Luminoso. Así vi aquel rostro de una anciana que creía ya fallecida, desvanecida en las turbulencias del siglo XX. Pero estaba frente a mí, de repente. Con estupor, pregunté a Geneviève Dreyfus-Armand, historiadora del exilio republicano español, que me acompañaba, si verdaderamente se trataba de Lise London.
Estábamos en el extrarradio de París, en la fiesta de L’Humanité, aquel 13 de septiembre de 2003. Pude hablar con ella una media hora y le pedí que me dedicara el segundo volumen del libro de sus memorias (Le printemps des camarades). Lo que me escribió era casi una definición de su vida extraordinaria: «J’ai survécue aux combats de ma génération communiste, antifasciste ‘pour changer le monde’, il reste à changer»
Lise London nació en 1916 en Montceau-les-Mines, una localidad de tradición minera situada en Borgoña (centro-este de Francia). Su nombre originario era Elisa Ricol, hija de emigrantes aragoneses procedentes de Cuevas de Canart (provincia de Teruel). Su abuelo había sido un jornalero del campo; a ratos, también carbonero y albañil, que había luchado del lado de los carlistas en la última de aquellas guerras (la Tercera Guerra Carlista). La madre de Elisa Ricol (o Lise London) era muy católica. Su padre fue un hombre prácticamente analfabeto que -una vez en Francia, adonde llegó con 16 años- aprendió a leer (en francés) leyendo el diario comunista L’Humanité.
Militante de las Juventudes Comunistas del PCF, Elisa Ricol (Lise London), viajó a Moscú a los 18 años. Trabajó como intérprete y dactilógrafa para el Komintern. Allí, en Moscú, conoció a Artur Gerard London, de origen checo y judío, más tarde voluntario de las Brigadas Internacionales en la guerra de España. El derrumbamiento de la República Española fue su primera gran derrota; quizá la mayor de sus largas vidas de vencidos. Lise London recordó siempre que el mismo día «del bárbaro ataque contra Guernica», ese «crimen contra la humanidad«, aquel maldito 26 de abril, «cayeron sobre los barrios populares de Madrid más de cuatro mil obuses que provocaron centenares de muertos y heridos«. Al día siguiente, ella misma fue testigo (el 27 de abril de 1937) de otro bombardeo de unos sesenta obuses lanzados por parte de navíos de guerra franquistas contra barriadas populares de Valencia, con su terrible correlato de víctimas (lo reseña en Le printemps des camarades, l’écheveau du temps).
Artur y Lise fueron después resistentes en la Francia ocupada. Él, tras ser detenido, fue internado en el campo de concentración de Mauthausen, donde coincidió con numerosos republicanos españoles.
Lise London y Gérard (como ella le llamaba) no se separaron nunca hasta la muerte de él, en 1986; aunque periódicamente los apartaran las luchas de la resistencia, los campos de concentración y -en etapa posterior- las cárceles estalinistas.
Lise London, tras ser detenida por la policía francesa en el verano de 1942, fue entregada a los ocupantes nazis y deportada al campo de concentración de Ravensbrück. Después fue trasladada a otro campo, el de Buchenwald. Tras la II Guerra Mundial, ambos se fueron a vivir a Praga. Artur se convirtió en viceministro de Asuntos Exteriores de la Checoslovaquia comunista en 1949. No por mucho tiempo. Dos años después, la máquina de la inquisición estalinista condujo a prisión a aquel dirigente destacado.
Brutalmente torturado, fue obligado a confesar que había participado en conspiraciones inventadas por el régimen estaliniano: fue una de las 14 víctimas de los famosos «procesos de Praga». Once de las 14 personas falsamente acusadas terminaron ahorcadas. Lise se enteró de las acusaciones contra Artur cuando regresaba a su casa de Praga en el tranvía, leyendo el periódico.
