Amor y letras & To the wonder: ¿alguien sabe hacia dónde vamos?
Dos películas me han impresionado en la presente temporada por su autenticidad, si no lograda, sí al menos pretendida a fondo hasta el punto de desagradar al que esperara otra cosa, que aquel día en el cine éramos casi todos. Ambas dan la sensación de no estar hechas pensando en el espectador sino que el director ha dicho lo que piensa sobre el caso sin importarle el efecto final. Él levanta acta de lo que ve, o de lo que olfatea en nuestra sociedad, y ahí queda eso. Así están las cosas, esto es lo que pasa y así os lo cuento, tal es el pensamiento que se desprende claro en una y otra.
Las dos son producciones estadounidenses de 2012 estrenadas en España esta primavera, las dos podrían entrar dentro de la categoría de comedias románticas. Ambas tienen mucho de romanticismo, en efecto, pero el tratamiento pesimista de la realidad que ambas comparten las acerca más al drama y, desde luego, el desarrollo de atmósferas y ambientes es completamente diferente, casi opuesto, por eso hablo de ellas juntas.
Amor y letras, distribuida por Avalon, es una película dirigida y protagonizada por Josh Radnor en la que aparece un hombre joven desencantado con su trabajo y con un futuro incierto. Recién despierto, no halla motivo para levantarse, mejor no hablar, mucho menos preguntar al entorno. Esto le lleva a aceptar una invitación sin pensar que ella pueda cambiar su futuro. ¿Lo cambiará? El regreso a su antigua universidad (Chicago) para la cena de jubilación de su profesor favorito abre para él promesas de felicidad futura ya olvidadas que van del escepticismo a la realización… por sorpresa. Todo parece un regalo de los dioses (el campus de cielo despejado con las verdes praderas bajo los pies, los grandes ventanales por los que entra la luz del espíritu a raudales, la primavera que anuncia ya las inminentes vacaciones…), todo promete un nuevo principio que, sin embargo, él rechazará contra todo pronóstico después de haberlo apreciado, en una decisión muy meditada.
El romance con la vida, que se logra sin dificultad, deja un sabor amargo al consumarse por tantos prejuicios como tiene que vencer. No se siente capaz. La solución última es realista, sin concesiones y con una salida que da preferencia a los libros, la buena compañía, la tranquilidad bajo la manta compartida, sobre el amor pasión.
En cuanto a los actores, están geniales sobre todo los más viejos: el tutor cincuentón que se cree acabado porque lo jubilan, la antigua profesora de la que el protagonista tiene tan sublime recuerdo y que ahora es tan fácil de seducir como un pastel envenenado… Todo habla de desencanto y de un mundo caduco que se refugia en sus logros pero que se niega a avanzar. Los sueños de juventud parecen quedar muy lejos, tanto que se ven como ridículos: ¿Te creías que íbamos a pasar la noche abrazados recitando a Woodsworth? -Usted significó para mí lo inefable. ¿Qué le ha pasado, profesora? -La vida- es la respuesta tajante de ella. Respuesta que se corona con un whisky y una carcajada de sepulturero.
Esplendor en la hierba late en toda la cinta, pero aquí las pequeñas tragedias van por libre, nadie va a sufrir hasta perder la razón y es más un consumirse autosuficiente y falso, creyéndose de vuelta de todo. El profe, en el acto de regalar sus camisas hippies al alumno, que a su vez se ve viejo, es para llorar. Viejos para la cátedra con 50, viejos para el amor con treinta y tantos… A todos nos suena esto y no es algo de lo que haya que avergonzarse, ¿o sí?, es lo que pasa, es lo que hay. Como en el tópico medieval de la pugna entre clérigos y caballeros, esta batalla la vencen las letras. Aquí como allí, el anhelo de seguridad vence al impulso de la pasión. Tal vez el autor juega a los tópicos, pero qué duda cabe que del mundo universitario sólo parecen quedar en pie los paisajes que en su día nos fingieron un principio, una esperanza juvenil que, pasado el tiempo, se revela ilusoria de juventud. No por nada Esplendor en la hierba late en toda la cinta. Una caducidad que muchos han experimentado ya antes, por eso miraban tu locura juvenil desde fuera con ojos de sabia ironía. Pero una locura que tienes que experimentar por ti mismo estrellándote; si no, no sirve. ¿Y para eso hemos hecho el viaje a Chicago? Para poder volver a casa, qué duda cabe, y estar ya definitivamente tranquilos.Como en todos los viajes.
