“¡Mira, papá! ¡Bueyes pintados!…”
Estas palabras de una niña de ocho años cambiaron para siempre la historia del conocimiento humano: acababan de descubrirse las famosas pinturas rupestres de la Cueva de Altamira, en Santillana del Mar, oculta entre las verdes praderas de Cantabria.
Corría el año 1879 y el hidalgo Don Marcelino Sanz de Sautuola había decidido visitar la gruta en compañía de su hijita María Justina. Sabía del lugar por referencias de un aparcero suyo, Modesto Cubillas, quien la había hallado accidentalmente hacía tres años mientras cazaba con su perro.
Hombre culto y aficionado a la arqueología y la paleontología, Marcelino pasaba los veranos en una casona del pueblo santanderino de Puente de San Miguel. Solía entretener sus ocios estivales hurgando el suelo de las cavernas de la región, en busca de fósiles y de utensilios primitivos de sílex.
Pero hasta ese día jamás había levantado los ojos para mirar los techos abovedados de la cueva de Altamira. Con el aliento entrecortado contempló maravillado el inmenso lienzo de pinturas que decoraban el techo de la sala principal de la gruta. Ante sus ojos atónitos desfilaron toros enormes, jabalíes, caballos y bisontes, pintados con una perfección y un colorido incomparables.
Profundamente impresionado por su hallazgo, Marcelino Sanz de Sautuola escribió a sus amigos antropólogos, envió un informe a la Academia y un año más tarde, en 1880, publicó su hoy famoso libro Breves apuntes sobre algunos objetos prehistóricos de la provincia de Santander.
Su revelación tuvo un fuerte impacto sobre los científicos de la época y pronto la cueva de Altamira fue objeto de innumerables controversias.
¿Databan verdaderamente sus dibujos de la prehistoria o eran obra de algún pintor moderno? ¿Era posible que aquellos seres humanos tan poco evolucionados, casi simios, hubieran sido capaces de producir esas obras de arte?
A fines del siglo XIX la ciencia comenzaba a dar sus primeros y tímidos pasos. La Iglesia todavía no aceptaba la novedosa teoría de la evolución de las especies de Charles Darwin y se escandalizaba ante la idea de un Adán y una Eva grotescos y vestidos con pieles.
En el otro extremo, el evolucionismo tampoco admitía la evidencia de Sautuola, creyendo que, como el progreso había sido lineal, la manifestación del arte recién había aparecido en las últimas etapas humanas y no entre los pueblos salvajes de la Edad de Piedra.
Pero Marcelino, convencido de la importancia de su hallazgo, dedicó el resto de su vida a defenderlo. Comenzó así una desigual batalla en la que se llegó a poner en duda no sólo su credibilidad, sino también su honor.
Por suerte, Sautuola no estaba solo. Su gran amigo, el eminente prehistoriador y catedrático Juan Vilanova había visitado Altamira en 1880 y desde entonces luchaba a su lado por imponer la verdad.
Ambos invitaron a numerosos miembros de la comunidad científica internacional a visitar la caverna. Pero casi siempre éstos llegaban a las mismas conclusiones: los dibujos y pinturas eran demasiado perfectos, demasiado complejos, para hacer sido realizados en una época tan remota. Los expertos los atribuían a soldados romanos, a fenicios, a antiguas civilizaciones orientales… Cualquier autoría parecía más creíble que la del del hombre del Paleolítico.
Sautuola y Vilanova, empecinados, consultaron al más famoso prehistoriador del mundo, el francés Émile Cartailhac. Pero éste también rehusó avalar la autenticidad del descubrimiento: le resultaba inaceptable que dibujos con tal maestría fueran obra de hombres salvajes… Otras máximas autoridades en la materia como Virchow, Mortillet y Undset llegaron a calificarlos como “obra de falsarios o de dementes”… Marcelino atravesó, entonces, un verdadero calvario. Se reían de él, lo tachaban de loco o, peor todavía, de farsante y embustero.
