El profesor Samuel Huntington, autor del famoso libro Choque de civilizaciones y adalid de la lucha contra el Islam radical, sorprendió a propios y a extraños una tarde de mayo de 1995 al entonar el mea culpa ante un nutrido auditorio de académicos y politólogos congregados en el salón de actos de la Universidad Complutense de Madrid.
Creo que me he equivocado, dijo el profeta de la confrontación entre Occidente y el mahometismo, el verdadero peligro (para Occidente) no es el Islam, sino China. Habría que profundizar en el tema… Sus palabras causaron asombro; los asistentes esperaban un recital de retahílas contra el Islam. Mas vaticinar un peligro chino… De todos modos, la amenaza tardó en materializarse. Al igual que en el caso del Islam, Huntington no hacía más que adelantarse a los acontecimientos.
Hizo falta una década para poder identificar el mal llamado peligro chino. En aquel entonces, el imperio del centro del mundo era un país en desarrollo, que ofrecía una gigantesca cantera de mano de obra barata y, por consiguiente, numerosas oportunidades de negocios para las empresas occidentales. Es cierto que algunos politólogos franceses y norteamericanos advirtieron sobre el enorme potencial del coloso asiático. Pero sus advertencias cayeron en saco roto. El día en que el dragón empezó a echar fuego por la boca, las élites del primer mundo fueron incapaces de disimular su sorpresa.
A partir de aquel momento, los acontecimientos se precipitaron. El país que a comienzos de la década de los 70 del pasado siglo tuvo que librar batalla para ser admitido en el seno de los organismos internacionales –ONU, OMS, GATT, UNCTAD, OMM– acabó convirtiéndose en miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Todo ello, bajo la mirada condescendiente de las potencias occidentales, que equiparaban a la República Popular China a una de las Mecas del subdesarrollo. Recuerdo un incidente protagonizado en aquellos tiempos por un político europeo, quien manifestó abiertamente a su recién llegado interlocutor chino y comunista su animadversión hacia el sistema sociopolítico del país asiático.
No me sorprende que usted no comulgue con nosotros, monsieur. Es normal. Pero el tiempo juega en nuestro favor. Sus hijos, sus nietos o sus tataranietos abrazarán nuestro ideario. Tal vez no se equivocaba.
Pero el idilio entre China y Occidente se desvaneció cuatro décadas más tarde, en 2010, cuando el milenario Imperio del Centro pasó a ser la segunda potencia mundial. Una potencia –república popular– que no renegaba del marxismo ni abandonaba los métodos autoritarios introducidos en la época de Mao Tse-Tung. Un país que encandilaba a los empresarios occidentales, pero que incomodaba a la clase política deseosa de hallar aliados que profesan su correctitud ideológica. Pero, ¡ay! lamentablemente, el reloj de Pekín no marcaba la hora de Washington, de Londres, ni de París. El reloj chino seguía a la hora del Kremlin, aunque se adelantaba…
Hay que reconocer que Rusia y China tenían (y tienen) intereses convergentes. No se trata de una mera sintonía ideológica, difícilmente definible según los politólogos europeos, sino más bien de la necesidad de complementarse tanto desde el punto de vista económico, energético, militar o tecnológico.
En el plano político, la alquimia entre Vladímir Putin y Xi Jinping, se sustenta en su común animosidad hacia Estados Unidos y Occidente, culpables –según ellos– de llevar a cabo una política de hostilidad y de imposición de sanciones contra sus respectivos países.
En 2014, China se convirtió en el mayor socio comercial de Rusia, por delante de Alemania. De un promedio de 5 a 6.000 millones de dólares en la década de 1990, los intercambios comerciales alcanzaron 64.000 millones en 2015 y llegaron a duplicarse, alcanzando la cifra de 110,790 millones en 2019. Tanto Rusia como China apuestan por alcanzar los 200.000 millones de dólares en los próximos cinco años.
Los hidrocarburos, petróleo, gas natural y gas licuado, representan el 75 por ciento de las exportaciones rusas a China.
Las ventas de armamento –baterías de misiles S-400, cazas y otros aparatos para uso militar– ocupan el segundo lugar.
En la industria petrolífera, la tecnología china se ha impuesto sobre la alemana. Por otra parte, el gigante de telecomunicaciones chino Huawei ha creado varios centros de I+D en Rusia.
A pesar de su aparente superioridad económica, China necesita la alianza con Rusia. Para fortalecer sus lazos comerciales, las dos potencias crearon, en junio de 2001, la Organización de Cooperación de Shanghái.
Pero qué duda cabe de que la Pax sinica es totalmente inaceptable para Rusia, ansiosa de diversificar los contactos, contar con otros socios asiáticos, como por ejemplo Japón, India, Corea del Sur, Paquistán. Sin embargo…
Los proyectos de expansión económica y geopolítica de Rusia y China iban viento en popa hasta finales del pasado año. Moscú se dedicaba a consolidar su presencia en el Árctico, sentando las bases de una nueva ruta marítima comercial ruso-china, mientras que Pekín ampliaba su red de bases militares y navales a Tayikistán y las Islas Salomón. Pero no se trataba sólo de colocar peones en el tablero; el juego era mucho más sutil.
