La imagen se hizo viral a través de las redes sociales y los medios de comunicación de todo el mundo. Tres versiones de una misma obra, un plátano amarillo pegado a una pared con cinta adhesiva gris, habían sido vendidas el pasado diciembre por 120 000 dólares cada una durante la Feria Art Basel de Miami.
La obra era original del artista italiano Maurizio Cattelan, famoso por haber sorprendido y escandalizado con montajes e instalaciones como maniquíes de niños ahorcados, el Papa Juan Pablo II derribado por un meteorito, Hitler con cuerpo de niño rezando o el retrete de oro macizo en el que se invitaba a la gente a defecar.
No es la primera vez que una obra de arte contemporánea escandaliza a los espectadores. Recordemos los excrementos enlatados de Piero Manzoni con el rótulo “Merde d’artiste” que la Tate Gallery compró por más de 30 000 euros la pieza, los cuadros de Andy Warhol, Rauschenberg y Chris Ofili pintados respectivamente con orina, basura y boñiga de elefante, la chaqueta de piel de Jim Hodges tirada en una esquina, los globos de Friedman unidos por cuerdas de las que cuelgan un par de calzoncillos, la pelota de baloncesto flotando en un tanque de agua, de Jeff Koons… una cadena interminable de obras protegidas bajo la etiqueta ‘arte contemporáneo’ que para asombro de muchos alcanzan importantes cifras de ventas en subastas y galerías.
El plátano de Cattelan, titulado Comediante (los títulos de las obras de estos artistas son merecedores de un comentario aparte), es al mismo tiempo, según Emmanuel Perrotin, asistente de Cattelan, que lo compró en una frutería de Miami, “un símbolo del comercio global y un artefacto para el humor”.
Con Duchamp llegó el escándalo
Escandalizar a través del arte no es nada nuevo. Los impresionistas ya provocaron a los academicistas franceses en los años finales del siglo diecinueve cuando decidieron organizar la primera exposición de sus obras al margen de los salones oficiales.
El punto de inflexión en lo contemporáneo se sitúa en Fontaine, el urinario de pared modelo Bedfordshire que Marcel Duchamp firmó en 1917 con el seudónimo R. Mutt, y que llegó a estar unos días en la Exposición de Independientes celebrada ese año en Nueva York, de la que fue retirado por ofensivo y vulgar por los organizadores de la muestra, aunque su huella se prolongó a lo largo de todo el siglo veinte e inició un debate que no ha parado desde entonces, el que trata de responder a la pregunta “qué es el arte”.
Durante el siglo veinte hubo tres grandes fracturas con el viejo mundo anterior, que explican la aparición del arte y la cultura actuales. La primera tiene que ver con esa iniciativa de Marcel Duchamp, la ruptura de las vanguardias con los códigos del clasicismo y el arte burgués, que dio lugar a la aparición del arte contemporáneo. La segunda llegó con la revolución de Mayo del 68, que resquebrajó las normas de la vida cotidiana, los valores en los que se asentaba la burguesía y las relaciones entre los sexos. La tercera fractura, la económica, se inició en los años setenta con la crisis del petróleo y los procesos de desregulación en todos los ámbitos.
Todas estas convulsiones llevaron al arte y la cultura a una nueva situación que Gilles Lipovetsky y Jean Serroy han bautizado como cultura-mundo (La cultura-mundo. Respuesta a una sociedad desorientada. Anagrama) que muestra el estado actual de la cultura y el arte en la era de la globalización en función de cuatro valores universales en alza: el capitalismo, la tecnología, el individualismo y el consumismo.
Esta nueva cultura ha desvanecido más que ninguna otra los límites entre la alta cultura y la cultura comercial, entre el arte sublime y el arte de consumo; las fronteras que separaban el cultivo del espíritu, de la banalidad con la que hoy se rellena el ocio de los ciudadanos. Una cultura en la que lo comercial es reconocido como cultural mientras que manifestaciones antaño auténticamente culturales como el arte y la literatura se han insertado en el comercio y obedecen a reglas de la economía.
