El pasado 10 de noviembre, tres días antes de los atentados que conmocionaron a París y al mundo, fallecía en la capital francesa el filósofo André Glucksmann. En algunos de sus últimos ensayos había criticado con acierto los ataques terroristas de Al Qaeda a las Torres Gemelas el 11-S, como en “Dostoievski en Manhattan”, una obra en la que identificaba el terrorismo yihadista con el nihilismo, tomando como referencia a los fanáticos mesiánicos de las novelas de Dostoievski (“¿Qué significa el nihilismo?. Que los valores supremos se desvalorizan. No hay finalidad, no hay respuesta a la cuestión de por qué”).
En “Occidente contra Occidente” apoyó contra corriente (una de sus muchas equivocaciones) la guerra en Irak contra Saddam Hussein: “A partir de ahora –escribía en esta última obra refiriéndose al terrorismo islámico- todos somos pasajeros de un Titanic en potencia, dado que los terroristas se han arrogado ante el mundo el derecho a matar a quien sea”. Lo que está en juego, decía, es la civilización occidental y lo que une a una civilización es aquello que busca destruirla, que hoy no es el enemigo bien definido de las guerras sino “una adversidad polimorfa no menos implacable, evanescente y ubicua”. Su cita favorita era una frase de Mallarmé: “No conozco más bomba que un libro”.
Una vida a la contra
En “Una rabieta infantil” (Taurus), su libro de memorias en forma de ensayo, André Glucksmann (Boulogne-Billancourt, 1937-París, 2015) recuerda su infancia de niño judío durante la ocupación nazi (era hijo de austriacos que se habían refugiado en Francia huyendo de la Gestapo) y hace un recorrido por su itinerario intelectual a través de los acontecimiento que marcaron su pensamiento: la lucha contra el nazismo, el abrazo al comunismo (y su rechazo cuando se conocieron los crímenes de Stalin y los tanques soviéticos invadieron Budapest en 1956), el maoísmo, la revolución del mayo del 68 en París, la caída del muro de Berlín, la guerra de Yugoslavia, los ataques del islamismo radical.
Estudiante en Lyon, fue discípulo de Jean-Paul Sartre, Michel Foucault y Raymond Aron, quien dirigió su tesis doctoral sobre la guerra nuclear. Se inició muy pronto como profesor en el Centro Nacional para la Investigación Científica (CNRS) y en 1968 publicó su primer libro, “El discurso de la guerra”, un ensayo que influyó en los principios pacifistas del mayo francés y le incluyó en el movimiento de los llamados Nuevos Filósofos, con Bernard-Henri Lévy, Vladimir Jankélévitch, Emmanuel Lévinas, Paul Ricoeur y Christian Jambert (véase “Las ideas contemporáneas”, de Jean- Marie Domenach. Kairós).
Pero su obra más polémica y de mayor impacto en esa etapa fue “La cocinera y el devorador de hombres”, un ensayo sobre el marxismo y su deriva hacia los campos de concentración de la Unión Soviética en los que, según afirmaba, había entonces (1975) diez millones de presos políticos. La identificación que hizo aquí del comunismo estalinista con el nazismo de Hitler provocó una de las mayores querellas intelectuales del siglo XX. Los elogios que Lacan, Althuser y otros intelectuales marxistas habían dedicado a “El discurso de la guerra” se transformaron a partir de entonces en críticas feroces a su obra y a su persona.
Entre sus decepciones se cuentan los procesos revolucionarios: “La historia de las revoluciones pasadas demuestra sin ninguna duda que toda tentativa de resolver la cuestión social por medio de vías políticas conduce al terror y es el terror el que lleva el desastre a las revoluciones”. De ahí su crítica a las patrias de la revolución, “tanto más paradisíacas cuanto que se ignoraba todo de ellas”.
Como periodista André Glucksmann cubrió la caída del muro de Berlín en 1989, el desmoronamiento del régimen de Ceaucescu en Rumanía y las elecciones que llevaron al poder a Vaclav Havel en Checoslovaquia. Años más tarde apoyó la intervención de la OTAN en Serbia, la realizada en Libia en 2011 y condenó con vehemencia las injerencias de la Rusia de Vladimir Putin en Chechenia.
Sorprendentemente, en 2007 apoyó la candidatura de Nicolás Sarkozy a la presidencia de Francia, un Sarkozy que había condenado la herencia de mayo del 68, en la que Glucksmann había tenido un destacado protagonismo.
En sus últimos ensayos lamentaba la escasa capacidad de la inteligencia para prevenir la barbarie y rechazaba la justificación que hacían sectores de la intelectualidad de algunos de los actos más sanguinarios. Su último libro publicado es “Voltaire contraataca”, en el que vuelve a advertir del peligro de “los pueblos miserables que han destruido el orden del universo cuyo centro éramos nosotros”.
Personalmente le recuerdo muy atento y respetuoso, incluso humilde, en las tres ocasiones en las que le entrevisté para TVE. En su despedida, recordar tan sólo un par de citas extraídas de sus libros: “La muerte no es la última palabra de la vida sino la primera. No concluye tu existencia mortal, sino que la inaugura”. Y “Más vale encontrar la nada que no encontrar nada”. Que la tierra te sea leve.
Las revoluciones del terror y el terror de las revoluciones. En nombre de esas supuestas revoluciones se han cometido toda clase de desmanes, crímenes y genocidios y se siguen cometiendo con total impunidad. Pregúntenle sino a los cubanos, a los venezolanos o a los bielorrusos por solo citar tres ejemplos al azar.
Muy buen artículo sobre Glucksmann una figura emblemática que nunca tuvo el reconocimiento merecido.
Me gustan los dibujos en blanco y negro de Xulio, tienen como una fuerza y un carácter particular tal vez acentuados por la simpleza del trazo en blanco y negro.