Tita Radilla espera con cierto escepticismo que los militares de México acusados de desapariciones forzadas empiecen a desfilar ante la justicia ordinaria, un reclamo de cinco décadas marcadas por estos delitos, informa Emilio Godoy (IPS)
Desde que su padre, Rosendo Radilla, fue secuestrado por soldados en agosto de 1974 en el sureño estado de Guerrero, no pasó día sin que Tita indagara su paradero en la prensa, los tribunales nacionales y las instancias internacionales.
Su lucha llegó a San José de Costa Rica, sede de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que condenó al Estado mexicano en noviembre de 2009 por violentar los derechos a la libertad y a la integridad personal, al reconocimiento de la personalidad jurídica y a la propia vida de Radilla, un dirigente comunitario del municipio de Atoyac, 400 kilómetros al sudeste de la capital.
«Ha sido una lucha que hemos dado. Es importante por todo el esfuerzo que se ha hecho, creemos que es un logro que los militares vayan a instancias civiles. Es una reivindicación para nuestro esfuerzo», dijo Radilla a IPS.
El martes 4, el Senado mexicano eliminó una reserva y una interpretación que México interpuso en 2002 a la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas y que impedían a tribunales ordinarios juzgar crímenes cometidos por militares contra civiles, confinándolos al fuero castrense.
La solicitud de derogar esas disposiciones fue enviada al Senado en octubre por el presidente conservador Enrique Peña Nieto, del Partido Revolucionario Institucional (PRI), como parte de los compromisos asumidos por México para cumplir con la sentencia de la Corte Interamericana.
Mientras otros países, como Argentina, Chile, El Salvador, Guatemala y Uruguay, han avanzado para juzgar las desapariciones forzadas, esos delitos permanecen totalmente impunes en México.
El problema se agrava con la metamorfosis que este crimen experimentó en los últimos años, cometido también por milicias paramilitares, narcotraficantes y tratantes de personas. Algunas estimaciones indican que las víctimas podrían sumar 30.000 o más.
«En nuestros países las leyes no se aplican. Es demasiado lento el trabajo que se hace. No hay demandas penales, ni una persona detenida o juzgada», lamentó Radilla, vicepresidenta de la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos en México (Afadem).
Otros activistas comparten su incredulidad.
«No va a haber cambios. Hemos escuchado muchas promesas que solo han servido para ocupar a muchas personas, sin que aparecieran nuestros seres queridos y sin juicios», dijo Martha Camacho, presidenta de la Unión de Madres con Hijos Desaparecidos de Sinaloa (UMHDS), estado del oeste mexicano.
Las desapariciones deben «considerarse crímenes de lesa humanidad que no prescriben», agregó.
Cuando Camacho y su esposo José Manuel Alapizco tenían 21 años, en agosto de 1977, fueron sacados de su casa en la noroccidental ciudad de Culiacán por agentes de la Dirección Federal de Seguridad, policías municipales y de tránsito.
La pareja militaba en la Liga Comunista 23 de Septiembre y Camacho estaba embarazada. Los dos fueron torturados. Alapizco fue ejecutado y su cuerpo nunca apareció.
Tras 47 días de cautiverio, Camacho y su hijo recién nacido recobraron la libertad, luego de que sus padres pagaron un rescate.
La UMHDS se creó en 1978 y documentó 47 desapariciones forzadas cometidas en Sinaloa entre 1975 y 1983.
Guadalupe Pérez, integrante de Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio (Hijos México), también es escéptico.
«Es sorprendente que se hayan tardado casi 12 años para entender esta situación, pero además que haya sido resultado de la sentencia del caso Radilla para ver que mucho de lo que México promueve a nivel internacional no es del todo aplicable a nivel interno», dijo Pérez.
Su padre, Tomás Pérez, desapreció el 1 de mayo de 1990, supuestamente a manos de paramilitares, en el municipio de Pantepec del sureño estado de Puebla.
La víctima tenía entonces 39 años e integraba la Central Campesina Independiente, que luchaba contra el saqueo de tierras a la población rural local.
Hijos registró 561 desapariciones entre 1969 y 2010.
La estatal Comisión Nacional de Derechos Humanos estudió 532 casos correspondientes a los años 1960 y 1970, en el marco de la «guerra sucia» de fuerzas estatales contra guerrillas izquierdistas, militantes y dirigentes sociales.
Organizaciones no gubernamentales aseguran que la cifra de ese período sobrepasa el millar.
Por lo mismo el gobernante PRI se halla en un brete, pues corresponde investigar a gobiernos de ese partido que estaban en el poder cuando esta práctica comenzó, a finales de los 60, y enjuiciar a los responsables.
Una fiscalía especial que actuó entre 2000 y 2006 documentó 12 matanzas, 120 ejecuciones extrajudiciales, 800 desapariciones y 2.000 torturas contra detenidos, sobre todo en las décadas de 1960 y 1970.
«Lo más importante es que el Estado haga una investigación completa y efectiva para hallar a Rosendo», exige Radilla.
Pese al fallo de la Corte Interamericana, desde mayo de 2013 no hubo diligencias para encontrar sus restos.
En Guerrero, la Afadem denunció penalmente 126 casos. En ese estado funciona desde abril de 2012 una comisión especial para investigar las violaciones de derechos humanos de la guerra sucia, que lleva registrados decenas de crímenes.
Un obstáculo a su labor es que la Procuraduría (fiscalía) General de la Nación le niega acceso a los testimonios y archivos recabados por varios organismos del Estado.
Hay «una gran simulación a lo largo de 44 años, porque se ha seguido practicando la desaparición forzada. Quienes detentan el poder tienen responsabilidad política, pues siguen sin investigar y sin decir dónde están» los desaparecidos, cuestionó Pérez.