La Coordinadora de Organizaciones Sindicales (COS) —que había sido creada el 22 de julio de 1976 por los sindicatos Unión General de Trabajadores (UGT), Comisiones Obreras (CC. OO.) y Unión Sindical Obrera (USO), con el objetivo de que por medio de la unidad de acción sindical se pudiera lograr lo que esa organización llamaría la ruptura democrática y sindical— convocó una huelga general de 24 horas para el 12 de noviembre de 1976 contra las medidas de ajuste laboral y económico gubernamentales, pero también a favor de la amnistía y de la libertad democrática.
Unos dos millones de trabajadores siguieron aquella jornada de paro, a decir de los organizadores (algo más de medio millón según el Ministerio de Gobernación). Como recoge el historiador español Manuel Pérez Ledesma, siguiendo a su colega José María Marín Arce, pese a que la huelga general fue el día de “lucha más importante desde el final de la Guerra Civil”, no obtuvo la buscada paralización del país, no pudo frenar la reforma política emprendida por Adolfo Suárez y ni siquiera modificó “las medidas económicas liberalizadoras (que representaban el objetivo más visible del llamamiento huelguístico). Para el movimiento obrero se ponía así de manifiesto la incapacidad para imponer la ruptura, pero al tiempo para el Gobierno quedaba claro que de espaldas a la oposición democrática, de los trabajadores, no podría llevar a cabo reforma alguna.
Según la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, del año 47, para derogar o modificar cualquiera de las Leyes Fundamentales, algo que la Ley para la Reforma Política tenía por objeto, “será necesario, además del acuerdo de las Cortes, el referéndum de la Nación”. Los días 16, 17 y 18 de noviembre, se reúne por última vez el Pleno de las Cortes que habían sido legadas por la dictadura (cuya última legislatura había sido ya prorrogada dos veces, la última el 26 de enero de ese año) y lo hace paradójicamente para hacerse el llamado, ya antes de suceder, harakiri, por medio del cual la peculiar cámara de representación creada por Franco permitía que el franquismo (lo que quedaba de él) “autorizara la transición a la democracia”, en acertada expresión de García de Cortázar. Sí, el último de aquellos tres días, a las nueve y treinta y cinco minutos de la noche, tras “grandes y prolongados” aplausos (lo dice el Diario de Sesiones), las Cortes aprueban la Ley para la Reforma Política. Fernández-Miranda, a la sazón presidente de la asamblea y conocedor de los subterfugios necesarios para facilitarle el camino al reformismo, había logrado que, tras modificar meses antes el Reglamento de la Cortes al incluir unas “normas aclaratorias” al mismo, el proyecto de ley pasara directamente por el procedimiento de urgencia, y por tanto al Pleno, donde acabar obteniendo la mayoría necesaria de los procuradores era pan comido. No obstante, resultaron decisivas las intervenciones a favor del proyecto reformista de… un exministro franquista, el catedrático de Derecho del Trabajo Fernando Suárez, y… del sobrino del fundador de Falange, el abogado Miguel Primo de Rivera y Urquijo, amigo muy personal desde la década de los 50 de un Juan Carlos de Borbón educado por aquel entonces en el Madrid franquista a la sombra del dictador. De un total de 531 procuradores que integraban la cámara se hallaban presentes en el momento de la votación 497. Y, aunque el quórum necesario para la aprobación legislativa era de dos tercios de los procuradores, es decir, 330, la Ley obtuvo 425 votos afirmativos, sólo 59 negativos (de entre ellos quince de los militares de la cámara), en tanto que 13 de los asistentes se abstuvieron. Aunque la oposición de izquierdas (socialistas y comunistas) había rechazado la Ley para la Reforma Política por considerarla insuficiente –y solicitará la abstención en el referéndum convocado al efecto–, la norma acabó por convertirse en un instrumento útil y suficiente para cumplir el segundo paso del gabinete de Suárez, la celebración de unas elecciones generales de carácter verdaderamente democrático.
Para hacerse una idea de lo que había ocurrido aquellos días de noviembre del año 1976 en las Cortes salidas de la dictadura franquista, quizás sea bueno atender a lo que el ultrarreaccionario ministro y almirante Pita da Veiga declararía respecto de la votación en la cámara corporativa de la propuesta legislativa: “Mi conciencia está tranquila porque la reforma democrática se hará desde la legalidad franquista”. Ya lo dijimos: “De la ley a la ley, a través de la ley”. Así se cocinó la Transición.
“El tránsito de la dictadura a la democracia se realizaba, pues, según los procedimientos institucionales del ordenamiento jurídico de la dictadura y lo realizaban las élites políticas de la dictadura. En lugar de cortarlas –afirma el politólogo Ignacio Sánchez-Cuenca−, se desataban las costuras del sistema, conforme a las reglas de uso de dicho sistema. La Ley para la Reforma Política significó el suicidio del régimen. [Fue] una suerte de suicidio institucional [que] supuso el fin de un régimen y el comienzo de otro[,] una voladura controlada[,] una forma de abdicación colectiva”.
