Creo que me he equivocado; el verdadero peligro (para Occidente) no es el Islam, sino China. Habrá que profundizar en el tema.
Las palabras de Samuel Huntington, el padre y pope del controvertido ensayo El choque de civilizaciones, sorprendieron a los participantes en el multitudinario acto celebrado en la Universidad Complutense de Madrid en mayo de 1995.
Con razón; los diplomáticos, periodistas, universitarios y agentes de los servicios de inteligencia occidentales esperaban una evaluación objetiva del recién estrenado conflicto entre Occidente y el Islam, publicitado por los medios de comunicación estadounidenses en 1992, fecha en la que el peligro islámico tomó el relevo de la ya anacrónica amenaza comunista. Obviamente, el mundo libre, las democracias occidentales, no podían vivir sin enemigos.
Pese a las alegaciones de Huntington, el mundo islámico se convirtió a partir de 2001 en el verdadero quebradero de cabeza de las Cancillerías del primer mundo. El famoso choque anunciado por el politólogo estadounidense degeneró en un auténtico enfrentamiento armado, del que la guerra de Afganistán resultó ser un mero preludio.
Tres presidentes norteamericanos, George Bush, Barack Obama y Donald Trump, se tornaron en adalides de la guerra sin cuartel contra el islamismo radical, un combate que todavía no ha cesado. La presencia del Estado Islámico y al Qaeda en Oriente Medio y el Norte de África es una muestra de ello. De hecho, el radicalismo islámico cuenta actualmente con importantes ramificaciones políticas y económicas que impiden la elaboración de estrategias coherentes y eficaces por parte del Primer Mundo.
Las ofensivas ideológicas y militares de los radicales islámicos ya no se fraguan en las cuevas de Bora Bora, sino en las lujosas mansiones de los potentados del Máshreq. Aparentemente, la clase política occidental ha perdido la ocasión de idear o de crear un frente común ante el mal llamado, aunque siempre inquietante, peligro islámico.
Al finalizar el primer año de la pandemia provocada por la COVID 19 –inicio de la era de la seguridad sanitaria– los políticos tratan de escamotear los estragos causados por el virus chino –expresión ésta acuñada por Donald Trump– para centrar el interés de la opinión pública en otro desafiante fenómeno: la incipiente guerra fría entre China y Occidente.
El conflicto se percibía de manera completamente distinta en la década de los años noventa del pasado siglo, cuando Huntington lanzó su primera advertencia. En aquel entonces, los politólogos barajaban la posibilidad de un conflicto bélico entre Washington y Pekín, esgrimiendo argumentos de índole estratégica, invocando la superioridad numérica de los ejércitos y la capacidad de destrucción de los arsenales balísticos. Error, grave error; en este caso concreto, la rivalidad se ha trasladado al plano económico.
En realidad, los chinos empezaron a desvelar sus planes en la década de los años ochenta del pasado siglo, al iniciar una gran ofensiva comercial en los mercados de Occidente. A la expansión de los intercambios –algunos acusan a los chinos de practicar el dumping o venta de productos por debajo del precio normal, prohibida por las normas del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio- se sumaba la compra masiva de bienes inmuebles y terrenos en los países industrializados: Estados Unidos, Francia, Inglaterra, España. Menos éxito tuvieron los inversores chinos en la región de Oriente Medio, donde su expansión quedó obstaculizada por la presencia nipona.
La guerra comercial entre Estados Unidos y China estalló en 2018, cuando Washington optó por aprobar un paquete de sanciones económicas que afectan seriamente las exportaciones de Pekín. Si bien el promotor de dichas sanciones fue el presidente Obama, la aplicación concreta de las medidas de retorsión resultó ser obra del multimillonario Donald Trump, quien no oculta, por otra parte, sus intereses económicos en China.
En el último trimestre de 2020, la economía china experimentó un importante nivel de recuperación. Pekín centra sus esfuerzos en incrementar la autonomía tecnológica. El presidente Xi Jinping utilizó las palabras innovación y tecnología más de veinte veces en su discurso ante el último Congreso del Partido Comunista Chino.
En cuanto a la globalización se refiere, Xi Jinping señaló que prefería centrarse en el mercado interno, ya que China ya no debería depender, para su desarrollo, únicamente de la inversión extranjera.
Estiman los analistas estadounidenses que la estrategia de Xi Jinping de incrementar su poder e imponer el control férreo al sector privado podría conducir a una ruptura con Estados Unidos.
También hallamos intereses convergentes, como el deseo de las dos superpotencias de combatir la influencia de los gigantes de la informática, como Facebook y Google.
El equilibrio se rompe en el sector de la defensa y, muy concretamente, a la hora de comparar el poderío naval de los dos países.
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, China ha experimentado en mayor crecimiento de sus embarcaciones de guerra. La Armada cuenta actualmente con una gran dotación de cruceros, destructores y barcos anfibios, a los que se suman dos primeros portaaviones, con un tercero ya en construcción.
En 1993, China tenía 47 submarinos, incluido un submarino de misiles balísticos clase Xia, cinco submarinos de ataque nuclear clase Han, 34 submarinos eléctricos diésel clase Romeo de la década de 1950 y seis submarinos del Clase Ming.
Según el Servicio de Investigación del Congreso estadounidense, en 2019 la flota norteamericana consistía en cuatro submarinos de misiles balísticos, seis submarinos de ataque de propulsión nuclear y 50 submarinos de ataque eléctricos diésel.
La flota de submarinos de EE. UU. se mantendrá bastante estática en la próxima década (2020-30), disminuyendo ligeramente de 68 a 66 el número de submarinos de todo tipo.
Los exhaustivos informes que obran en poder del presidente electo, Joe Biden, reflejan claramente las semejanzas y disparidades estructurales entre los dos países.
¿Serán éstas el punto de partida para la ansiada nueva Guerra Fría?