Nadie quiso escucharla en aquellos días terribles. Sus amigos y conocidos cambiaban de acera al verla. Aquella época resultó tan oscura que cuando escuchó la autoconfesión de Artur en la radio, declarándose «culpable», llegó a dudar de él. También de sí misma. Con amenazas contra ellos y contra su entorno más cercano, las víctimas fueron obligadas a confesar falsos crímenes mediante una declaración pública que habían preparado sus torturadores.
Tampoco el presidente Klement Gottwald, «camarada» hasta poco antes, hizo caso de sus súplicas por carta. Gottwald fallecería cinco días después de regresar del funeral de Stalin (en 1953), mientras Artur London permanecía en la cárcel. Cabe recordar, quizá como espejo del destino y también como práctica staliniana, que el embalsamamiento del cadáver de Gottwald fue un desastre. Sus restos tuvieron que ser incinerados tiempo después. Todo un símbolo de una época que quedó suficientemente reflejada en las imágenes de propaganda de su funeral que difundió repetidamente el noticiero cinematográfico de Checoslovaquia (de estilo similar al No-Do franquista, por cierto).
Artur London fue condenado a cadena perpetua. Se libró de la pena de muerte y pudo salir de la cárcel años después. Y regresó a Francia con su compañera en 1963. De aquella triste epopeya nos dejaron varios libros-testimonio. Y quedó una película memorable, L’Aveu (La confesión, 1970), dirigida por Costa Gabras, con guión de Jorge Semprún y del mismo Artur London, donde Yves Montand hacía el papel de Artur y Simone Signoret el de Lise.
En una entrevista realizada en 1978 por Víctor Claudín y Alfonso González-Calero para la revista Ozono, Artur y Lise, ya mayores, demostraban seguir con atención la actualidad de sus países más próximos personal y sentimentalmente: Francia, España y la (todavía entonces) Checoslovaquia. Ambos habían seguido con el máximo interés el experimento fallido de la Primavera de Praga y la lucha «por el socialismo de rostro humano», de diez años antes. Volvieron a sufrir con la invasión soviética y de los países del Pacto de Varsovia. Artur London declaraba a Ozono (julio de 1978): «No olvidéis que hubo más de 500.000 miembros del PCch que fueron separados o excluidos del partido por no estar de acuerdo con la invasión soviética«.
En la actualidad, todo aquello parece desvanecerse. Y la historia parece más sencilla, casi estúpida y absurda. Muchos la interpretan de manera maniquea. Pero aquello representó una difícil ruptura con la extendida complacencia que había en amplios círculos de la izquierda (no sólo comunista) hacia los crímenes estalinistas. Y sin embargo, sus protagonistas nunca dejaron de sentirse de izquierdas. Lise London siguió fiel a su idea del comunismo resistente y liberador, el de sus primeros tiempos. En el año 2000, recuperó incluso su carnet del Partido Comunista Francés, en un Congreso del PCF que se celebró cerca de Marsella (en Martigues). Estimaba que el PCF se había alejado ya del estalinismo y ella misma asumió su parte de responsabilidad en el siniestro pasado común, a la sombra de Stalin: «No vimos crecer el monstruo«, señaló en su discurso de entonces.
Hay que recordar que el manuscrito que terminaría convertido en película antiestalinista, en esa terrible confesión (L’Aveu), fue un testimonio guardado clandestinamente por Lise en los años duros de Praga. Un nuevo acto de resistencia contra otra opresión surgida en su propio mundo, entre sus propias entrañas ideológicas. «Lúcida, pero sin agresividad ni amargura, a pesar de las graves decepciones que conoció. En su mirada, podía leerse una determinación profunda, que le permitió atravesar algunos de los cruces de caminos más peligrosos de la historia, por medio de una fijación sin grietas en unos valores sólidos que explicaban -sin duda- su rara mezcla de seguridad en sí misma y de modestia«, dijo de ella el diario Le Monde (19 de septiembre de 2004).
De Lise London me queda la imagen de sus cabellos blancos, aquel día de septiembre de 2003. También la estampa de su enorme dignidad ante un mundo que -según creyó firmemente- había que cambiar.
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*Otra versión de esta reseña fue publicada en Periodistas en español el día 1 de abril de 2012, hace siete años.