Pasó el tiempo y las pinturas de Altamira cayeron en el olvido. En 1888, Marcelino Sanz falleció a los 58 años sin haber conseguido el reconocimiento de su hallazgo, tal vez extenuado por tanta incomprensión… Juan Vilanova tomó el testigo y prosiguió su lucha, dando conferencias y asistiendo a congresos para hablar del tema, hasta que murió seis años después que su amigo.
La cueva de Altamira fue, entonces, cerrada con una puerta cuya llave guardó la joven María Justina Sanz de Sautuola.
Años después, a fines del siglo XIX, se descubrieron en el sur de Francia numerosas cuevas con arte mural de factura muy similar a la de Altamira, aunque no con la perfección de ésta: Chabot, La Mouthe, Les Combarelles, Font-de-Gaume, etc…
Todas tenían, indudablemente, un origen paleolítico.
Una nueva generación de estudiosos, con la mente mucho más abierta que las de sus predecesores, había tomado el relevo: Capitán, Peyrony y el sacerdote católico Henri Breuil, entre los más destacados.
Ante la evidencia, los científicos se rindieron. La comunidad científica internacional recordó entonces la injusticia cometida con los dos investigadores españoles, Sautuola y Vilanova.
Émile Cartailhac, tozudo pero noble, decidió rectificar su fatídico error.
Una mañana, acompañado de Breuil, se presentó en casa de María, a solicitarle humildemente les permitiera acceder a la cueva de Altamira. Acompañados por la muchacha, los dos científicos recorrieron las diferentes salas y, alumbrados con una antorcha, admiraron los impresionantes frescos.
Cartailhac, abrumado y enjugándose las gruesas gotas de sudor que se deslizaban por su frente, tuvo que apoyarse en el hombro del joven abad Henri Breuil. Después, cabizbajo, se dirigió a María: “Ahora ya no puedo hacer más que una cosa: he de rehabilitar a su padre ante la ciencia… “
Acompañados por la joven viajaron a Santander para rendir homenaje ante la tumba de Marcelino Sanz de Sautuola.
Cartailhac, uno de los más grandes opositores a la autenticidad de Altamira, escribió entonces el artículo La cueva de Altamira. Mea culpa de un escéptico, en el que no sólo reconocía su equivocación sino donde también expresaba su respeto y admiración por Sautuola. Lo que significó, también, el reconocimiento universal del carácter paleolítico de las pinturas de Altamira.
Desgraciadamente, Marcelino Sanz de Sautuola, fallecido 14 años antes, no había llegado a disfrutar de la restitución de su honor, ni de la posterior confirmación científica de sus premoniciones…
Desde entonces, las modernas técnicas de datación arqueológica ratificaron la originalidad de las pinturas, otorgándoseles en la actualidad una antigüedad de 20.000 años.
La gruta con los admirables frescos, que el propio Breuil definió como la “Capilla Sixtina del arte paleolítico” y que fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1985, es hoyuna de las piedras angulares en el estudio del arte rupestre y un verdadero hito en la historia de la humanidad.
Y, asimismo, constituye el mensaje enviado por nuestros antepasados Homo Sapiens de la Edad de Piedra, a través de 200 siglos de oscuridad y silencio: “Éramos como vosotros, teníamos vuestra misma sensibilidad y dignidad; también amábamos la vida y la belleza…”
Notable recuerdo. Altamira nos recuerda también que el hombre antes de pensar o imaginar «en letras», de manejar la abstracción, lo hizo en imágenes. El padecimiento de los incomprendidos acerca de tal descubrimiento fue doloroso para ellos porque murieron en tal estado.
Pero la «resistencia al cambio», el aferrarse al paradigma existente y no ver lo nuevo y sus evidencias, es también intensamente humano y nos ha traído también daño.
Recuerdo a un Dr. Húngaro que se percató del porqué las mujeres que daban a luz morían en gran número y también las criaturas e impuso medidas correctivas que fueron resistidas por sus colegas y lo terminaron echando. 40 o más años después otra persona dio con lo mismo y tuvo mejor suerte, se cambiaron hábitos médicos errados y se salvaron muchas vidas de ahí en adelante. Pero entremedio, en la etapa de «resistencia al cambio», muchas madres y criaturas que fallecieron pudiendo haberse evitado.