To the wonder, distribuida por Vértigo films, es la segunda que quiero comentar. Una película de introspección heladora que, a fuerza de autenticidad, sólo el prestigio bien ganado de su director Terrence Malick salva de la hoguera.
Aquí sí que late con fuerza implacable el «¿A dónde vamos a ir a parar?». Europa y América se disputan el protagonismo de los paisajes que, también en ésta, son estados de ánimo: París y su prolongación romántica para enamorados, la isla de Saint Michel, se oponen a las verdes praderas y espacios abiertos de la América profunda y puritana. Los primeros son todo un idilio para la pareja protagonista cuando está bajo el don divino de la embriaguez y ambos se creen tocados por la gracia. Arropados por esos paisajes y sus mitologías, no necesitan hablar. Simplemente creen sin fisuras que lo suyo va a ser eterno. Ahora bien, el mismo París cuando la separación se impone y la falta de expectativas es el único compañero de viaje, se vuelve un infierno inviable. No hay trabajo para ella, así de claro, lo que hubiera ayudado a sobrevivir a la pareja, pero ya veremos. Ella es de temperamento artístico, pálida, estilizada, con lo cual su figura resulta doblemente patética al chocar con la cruda realidad.
No hay más remedio que dar el salto al otro lado de Océano, lo que debería consagrarlos como pareja, y allá van guiados únicamente por su amor romántico. Pero allí los paisajes abiertos, esos paisajes de luz cegadora que tanto ama el director, volverán más claustrofóbica aún la relación que se fraguó en el anonimato favorecedor de París. Sin anonimato y casi sin intimidad, son juzgados por sus vecinos con compasión, como pecadores. Allí donde todos se conocen y se mimetizan porque sus vidas son ordenadas, trasparentes, y puestas en común como forma de prevenir el pecado, ellos son dos raros a observar. Javier Bardem, muy convincente en su papel de pastor de almas, no puede ayudarlos, tal parece que su soledad repele a todo cuanto les rodea y que se va apartando de ellos, dejándolos a solas en esta relación muerta que pide a gritos ser enterrada. Hasta la hija de ella acaba prefiriendo irse a vivir con su padre, a pesar de que él ya tiene otra familia. Tal es el infierno de los dos amantes trasplantados, cuando los tópicos que se les echan encima aplastanto todo deseo y comunicación. Esa exigencia de formalizar la vida, que ataca de frente la locura romántica, pone en evidencia que éste no era el paisaje adecuado para ese amor. ¿Hubieran sido felices de haber seguido juntos en París, él de camarero y ella con su pensión de divorciada? Se les ve sufrir y todo es inútil, no hay nada en su horizonte que los consuele o de donde puedan sacar ánimos… él está perdido en eso que ya cree una obligación, su responsabilidad con ella y con el fracaso de ambos, y se ve mudo e incapaz de rehacer su vida anterior.
Pero ellos no lo hablan, simplemente no hablan, y es evidente que, muerto el deseo, los gestos y las miradas no suplen ya las palabras.
Algo pasa cuando el cine produce figuras así, cuando los grandes directores se arriesgan a presentarnos estas realidades por muy ficticias que sean, pues las películas son un avance de lo que quizás no percibimos con claridad en nuestro entorno.
Por eso quería tratar estas dos películas a solas, porque ambas me ejemplifican lo que es el signo de nuestro tiempo: el miedo al futuro. ¿Hacia dónde vamos?