Para responder a la inevitable pregunta ¿por qué los procuradores franquistas aceptaron “suicidarse” política e institucionalmente?, creo que lo mejor es seguir a quien con más detenimiento y profundidad ha pretendido responderla, el citado Sánchez-Cuenca. La mayoría de los estudios sobre este acontecimiento decisivo en la fase anterior al consenso y al pacto aluden “a la tradicional sumisión de los legisladores franquistas a los designios del Ejecutivo, a la altura de miras de los procuradores, que habrían antepuesto los intereses generales del país a sus intereses personales, o a las presiones que ejerció el Ejecutivo sobre ellos para conseguir votos a favor de la Ley para la Reforma Política en las Cortes”. Ahora bien, para entender las razones de que los procuradores (y los miembros del Consejo Nacional del Movimiento también) ejercieran una “mayor hostilidad y resistencia ante la liberalización de Arias que ante la democratización de Suárez” no cabe pensar en motivos ideológicos ni de ambición política, sino en algo tan sencillo como que “lo mejor que podían hacer era seguir la tendencia mayoritaria”, ya que, básicamente, “si apoyaban la reforma pero esta no salía, quedaban como traidores al régimen; pero si se oponían a la reforma y esta se aprobaba, quedarían marginados en el nuevo sistema”. Crucial resulta para Sánchez-Cuenca “el surgimiento de Alianza Popular (AP) en octubre de 1976” pues esa organización política facilitó la coordinación de destacados franquistas, “estableciendo desde la cúpula de la organización un criterio sobre la Ley para la Reforma Política que muchos procuradores (cerca de 150) siguieron como guía”. De hecho, “el punto máximo de tensión [en aquella votación de noviembre del 76] se alcanzó cuando el líder de los procuradores que estaban próximos a AP, Cruz Martínez Esteruelas, amenazó con la abstención si no se atendían sus demandas sobre el sistema electoral. La abstención habría puesto en peligro la mayoría de dos tercios que se requería para la reforma de las Leyes Fundamentales. Los procuradores de AP querían un sistema mayoritario, pues estaban convencidos de que este les permitiría alcanzar cómodamente una mayoría absoluta en las elecciones. El Gobierno, sin embargo, se había comprometido con el sistema proporcional […]. En negociaciones de última hora –finaliza su argumentación Sánchez-Cuenca− se llegó a un compromiso por el cual se mantenía la proporcionalidad, pero se introducían mecanismos correctores a causa de los cuales todavía hoy España tiene un sistema proporcional con un fuerte sesgo mayoritario a favor de los grandes partidos nacionales”.
Antes de las elecciones previstas en ella, la Ley hubo de someterse a una nueva prueba, aunque superada la de fuego, el referéndum que, convocado públicamente el día 24 del mes de noviembre para que tuviera lugar el día 15 del inmediato mes de diciembre, no parecía que fuera a ser un escollo decisivo en el camino de los protagonistas de la reforma. En efecto, aunque los partidarios de la ruptura pactada, por medio de su máximo órgano, Coordinación Democrática, la Platajunta, se negaron a participar por no haberse legalizado los partidos políticos entre otras de sus peticiones y, sin hacer expresamente campaña, de alguna manera solicitaron la abstención, la Ley fue votada a favor nada más y nada menos que por 16.573.180 españoles, es decir, por el 94,45 % de los votantes, que se habían acercado a las urnas cubriendo el 77,72 % del censo electoral. La primera vez que en cuarenta años habían podido hacerlo, una inmensa mayoría de los españoles acudió a cumplir con el principal derecho de los ciudadanos libres en democracia. Únicamente en dos provincias, las dos del País Vasco, allí donde más enraizado estaba el espíritu contrario a cuanto se promoviera desde un Estado al que desde hacía décadas muchos de sus ciudadanos veían como una amenaza, y no como otra cosa, en Guipúzcoa y en Vizcaya, el referéndum obtuvo resultados por debajo de la mitad de los votos favorables, 41,07 % y 48,23 % de apoyos a la Ley para la Reforma Política, respectivamente (aunque conviene añadir que la otra provincia vasca, Álava, registró un porcentaje del 70,11 favorable a los postulados gubernamentales). Y los ultrarreaccionarios, los ultras, el antiguo búnker, los nostálgicos del régimen de Franco, vieron cómo su promovido NO se quedaba en tan sólo el 2,57 % de los votos totales, en únicamente 450.102 votantes. Los herederos de los inmovilistas del tardofranquismo son conscientes de que son una minoría, pero como diría Victoria Prego, una “minoría encolerizada”.
Quizás sea conveniente aclarar la postura de Coordinación Democrática, y creo que nada mejor que reproducir unas palabras de uno de los dos principales dirigentes del PSOE durante la Transición, Alfonso Guerra González, quien en una entrevista de 1995 concedida a la periodista Soledad Alameda para la magnífica edición dedicada a aquellos años que el diario El País publicó bajo el título de Memoria de la Transición, respondió al ser preguntado sobre la postura de la oposición antifranquista respecto de aquel referéndum de diciembre del año 77:
“No queríamos que ganara la propuesta de Suárez, pero tampoco que perdiera. Así que ni ganar ni perder, ese era el objetivo. Y por eso pedimos la abstención, no el voto en contra. No fuera que nuestros votos, unidos a los de los nostálgicos, acabaran con Suárez y ganaran los nostálgicos del franquismo.”
- Este texto forma parte de la obra del autor La Transición, publicada en 2015 por Sílex ediciones.