesar que en 2024 casi la mitad de la población mundial irá a las urnas, nada hace suponer que el rumbo cambiará.
Desde hace tiempo las redes sociales son una herramienta clave, de trascendencia insospechada. Aquí surge la paradoja del mercado tecnológico, ya que por un lado brinda un soporte al enojo popular, justificado, y por otro comercializa nuestros datos y hasta llega a reformatear nuestras vidas interiores.
Una herramienta que permite hackear conversaciones privadas, subir imágenes íntimas o fotos falsas, videos trastocados, declaraciones fingidas o sacadas de contexto, y una serie de vilezas sin asumir mayores costos, mientras las víctimas expuestas sufren la condena de parte de la sociedad. La inteligencia artificial puede llegar a complejizar mediante algoritmos el panorama cultural, incluso generando inestabilidad política y dando cauce a teorías conspirativas, pero también podría desenmascarar estas infamias.
En el panorama político mundial ya no se divisan estadistas, solo políticos que piensan en sí mismos, en las próximas elecciones o cómo eternizarse en el poder. El futuro a largo plazo no es motivo de preocupación para las dirigencias, que esconden la crisis y el sufrimiento humano, tanto a sí mismos como a los ciudadanos, y este negacionismo despierta la lógica reacción de mucha gente.
El futuro incierto da lugar a diferentes elucubraciones, que incluso fluctúan entre lo apocalíptico y lo existencial. Y en no pocas situaciones advertimos la falta de coherencia, de capacidad analítica, de raciocinio, de prudencia, de sentido común, pues, lo emocional se ha impuesto y no da lugar a la duda, menos a los cuestionamientos.
Es comprensible que la población pretenda gozar de cierto bienestar, con lo que esto significa a nivel físico, mental y emocional. Pero ahora también se busca y promete la felicidad…
El Reino de Bután, territorio escondido detrás del Himalaya y donde predomina el budismo, sería el país más feliz del mundo y allí se mide la FNB (Felicidad Nacional Bruta) cuyo índice resulta más importante que el PBI.
En Occidente los países nórdicos marchan a la cabeza sobre satisfacción de vida y he leído que con inteligencia artificial y minería de datos puede medirse la felicidad. Se dan cursos y talleres sobre felicidad, aparecen en los medios gurúes de este estado anímico, hay retiros espirituales y abunda la literatura de autoayuda. Para algunos la felicidad se consigue con dinero, fama, poder o placer. Aunque a nivel general daría la impresión que el disfrute del consumismo actúa como un sucedáneo de la felicidad y, esto tiene que ver con el manejo del humor social.
De todas maneras, debo confesar que me asaltan algunas dudas. Como ser, por qué los países nórdicos tienen un índice de suicidios por encima de la media mundial…
También muchos dicen ser felices por la satisfacción de haber alcanzado una meta o sentirse optimistas. En mi opinión, dejando fuera la retórica política y los slogans del mercado, no es sencillo definir la felicidad, al igual que el amor, capaz de conducirnos a la felicidad.
Pienso que no se trata de un estado permanente, en todo caso son solo momentos y en tiempo presente. Sin embargo, resulta evidente que los ciudadanos esperan que los políticos hagan algo por mejorarles la calidad de vida y no los apabullen con promesas incumplibles, como la de hacerlos felices.
Quizá tenía razón Albert Camus cuando sostenía que: «Nunca serás feliz si sigues buscando en qué consiste la felicidad». Más allá que una vida sin sentido implica un vacío existencial, y que el sentido sin dudas es una clave de la felicidad.
- Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldi Amatriain (FICA)