Cuando un personaje popular alcanza la categoría de mito, como es el caso de Bob Dylan, comienzan a aparecer testimonios inéditos o poco conocidos de su biografía cuya finalidad es poner en duda sus méritos para figurar en tal Olimpo, cuando no para bajarlo del pedestal.
A punto de cumplir ochenta años este 24 de mayo de 2021, el último de los miles de libros escritos sobre el cantante de Minnesota es «La doble vida de Bob Dylan», de Clinton Heylin, quien desmiente algunas «mentiras» que Dylan habría divulgado a lo largo de su vida para construir su imagen.
Según Heylin, Bob Dylan (nacido Robert Allen Zimmerman en una familia judía) nunca estuvo en un reformatorio ni se escapó de casa a los doce años, como se afirma en sus biografías. Al contrario de lo que el propio cantante dijo en varias ocasiones, su madre no era la mujer posesiva y autoritaria de la que siempre dijo huir sino una persona simpática y muy agradable. Y una anécdota muy valleinclanesca: después de un concierto en Nueva York, Dylan declaraba a un periodista que hacía años que había perdido el contacto con sus padres, quienes en realidad estaban entre el público de aquel concierto. El libro habla también de los seis hijos de sus dos matrimonios, sólo uno de ellos músico, como uno de sus nietos.
Lo más curioso es que Clinton Heylin obtuvo todos estos datos en el Instituto de Estudios de Bob Dylan de Tulsa, Oklahoma, muchos de cuyos documentos los vendió el propio Dylan a la institución. En el libro se recogen también las críticas y desmentidos que Heylin hace sobre algunos aspectos de la biografía más divulgada del cantante, «Bob Dylan. La biografía», de Howard Sounes, publicada en España por Debolsillo.
Pero en realidad, en el caso de Bob Dylan no era necesario iniciar tal operación para desmitificar la leyenda pues él mismo se encargó de desmontar su imagen de portavoz de la protesta antisistema cuando en sus memorias dejó bien claro que nunca se consideró la conciencia de una generación, como lo definía la prensa, ni se vio nunca como un cantante protesta. Y sólo era que sus canciones denunciaban aspectos que coincidían con algunas inquietudes de una juventud desencantada.
Sin embargo, nunca consiguió desprenderse de aquella imagen de cantautor de la revolución proletaria en el país más capitalista del mundo, a pesar de que sus canciones se alejaron muy pronto de las reivindicaciones de la clase obrera y de las demandas sociales y, salvo excepciones, hablaban sobre todo de amor. Unas canciones cuyas letras eran cada vez más herméticas y llenas de simbolismo, identificadas con la poesía de vanguardia, a las que acompañaba con una música y unas melodías cercanas al pop rock mientras su imagen se identificaba cada vez más con la de una estrella.
De los orígenes de un cantautor poeta a Nobel de literatura
Después de la Segunda Guerra Mundial la clase obrera norteamericana tuvo que movilizarse para no quedar al margen de los beneficios de la recuperación económica. Apoyada por los sindicatos y por el mundo de la cultura, entre los años cincuenta y sesenta algunos músicos participaban en aquellas reivindicaciones del proletariado.
Una tradición iniciada por Woody Guthrie, Phil Ochs, Joan Báez y Pete Seeger había conseguido hacer de la canción protesta un género con miles de seguidores, que acudían a los conciertos de estos cantantes para corear las consignas reivindicativas de sus canciones.
Bob Dylan llegó a este ámbito en un momento en el que se pedían cambios en el monótono estilo folk de aquellos pioneros. Acompañaba su voz con una guitarra acústica y una armónica pero muy pronto advirtió que había que introducir nuevos instrumentos y sobre todo electrificarlos, para dar una nueva dimensión a sus canciones y llegar a nuevas audiencias. Cuando salió al escenario con guitarras eléctricas, parte del público que había seguido su carrera renegó de su música y lo calificó de traidor. Se cuenta que el mismo Pete Seeger estuvo tentado de cortar los cables que unían su guitarra a los amplificadores.
Un accidente de moto en 1966 lo apartó durante unos años de los escenarios y propició una mayor inmersión en el Dylan más intimista. El cantautor se recluyó con su banda en el sótano de Big Pink, su casa de Woodstock, para hacer música sólo por el placer de tocar.
En 1970 publicó «New Morning», que alumbraba la nueva etapa de su carrera. Convirtió «Knocking on Heaven’s Door» en el himno de su nuevo estilo mientras «Blood on the Tracks» (1975), «Desire» (1976) y la trilogía «Time Out of Mind», «Love and Theft» y «Modern Times», en la transición de los años 90 al 2000, le devolvieron el prestigio perdido durante un tiempo errático.
Bob Dylan nunca dejó de componer y de cantar en conciertos (unos cien al año) para grandes y pequeños auditorios. El 7 de junio de 1988 inició The Never Ending Tour, una gira que desde entonces no se ha detenido hasta el año pasado por culpa de la pandemia.
Cuando no publica nuevo material se dedica a hacer grabaciones de crooners como Frank Sinatra, clásicos de jazz y swing o discos con temas góspel y country. El año pasado publicó un doble CD, «Rough and Rowdy Ways», el primero con nuevas composiciones desde que en 2012 sacara «Tempest». Pero a estas alturas de la vida Bob Dylan parece ser consciente del momento en el que está su trayectoria, porque acaba de vender a Universal por una cifra multimillonaria los derechos de todas sus canciones.
Al contrario de los zigzags musicales que experimentó a lo largo de su carrera, su evolución poética registró un progreso ininterrumpido desde los años del Village neoyorkino y las influencias de Kerouac y los poetas de la Beat Generation. Desde que Suze Rotolo (fallecida en 2011), aquella compañera con la que vivía en Nueva York con quien se fotografió para la portada del álbum «The Freewheelin» (1963), le descubrió la obra de Rimbaud, las letras de Dylan se convirtieron en piezas poéticas muy valoradas en el mundo literario, reconocidas como verdadera alta poesía y eso fue lo que seguramente tuvieron en cuenta quienes decidieron concederle el Nobel de Literatura en 2016.