El 15 de septiembre de 2021, Estados Unidos, Australia y el Reino Unido anunciaron la creación de una nueva alianza militar, la AUKUS, encargada del mantenimiento de la paz en la región del Indo-Pacífico. Si bien el primer país perjudicado por la nueva estructura de defesa parecía ser Francia, cuyos contratos de colaboración militar con Australia fueron cancelados, el verdadero adversario de los anglosajones era… China.
Curiosamente, Donald Trump abandonó la Casa Blanca sin despedirse de sus interlocutores de Pekín. Su sucesor, Joe Biden, reinició la relación con inesperadas salidas de tono. ¿Inesperadas? No, en absoluto; otro conflicto se gestaba a miles de kilómetros de Pekín, en Ucrania.
El repertorio del presidente Biden resultó ser bastante limitado. Tras amenazar a Xi Jinping con la aplicación de sanciones económicas y otras lindezas de su vocabulario, retomó el mantra de Huntington: China es el enemigo.
Biden, que aparentemente es incapaz de interpretar los matices del lenguaje diplomático de los orientales, volvió a la carga después de anunciar las sanciones contra Rusia por la invasión de Ucrania. Tropezó, como es natural, con la negativa de su interlocutor chino de condenar a Rusia. Pero antes de aceptar la derrota diplomática, el inquilino de la Casa Blanca encargo a sus socios europeos, Ursula von der Leyen y Charles Michel, la segunda fase de la ofensiva contra la argumentación de Pekín, que se resume a cinco palabras: Rusia no es nuestro enemigo. Tocaba, pues, recurrir a la subida de tono. El intérprete ideal resultó ser el Secretario General de la OTAN, Jens Stoltenberg, que aprovechó la última reunión de los ministros de defensa para afirmar que la Organización del Atlántico Norte necesitaría tener en cuenta la creciente influencia de China en las políticas inclusivas y coercitivas en el escenario global, que plantean un desafío sistémico para nuestra seguridad y nuestras democracias. Por si no resulta claro, el ya tenemos enemigo: Rusia se convierte en el plural: ya tenemos enemigos: Rusia y China.
La airada reacción de China no tardó en llegar: no Pekín, sino la OTAN desestabiliza la seguridad mundial.
En este mundo de contrastes, faltaba la voz de los… servicios secretos. Poco después de la intervención de Stoltenberg, la Agencia Central de Inteligencia (CIA) colocó en su página web abundante material sobre la normalización de las relaciones entre Estados Unidos y China en la época de Richard Nixon. Interesante referencia para políticos noveles o desmemoriados.
Y ahora, ¿qué? Al rechazar China el papel que le habían asignado los politólogos estadounidenses –ser parte integrante de la operación tenazas contra la antigua URSS– los miembros de la AUKUS celebraron una reunión urgente para estudiar el tipo de armamento necesario para contrarrestar la hipotética amenaza china. La OTAN del Pacífico ya es operativa.
Con el fuerte deterioro de las relaciones entre Washington y Pekín, la pandemia y la invasión de Ucrania han llevado de forma natural al fortalecimiento de los vínculos entre Moscú y Pekín. Las sanciones económicas y financieras impuestas por Occidente a Rusia abrieron la puerta a la intensificación de las relaciones económicas y financieras con el vecino asiático.
En una reunión de expertos financieros asiáticos, el expresidente del Banco Popular de China, Zhou Xiaochuan, señaló que el SWIFT, sistema de transacciones interbancarias controlado por los países industrializados del que se expulsó a Rusia, no es insustituible. Su reemplazo requiere una planificación adecuada, en la que China lleva años trabajando. Los pagos efectuados hasta ahora en dólares o euros, podrían estar sustituidos por transacciones en monedas nacionales –yuanes, rublos o rupias– tendientes a facilitar el desarrollo del comercio regional.
Los Estados miembros de BRICS –Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica– agrupación económica de cooperación Sur-Sur creada en 2006, concentran a alrededor del 40 por ciento de la población mundial, generan el 20 por ciento del Producto Interior Bruto (PIB) del planeta y controlan un tercio de la producción mundial de cereales. Los economistas occidentales estiman que, en el año 2050, la agrupación podría convertirse en el segundo bloque económico mundial.
Os regalo un enemigo, sugirió Samuel Huntignton en el encuentro de Madrid.
¿Enemigo o competidor? Vuelven a mi mente los vaticinios del diplomático chino que nos advertía con una sonrisa: El tiempo juega en nuestro favor. Sus hijos, sus nietos o sus tataranietos abrazarán nuestro ideario…