A diferencia de los clásicos, los artistas y escritores de hoy tienen como objetivo ganar dinero y ser célebres. Buscan más la popularidad mediática que la gloria inmortal porque es la celebridad lo que hace subir la cotización de sus obras. Lo que parecía que debía escapar al mercantilismo (el mundo de la creación y la belleza), se hace cada vez más comercial y mediático, sustentado por las estrategias del espectáculo y la seducción. La nueva cultura y el arte nuevo llegan envueltos, además, en la retórica de la simplicidad, no exigen apenas esfuerzo para ser comprendidos. Han nacido para proporcionar una evasión fácil, para divertir.
La cultura y el arte han adquirido mayor protagonismo cuando se han revelado como producciones rentables en todas las economías (en EE.UU., la más rentable), hasta el punto de ser uno de los objetivos prioritarios de las industrias nacionales. Como añadido, el maridaje entre la tecnología y el neoliberalismo económico ha dado como resultado un productivismo desenfrenado y una comercialización ilimitada de productos culturales de consumo, lo que ha hecho saltar las alarmas de las economías más débiles y las ha llevado a elaborar normas para protegerse de la colonización de los productos culturales extranjeros. Europa tuvo que aprobar leyes de excepción cultural para frenar la invasión de productos audiovisuales norteamericanos promocionados a través tanto de las viejas como de las nuevas pantallas.
En su ensayo París-Nueva York-París. Viaje al mundo de las artes y de las imágenes (Acantilado) el intelectual francés Marc Fumaroli también advierte del consumismo, que se ha instalado como ideología dominante y ha devorado el arte contemporáneo, convertido en un engranaje más de la producción industrial y comercial, en una rama del entertainment; un arte comercializado con la etiqueta “contemporáneo” que liquidó las enriquecedoras aportaciones del expresionismo abstracto de Pollock, de Rothko, de De Kooning y de Newman. Se trata, dice Fumaroli, de una versión industrial y bursátil de un dadaísmo aburguesado, una mercancía comercial, un mero sector del mercado realizado por artistas que pretenden subvertir todas las artes sin saber dibujar, ni pintar, ni esculpir, ni bailar, ni cantar… inversión caricaturesca del hombre desalienado de Marx y de su empleo del tiempo libre.
Lo dramático, dice Fumaroli, es que autoridades e instituciones fomenten su presencia y cedan sedes como el Louvre, la capilla de La Sorbona o el Palais Bourbon para sus instalaciones y exposiciones, facilitando la invasión de los museos por los contenidos del supermercado. Gracias a este tipo de actitudes algunos se han instalado en el mundo del arte como los sucesores de Van Gogh, los Leonardos de la cultura global, cuando, dice Fumaroli, no son más que el capricho de una ínfima minoría de multimillonarios. Producen un arte cuya posesión sólo se pueden permitir los nuevos ricos de la economía global, a remolque de las industrias de la publicidad y de la cultura-entretenimiento, un subproducto del gran comercio del lujo del que se enorgullecen los banqueros y los magnates y que ha venido a suplantar los valores creativos de los auténticos artistas mientras las obras maestras de los museos ya no dicen nada a las masas.
La deriva del arte contemporáneo
Desde los años cincuenta del siglo veinte, el momento en que Yves Klein inició el movimiento de arte conceptual con la presentación en París de su exposición Vacío, que dio lugar a los ‘happening’, las ‘performances’, el Land art y las antropometrías de los body painting (en las que Klein utilizaba como pinceles cuerpos desnudos de mujeres untados con pintura azul), el ingenio y la provocación se han convertido en los grandes protagonistas del arte contemporáneo, al que se asiste entre el interés, el asombro y el escepticismo.
