Entre 1918 y 1939, la cultura y la sociedad europeas sufrieron las crisis que desembocaron en la Segunda Guerra Mundial
Durante los años que van desde el final de la Gran Guerra en 1918 hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial en 1939, un periodo conocido con el nombre de entreguerras, se produjeron algunos de los cambios socioculturales más importantes del siglo XX.
La contienda mundial que arrasó Europa entre 1914 y 1918 engendró reacciones políticas y sociales que desembocaron en los grandes totalitarismos del siglo XX conducidos por Stalin, Hitler, Mussolini y Franco, que convirtieron la vieja Europa en un gigantesco solar de ruinas humeantes.
Mientras la técnica avanzaba a pasos agigantados, los valores que habían sostenido a Occidente entraron en franca decadencia. Desde la distancia histórica aún es difícil entender cómo Occidente, el epicentro del poder y de la economía mundial en esos años, se sumergió en una etapa de revoluciones violentas y odios que desembocaron en un enfrentamiento aún más sangriento que el anterior.
Estas nuevas revoluciones coinciden con los principios recogidos en la obra de Spengler “La decadencia de Occidente”, donde se afirmaba que las “razas fuertes” tienen que imponerse a las demás y estar dirigidas por un hombre excepcional”. Y alrededor de todas ellas aleteaba la promesa seductora del Hombre Nuevo nitzscheano. El devenir histórico de esos años en los que la cultura jugó un papel importante está recogido en dos ensayos recientes, “La fractura. Vida y cultura en Occidente, 1918-1938” (Anagrama) del historiador Philipp Blom, y “Políticas del odio. Violencia y crisis en las democracias de entreguerras” (Tecnos), una selección de estudios coordinados por los profesores Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío.
Europa. años de grandes cambios culturales
El fin de la Primera Guerra Mundial había provocado profundas divisiones entre los supervivientes de la contienda, obligados a superar las condiciones demográficas, políticas y económicas en medio de una catástrofe cultural sin precedentes. Intelectuales como Drieu La Rochelle y Jean Prévost, combatientes en el ejército francés durante el conflicto, se encargaron de transmitir desde la derecha el desencanto de quienes habían sido saludados como héroes y, casi simultáneamente, rechazados como alborotadores, mendigos, testigos de la vergüenza y el desastre. Desde otro punto de vista ideológico, artistas como Georges Grosz y Otto Dix recordaban desde Alemania la cara más desagradable de la guerra en sus pinturas de veteranos mutilados, oficiales corruptos y prostitutas. Los dos habían sido también combatientes en una guerra de la que volvieron traumatizados.
La posguerra en Francia e Italia
El país que más había sufrido las consecuencias de la guerra se sobreponía trabajosamente en medio de unas condiciones penosas de entre las que surgió una cultura innovadora y rupturista encabezada por el movimiento surrealista de André Breton, quien se sumó al apoyo a la revolución bolchevique, alrededor del cual crecieron figuras como Francis Picabia, Max Ernst, Paul Éluard, Le Corbusier, René Clair, Marcel Duchamp o Man Ray, quienes aportaron una esplendorosa producción de cuadros, fotografías, arquitecturas, películas y canciones. A París acudieron artistas de todo el continente a la llamada de las vanguardias artísticas que tuvieron su sede en la ciudad a la que convirtieron en capital cultural del mundo.
En Italia, desde 1919 el escritor Gabriele d’Annunzio dedicó sus esfuerzos a crear la estética del fascismo para su amigo Benito Mussolini, para la que resucitaba el simbolismo imperial, incluido el saludo romano. Para la película “Cabiria” d’Annunzio creó la figura de Maciste, un Hércules moderno que protagonizó más de veinte filmes, que reivindicaba aquel legado cuya grandeza era también el objetivo perseguido por el futurismo de Marinetti.
Alemania año cero
En la Alemania derrotada en la guerra, Berlín se convirtió en la capital de una cultura que cobraba nuevos impulsos gracias a movimientos artísticos como la Nueva Objetividad, la música de Furtwängler y Otto Klemperer, la arquitectura de la Bauhaus, la literatura de Alfred Döblin y Thomas Mann y a una cultura popular en torno al teatro de Bertolt Brecht y el cine de Max Reinhardt. “El Ángel Azul” descubría a una Marlene Dietrich cuya imagen se convirtió en icono de la nueva era.
