Como si de un cirujano experto en la materia que abre en canal un cuerpo para analizarlo y proceder en consecuencia se tratara, el escritor Fernando Aramburu ha sabido abrir también en canal a aquella sociedad vasca de hace no tantos años para decirle, a través del bisturí de su verbo hecho texto, lo que fue y significó hasta no hace muchos años, cuando en aquel tiempo de plomo y muerte en el que la banda terrorista ETA campaba por sus respetos, mientras los asesinos segaban vidas, una parte de dicha sociedad miraba para otro lado.
Porque Patria, esa extraordinaria novela de Aramburu que lleva vendidos más de 300 000 ejemplares, es un cuerpo literario abierto en canal puesto sobre la mesa de cualquier lector para que conozca con pelos y señales lo que fue aquella época en la que unos terroristas mataban, secuestraban, extorsionaban, incendiaban empresas “por la liberación de Euskal Herria” ya que ellos, al parecer, eran los “valientes gudaris” dispuestos a hacer lo que fuera necesario para conseguir los objetivos señalados por la cúpula, dispuestos al parecer a doblegar, a hacer claudicar a un Estado de derecho español que tenía secuestrado a todo un pueblo.
De esta manera, por las 642 páginas de la obra van a ir desfilando, en forma de daguerrotipos un tanto añejos, unos personajes que son el epicentro, pero al mismo tiempo las huellas de aquella sociedad desgarrada por un terrorismo para unos sin sentido, al tiempo que para otros venía a ser la razón de su existencia, y por lo tanto dispuestos a darlo todo, incluso la vida, con tal de conseguir su objetivo, que no era otro, queda patente a lo largo de sus páginas, que la liberación del pueblo vasco de la tiranía del opresor, en este caso el Estado español. Una vez más, y como tantos han dicho y siguen repitiendo algunos iluminados, ETA hablaba en nombre del pueblo, en este caso del pueblo vasco.
Pero la realidad estaba ahí, a pie de obra, en las calles de sus pueblos y ciudades, en el día a día en que unos personajes literarios, sí, pero émulos de la realidad circundante, tenían que verse las caras, al estar condenados a vivir juntos, en el mismo pueblo, en las mismas calles: como esas Bittori y Miren, que siendo grandes amigas desde la infancia, el destino salpicado de sangre las convertirá en enemigas para siempre.
O el Txato, que aparte de ser vasco de pura cepa, de taberna, partida y apellidos, pagará con su vida el delito de ser “un empresario explotador de la clase trabajadora”, según el sindicalismo abertzale, y negarse a pagar el precio puesto a su vida. O Joxian, el buen amigo del Txato desde la infancia, pero que, circunstancias de la vida de un pueblo encerrado en sí mismo, con sus orejeras nacionalistas a flor de piel, tendrá que vivir con el corazón desgarrado por todo lo que está pasando, mientras que él, un simple trabajador, dejará el pellejo día tras día en una fundición, y de ahí a la huerta para alimentar a la prole.
O los hermanos Gorka y Joxe Mari, unidos en la sangre pero separados en la concepción de aquella sociedad desquiciada, absurda, en la que mientras uno trabaja y estudia euskera como la mejor manera de servir a su pueblo, a su gente, el otro es partidario del talde, las ekintzas, las bombas, la extorsión y matar txakurras, (guardias civiles españoles), cuantos más mejor, porque lo pide la causa, fruto de lo cual acabará con sus huesos en la cárcel. Cuando se quiera dar cuenta del lavado de cerebro que le hicieron de jovencito las teorías nacionalistas de ETA tendrá 43 años, cerca de 20 de los cuales los habrá pasado entre rejas. Eso sí, para su desgracia, “dentro de las cárceles del Estado opresor”, porque ellos, los etarras se limitaban simplemente a intentar liberar a su pueblo.
Hay otros muchos personajes, historias y circunstancias que desfilan por las páginas de Patria, remarcando una panorámica de lo que fue el País Vasco en los años de plomo y muerte, tiempo incluso en el que en las familias no se podía tocar el tema debido a la pertenencia de cada cual porque, perteneciendo a la misma sangre, estaban en bandos opuestos. Un Xabier cuyo cometido es salvar vidas en el hospital como médico, mientras le arrebatan la de su padre. O Nerea, que siempre ocultará ser la hija de un asesinado al ser considerado como una lacra. O Arantxa, valiente como ninguna que desde una silla de ruedas será capaz de decir lo que piensa, aunque debido a su situación se vea obligada a hacerlo con la ayuda de un Ipad.
Una sociedad desgarrada hasta el extremo de que el mayor consuelo que le queda a una viuda, una apestada en el pueblo por ser la mujer de un sentenciado a muerte por ETA, será hablar con él, desahogarse, cuando ya está en la tumba. Tildada de loca, sí, por los propios del lugar que sabiendo, o sin saberlo, vivían en una locura nacionalista colectiva, en la que mientras unos alardeaban de serlo, otros callaban en silencio, como precio para seguir existiendo.