Una de las obras más conocidas y polémicas es un tiburón conservado en formol al que su autor, el artista británico Damien Hirst, tituló La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo. El magnate de la publicidad y coleccionista de arte Charles Saatchi lo vendió por doce millones de dólares al millonario Steve Cohen, quien lo donó al Museo de Arte Moderno (MoMA) de Nueva York. A los pocos meses hubo que sustituirlo por otro ejemplar, ya que el original se descomponía. Otra obra de Hirst, Por el amor de Dios, una calavera con 8600 diamantes incrustados, fue en su día la obra de arte más cara de un artista vivo: cincuenta millones de libras.
El Premio Turner, que se falla cada año en Inglaterra, se ha convertido en uno de los más esperados y polémicos: es el que ha encumbrado la cama deshecha de Tracey Emin, las obscenidades sexuales de Paul McCarthy, el caballo muerto de Berlinde de Bruyckere o la habitación con una luz que se apaga y se enciende de Martin Creed.
El 29 de mayo de 2014, durante una performance, Deborah De Robertis se sentó en el suelo, desnuda y con las piernas abiertas, justo debajo del cuadro “El origen del mundo” de Gustave Courbet, que cuelga en el Museo D’Orsay de París, y abrió con las manos su sexo a las miradas del público. Su objetivo: eliminar la distancia artística entre la obra de Courbet y los espectadores. Al año siguiente la misma artista se desnudaba delante de la “Olympia” de Manet, que presenta el cuerpo desnudo de una prostituta.
El efecto sorpresa que persigue el arte contemporáneo ha dado lugar a situaciones sorprendentes, como cuando en octubre de 2015 la mujer de la limpieza de un museo de arte moderno de Bolzano (Italia) envió a la basura una instalación de Sarah Goldschmied y Eleanora Chiari formada por botellas vacías, cajetillas de tabaco vacías y confeti pisoteado que simbolizaban, según las artistas, el fin del consumismo y la especulación financiera. O la creencia de que el apuñalamiento de una mujer durante la Art Basel de Miami en diciembre de ese mismo año fuese tomada por una performance al haberse producido frente a una instalación titulada “The Swamp of Sagitarius” de la artista Naomi Fisher. Una de las más dramáticas fue la escena del asesinato a tiros del embajador de Rusia en Turquía, Andrey Karlov, durante la presentación de una exposición en una galería de arte de Ankara mientras los asistentes pensaban en un primer momento que se trataba de otra representación.
En fin, y para cerrar el ciclo, volvamos al urinario de Marcel Duchamp, del que actualmente existen quince copias distribuidas por todo el mundo. Entre 1993 y 2006 los artistas Kendell Geers, Brian Eno, Björn Kjelltoft, Yan Chai, Jian Jun Xi y Pierre Pinoncelli, se dedicaron a visitar esos urinarios de Duchamp para reactivar su impulso: se trataba de orinar en ellos, convertirlos en artefactos del utilitarismo.
También el plátano de Cattelan tuvo un destino utilitario cuando el artista performativo David Datuna arrancó uno de los modelos de la pared en la que estaba pegado y se lo comió. Claro que, para que quedase constancia, tuvo el detalle de grabar su “performance” y colgarla en internet para que todo el mundo pueda verla: su reproducción viral le proporcionará unos cuantos miles de dólares más.
1.- La «basura» es un gesto cultural. Qué es «desecho» y qué se reutiliza depende en mucho de la cultura propia de cada pueblo. Hace unos meses conversaba ésto con uno de mis hermanos mientras mi sobrina de pocos años jugaba a nuestro lado. En ese preciso momento pasaba por nuestro urbanismo el camión de recolección de desechos sólidos. Al verlo, mi sobrina exclamó: «¡Allá va el camión de la cultura!».
2.- Estas manifestaciones artísticas muchas veces han acompañado en sus luchas a los movimientos independientes de derechos humanos. Son una herramienta fundamental en el Uso Alternativo del Derecho como estrategia de protesta, de denuncia o de impulso a causas que, de otra forma, serían invisibilizadas y cuyos expedientes legales reposarían eternamente en los archivos de los tribunales sin obtener la atención de la mirada indiferente de funcionarios o funcionarias del Sistema de Administración de Justicia.