El historiador Julián Casanova ha publicado el ensayo «Una violencia indómita» (Crítica), en el que hace un recorrido por todas las hostilidades de las que Europa ha sido escenario a lo largo del siglo veinte.
A lo largo de la Historia el continente europeo sufrió guerras, enfrentamientos, invasiones, actos de terrorismo y crisis migratorias que desembocaron en conflictos sangrientos. El siglo veinte fue uno de los periodos más violentos, testigo de dos guerras mundiales y de una serie de choques armados que apenas han dado tregua a lo largo de todo el siglo.
Las semillas de la gran guerra
El final del mundo de privilegios, lujo y poder que representaba el Antiguo Régimen comenzó con la revolución francesa en 1789 y no terminó hasta después de la Segunda Guerra Mundial. En este proceso de desintegración fue el siglo veinte el que contempló una mayor sucesión de catástrofes. Se iniciaron con los atentados anarquistas que dejaron miles de muertos en los años de tránsito, entre ellos personajes importantes de aquel periodo: la emperatriz de Austria Isabel de Baviera (Sissi), el presidente francés Sadi Carnot, los reyes Humberto I de Italia, Carlos I de Portugal y Jorge I de Grecia (en España Alfonso XIII se salvó de milagro). El magnicidio que costó la vida al archiduque Francisco I fue la señal del comienzo de la I Guerra Mundial. Desde entonces la violencia estuvo presente en Europa durante todo un siglo cuyo colofón fueron las guerras de secesión en Yugoslavia.
Antes de la Gran Guerra ya se habían vivido enfrentamientos bélicos como el conflicto ruso-japonés, antesala de la revolución bolchevique de 1917, que sorprendió a la Rusia zarista en plena guerra con Alemania. La revolución se convirtió en una fuerza incontrolable que barrió a sus opositores y a muchos de sus protagonistas y sirvió de modelo para las alternativas que buscaban un cambio de sistema. Tras la revolución, Rusia sostuvo una sangrienta guerra civil contra el Ejército Blanco y los cosacos. La revolución, la guerra, el terror, el hambre y las enfermedades causaron diez millones de muertos.
Antes de la revolución soviética se había vivido una rebelión en Rumanía, una Semana Trágica en Barcelona, una guerra en los Balcanes y violentos pogromos contra los judíos en toda Europa, incitados por la publicación en San Petersburgo del libelo antisemita «Protocolo de los sabios de Sión». El colonialismo, el etnonacionalismo y las ideologías que predicaban la superioridad de unas razas sobre otras originaron políticas de exterminio y pusieron las semillas de la Primera Guerra Mundial. Los dirigentes no hicieron apenas esfuerzos para detener la locura que abocaba al enfrentamiento porque esperaban que la guerra fuera corta y les sirviera para imponer un nuevo orden europeo. Por el contrario, se prolongó durante cuatro largos años en los que Europa fue testigo de atrocidades de una violencia hasta entonces desconocida que se llevó por delante ocho millones de vidas, un tercio de ellas civiles.
Durante el periodo entre las dos guerras mundiales Europa gozó de un importante progreso económico y de una vigorosa actividad creativa en las artes y en las letras, pero tampoco fue un remanso de paz. Las formaciones paramilitares salidas de la guerra y la cultura de la derrota instalada en los países perdedores generaron odios cuyos objetivos se fijaron sobre todo en el bolchevismo y en los judíos. Hungría, Finlandia, Ucrania y Alemania vivieron años de oleadas revolucionarias y contrarrevolucionarias que empujaron a la gente hacia la violencia, el radicalismo nacionalista y el odio. Irlanda logró la independencia del imperio británico en un proceso violento de lucha nacional. Francia utilizó ese paramilitarismo en Argelia, Siria e Indochina, y España libró una guerra colonial en el norte de Marruecos que facilitó la Dictadura de Primo de Rivera y más tarde abocó a una guerra civil que aplastó una república democrática. Esta agitación generalizada facilitó la aparición de los totalitarismos nazi y fascista en Alemania y en Italia, que institucionalizaron la violencia y el terror y prepararon los escenarios de la Segunda Guerra Mundial que, además de las víctimas de los combates y los bombardeos, conoció episodios de violaciones, genocidio y exterminio, como el Holocausto y los Gulags.
Tampoco la paz se instaló en Europa tras la II Guerra Mundial. Los países del Este sufrieron las dictaduras del comunismo estalinista que ahogó rebeliones en Hungría y Polonia. Grecia, España y Portugal estuvieron bajo la fuerte represión de regímenes totalitarios. Los armenios fueron víctimas de violentos ataques genocidas desde los restos del imperio otomano. En Europa hubo un pacto de silencio para consolidar durante la Guerra Fría la nueva alianza militar frente al bloque comunista. Contra lo que se temía, la caída del muro de Berlín, la desintegración de la URSS y la desaparición de los regímenes comunistas en sus países satélites fue un proceso pacífico (excepto en Rumanía) que dio paso en todos ellos a democracias de corte liberal.
De alguna manera, la guerra de Yugoslavia fue también consecuencia de la caída del muro, que propició la desaparición del régimen comunista que había creado Yosip Broz Tito unificando las seis repúblicas (Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Serbia, Montenegro y Macedonia). Tras su muerte, la pérdida de confianza en el Estado comunista, el nacionalismo racial de Milosevic en Eslovenia y el excluyente de Franjo Tujman en Croacia provocaron la guerra más larga y violenta de aquella región, incluyendo episodios de genocidio y violaciones múltiples.
Las causas de la guerra no fueron, como se argumentó, los «odios ancestrales» (apenas existentes en aquella sociedad del último tercio del siglo) sino la manipulación que las élites hicieron de las diversas identidades, construyendo relatos étnicos y perpetrando brutalidades que las polarizaron. Fue el uso deliberado de la violencia, organizada por grupos paramilitares y unidades del ejército, la que destrozó y separó a una sociedad que en realidad no estaba afectada por fracturas étnicas ni de clase. Fue la última guerra europea del siglo veinte pero, por desgracia, no fue la última de su historia.