Acuerdos del Estado con la Santa Sede: las minorías religiosas ¡callan!
La Iglesia [católico-romana, por supuesto] manda de nuevo; como con Franco. Y no lo digo yo, lo ha dicho el escritor Juan Marsé y lo repiten por activa y por pasiva intelectuales, hombres de negocios, representantes de la cultura y gente del pueblo, monárquicos o republicanos, que ven con estupor cómo retrocedemos hacia posiciones neocatólicas propias de los años del nacionalcatolicismo más rancio. Entretanto, la Conferencia Episcopal, calla. Ya no encabeza manifestaciones callejeras. En vanguardia, defendiendo su ideario, ha colocado peones cualificados que están dispuestos a amoldar la letra de la Constitución y domeñar, si necesario fuere, los principios de igualdad y defensa de los derechos individuales y colectivos, para dar plena satisfacción al ultramontano catolicismo que subyace en las entretelas de la cultura española.
El argumento jurídico en el que se apoyan los políticos para seguir favoreciendo los intereses de una minoría de españoles católicos confesos practicantes (en ningún caso superior al 25% de la población) se apoya en un documento elaborado en la época pre-constitucional, aunque firmado unos días después de haber sido proclamada la Carta Magna, los Acuerdos con la Santa Sede, que sustituyeron en la forma, pero no en el contenido de fondo, al Concordato del año 1953.
El partido que actualmente lidera la oposición en el Congreso amenaza ahora con denunciar los Acuerdos entre el Estado Español y la Santa Sede. No se inmutó, ni movió ficha, cuando gobernaba; antes bien, mantuvo y aumentó en algunos casos los privilegios de que goza “la Iglesia”; se sometió a los rituales, tanto en Roma como en España, impuestos por su jerarquía; renunció a poner en marcha la ya elaborada Ley de Libertad de Conciencia, ante las presiones no disimuladas del Vaticano… Bueno es que ahora enseñe los dientes, pero no creemos que, llegado el caso, sea capaz de impulsar una acción de esa naturaleza tan necesaria, por otra parte.
En una columna reciente en el diario El País, Soledad Gallego-Díaz afirmaba lo siguiente: “Hasta que no se rompa ese acuerdo no será posible que la sociedad española mantenga unas relaciones amistosas y normales con la jerarquía de la Iglesia, como sería lo apropiado”. Lo curioso de esta situación anómala, es que siendo cada vez más los sectores sociales que levantan su voz en contra de la descarada discriminación a favor de un sector minoritario de la sociedad, pero con raíces profundas y un poder fáctico inigualable, los otros colectivos religiosos presentes en la sociedad española (protestantes, judíos y musulmanes, especialmente) mantengan silencio o, en el mejor de los casos, tímidas protestas en los despachos oficiales, tal vez prisioneros de que también para estos colectivos existen unos Acuerdos con el Estado, que en nada tienen que ver con los mencionados anteriormente, pero que, de alguna forma, sirven de justificación y tapadera para homologar aquellos, como si un exponente de trato indiscriminado se tratara, cosa que en manera alguna se produce.
Los Acuerdo del Estado Español con la Santa Sede, aparte de ser formalmente inconstitucionales, son discriminatorios e innecesarios en el marco de una sociedad democrática que proclama como uno de sus principios el respeto a la libertad religiosa y que aspira a algo más: la libertad de conciencia. La Constitución garantiza lo fundamental: los derechos del individuo y de los grupos en que se integra, velando por que sean reales y efectivos; remover los obstáculos que pudieran dificultar dicho ejercicio; y velar para que ninguna confesión adquiera o conserve carácter estatal (cfr. arts. 9 y 16 de la C.E.).
Defender esta línea argumental, en el caso de que fuera asumida, obligaría a las confesiones minoritarias (musulmanes, judíos y protestantes) a replantearse la conveniencia de mantener y, por supuesto, ampliar el contenido de los acuerdos actuales. Mientras no se adopte una postura semejante, los defensores de conservar, proteger y aumentar el contenido y alcance de los Acuerdos con el Vaticano tendrán coartada suficiente para justificarlos; y las minorías religiosas carecerán de fuerza suficiente para denunciarlos.
Al margen de que sea legítimo, que lo es, que las confesiones religiosas reciban de buen grado las subvenciones destinadas a proyectos sociales, educativos o culturales (otra cosa sería lo que se refiere a aquellas subvenciones que se aplican a soporte estructural y que, al faltar, pueden dejar a la institución vacía de contenido y razón de ser), no estaría de más estudiar otras vías de cooperación que no supusieran un agravio para otros colectivos sociales y, sobre todo, que no se utilicen para dar soporte de legitimidad al despropósito que permite que el Estado se vea obligado a legislar bajo el ideario de una determinada confesión religiosa y a destinar del erario público en torno a los ¿11.000 millones de euros anuales? (¡¡sin que con motivo de la crisis se hayan producido recortes, siendo la única entidad que mantiene íntegras todas las partidas que tiene asignadas!!!).