Mientras la hiperinflación minaba la República de Weimar y el paro crecía de forma vertiginosa, el clima político derivaba hacia una violencia monopolizada por el partido nacionalsocialista en un país donde iba tomando cada vez más fuerza el antisemitismo, alimentado por propagandistas como Oscar Levy y documentos como los “Protocolos de los sabios de Sión”, falsedades que ponían al judaísmo en la picota e inspiraron a Adolf Hitler para escribir “Mi lucha”. El ataque a la cultura comenzó con la quema masiva de libros de autores como Freud, Erich Maria Remarque, Jack London, Maxim Gorki o Stefan Zweig. Cuando Hitler llegó a la cancillería alemana el control totalitario de la cultura fue un ingrediente más de las persecuciones desatadas contra judíos, izquierdistas e intelectuales.
La cultura en la Rusia bolchevique
Desde 1917 en la nueva Rusia bolchevique se estableció un sistema totalitario que controlaba todas las actividades. Los revolucionarios soviéticos vieron en la cultura su mejor acta de presentación ante los asombrados ojos del mundo, por lo que fomentaron su presencia en todos los ámbitos de la nueva sociedad. Los Ballets Russes de Diáguilev (nacidos antes de la revolución), las películas de Eisenstein y Dziga Vértov, los carteles y collages de Malévich, El Lissitzky y Rodchenko, los cuadros de los artistas constructivistas, se presentaban ante visitantes y propagandistas (H.G. Wells, André Gide, Bernard Shaw, Romain Rolland) como los logros de un sistema que había alcanzado la perfección. Mientras tanto se ocultaban las graves consecuencias de la hambruna en Ucrania, el fracaso de los planes quinquenales estalinistas y la represión indiscriminada que causó millones de muertos y ejecuciones masivas de disidentes. Las persecuciones contra los artistas e intelectuales críticos con el bolchevismo fueron feroces, con casos dramáticos como los de los poetas Maiakovski y Mandelstam, el músico Shostakovich o los escritores Boris Pasternak, Anna Ajmátova y Mijaíl Bulgakov.
América. la nueva sociedad opulenta
En los Estados Unidos, los soldados negros no sólo siguieron marginados a su regreso de la guerra sino que el racismo se recrudeció con las actividades del Ku-Klux-Klan y el auge de nuevas ideologías como la de Lothrop Stoddard canalizadas a través del cine en películas como “The Classman” de D.W. Griffith. La reacción cultural desde la negritud fue la música de blues y el jazz, hijos de la esclavitud y la represión, que pronto se extendió también por Europa.
En una sociedad en la que habían entrado de lleno los medios de comunicación de masas, la publicidad y la producción en serie de coches y electrodomésticos, algunas voces se alzaron contra el naciente consumismo utilizando el arte como antídoto: Joseph Stella, Georgia O’Keeffe, Edwar Hopper y fotógrafos como Alfred Stieglitz e Imogen Cunningham adoptaron una postura estética novedosa. La industrialización y mecanización del trabajo inspiró a cineastas (“Metrópolis” de Fritz Lang, “Tiempos modernos” de Chaplin), escritores de distopías (“Un mundo feliz”, de Huxley) y autores de ciencia ficción que imaginaron un mundo lleno de robots que iban a liberar a la humanidad de la maldición bíblica del trabajo. El debate entre la fe y la razón se encrespó en este país en los enfrentamientos entre el darwinismo y el fundamentalismo cristiano que únicamente aceptaba el relato de la Biblia. La Ley seca que propició la aparición de la Mafia dio lugar a una nueva forma de delincuencia que causó estragos.
El vertiginoso impulso de la economía y la cultura norteamericanas frenó en seco con el crack del 29 y las tormentas de polvo que convirtieron 40 millones de hectáreas en tierra baldía y dejaron en la indigencia a millones de campesinos que emigraron en masa a las ciudades. John Steinbeck (“Las uvas de la ira”) y Erskine Caldwell (“La ruta del tabaco”) recogieron la tragedia de unas gentes atrapadas en la miseria cuyas imágenes documentó la fotografía de Dorothea Lange y Walker Evans.
Por esos años en España estallaba una guerra civil en la que los totalitarismos ensayaban lo que en 1939 sería un nuevo conflicto internacional.