Los irlandeses y Salamanca (I)

Por Román Álvarez[1]

1.- Antecedentes históricos

Las relaciones entre Irlanda y España se remontan a tiempos remotos en los que escasos datos históricos se funden y entremezclan con mitos y leyendas. En efecto, las leyendas nos hablan de un pasado celta común, cuando los contactos entre Galicia y la Isla Esmeralda se fundamentaban en las supuestas historias de míticos héroes, como Milesio o su nieto Breogán, cuyos descendientes se supone que llegaron a Irlanda unos mil años antes de Cristo. El famoso Libro de las invasiones, texto escrito en irlandés medieval, alude a ello y menciona, de paso, al primer poeta conocido, Amergin, a medio camino entre druida y poeta propiamente dicho.

Siempre que rememoramos lo irlandés surgen evocaciones y referencias al misterioso mundo gaélico, a verdes montañas, a magias y conjuros, a enigmas y supersticiones con un fuerte trasfondo religioso. Nunca falta un sentimiento fraternal imbuido de sustratos culturales compartidos que se traslucen en manifestaciones culturales, folclóricas y literarias. En España lo irlandés cae bien. Acaso porque, además del vetusto componente legendario, la historia nos remite a la hospitalidad que los habitantes de la costa oeste de Irlanda prodigaron con nuestros desgraciados náufragos a quienes el desastre de la Armada Invencible arrojó a las playas aquel fatídico año de 1588. Un centenar de españoles recaló en el condado de Sligo, donde sus habitantes los acogieron y de esta manera lograron sobrevivir a la catástrofe. Aún hoy los descendientes de aquellos marinos celebran, junto con los descendientes de los hospitalarios irlandeses, la “Remembrance Parade”. Como recuerdo de aquel encuentro, todavía pervive en la actualidad un monumento alusivo en la playa de Streedagh. A Felipe II se le hizo notar en 1597 que había zonas en la costa irlandesa, como Galway, por ejemplo, donde se hablaba español debido a los frecuentes contactos con navíos mercantes españoles.

A lo largo del siglo XVI las relaciones entre Irlanda y la Corona española fueron muy estrechas. La opresión inglesa, que había empezado a ser insoportablemente cruel durante el reinado de Enrique VIII, lo fue aún más cuando su hija Isabel I accedió al trono. De ahí que miles de irlandeses se trasladaran a España no solamente para asegurar sus vidas, sino también para progresar y, llegado el caso, hacer fortuna. Las persecuciones que padecían los católicos fueron una de las causas de esa emigración forzada, pero hubo otras razones que impulsaron la presencia voluntaria irlandesa en España. Por ejemplo, de tipo comercial y empresarial, incluso educativas.

En tiempos de Felipe II muchos irlandeses emigraron a España y se alistaron en el ejército que habría de luchar en Flandes, donde incluso tuvieron un tercio propio: el Tercio de Irlanda, al mando de William Stanley, prestigioso militar que antes de defender la Corona española había estado al servicio de los ingleses. En el caso de los regimientos irlandeses, cada compañía solía tener capellanes de su misma nacionalidad, desempeñando el doble papel de confesores y predicadores de la tropa, además de celebrar los diferentes oficios religiosos y administrar los sacramentos, sin olvidar la preservación y transmisión de la cultura gaélica vernácula. Estos clérigos, que por lo general hablaban inglés e irlandés, también visitaban a los heridos en los hospitales de campaña y redactaban testamentos cuando eran requeridos para ello.

En la Guerra de Sucesión española (1700-14), con Felipe V, también hubo regimientos de irlandeses al servicio de la monarquía borbónica. Por ejemplo, en 1703 se formó el regimiento de dragones de Mahony, que servía a las órdenes del coronel Daniel Mahony, de Killarney. El coronel, que alcanzaría el rango de Teniente General en España, fue admitido como Caballero de Santiago y recibió el título de Conde de Mahony por la defensa que hizo de Alicante en 1706. Por otro lado, y con recurrente frecuencia, no era de extrañar la huida de los irlandeses hacia España escapando de las hambrunas que de vez en cuando se cernían sobre el país. Muchos militares de ascendencia noble se asentaron en España y fueron los iniciadores de recias estirpes militares españolas que se remontan prácticamente hasta nuestros días, después de que sus inmediatos antepasados alcanzaran nombramientos de ministros y embajadores al servicio del estado español.

Baste recordar los apellidos insignes aún presentes en nuestra sociedad, tales como los O’Donnell, los O’Neill, los Lacy, los O’Reilly, los Macdonell, los Kindelán, los O’Higgins en América y tantos otros, como, por ejemplo, Enrique José O’Donnell, hijo de un antiguo coronel del regimiento “Irlanda”, ascendido a teniente general y nombrado conde de La Bisbal, o el Teniente General Leopoldo O’Donnell, que fue ministro de la Guerra con Espartero y posteriormente tres veces Jefe del Gobierno español entre 1856 y 1866, como un siglo antes también había sido Primer Secretario de Estado y del Despacho Ricardo Wall y Devreaux, nombrado en 1754; o el primer duque de Tetuán, el capitán General Leopoldo O’Donnell y Jorís, a quien Pérez Galdós apodó “el Irlandés”, vencedor en la guerra hispano-marroquí (1859-1860) en el asedio a la plaza de Tetuán.

Las guerras napoleónicas en la Península Ibérica supusieron otra piedra de toque y una nueva oportunidad de demostrar el valor de las tropas irlandesas y su compromiso de lealtad con España. En efecto, a lo largo de toda la Guerra de la Independencia hubo numerosas ocasiones en las que los irlandeses, encuadrados en diferentes regimientos y batallones, presentaran batalla a las tropas francesas con diversa fortuna. Momentos en los que lucharon codo con codo al lado de sus antiguos enemigos ingleses comandados por otro ilustre irlandés de nacimiento: Arthur Wellesley, futuro Duque de Wellington y Duque de Ciudad Rodrigo

2.- Los colegios irlandeses en España

Las reformas religiosas de Enrique VIII alarmaron a la Iglesia de Roma. La presión sobre los católicos en Irlanda y sobre las órdenes religiosas, especialmente los franciscanos y dominicos, y sobre los clérigos en general, se hizo cada vez más insoportable. A partir de 1574 se inicia el éxodo de religiosos que en un principio buscan refugio en el Flandes español, pero también en la Península. A ese mismo año se remonta la presencia de los primeros irlandeses en Salamanca. Las condiciones para que los católicos pudieran educar a sus hijos en esa doctrina eran muy duras a causa de la persecución impuesta contra los “papistas”.

A Felipe II le preocupaba la calidad de la formación que fueran a recibir los clérigos irlandeses, desde las jerarquías episcopales hasta los sacerdotes de a pie, pasando por los religiosos de las distintas órdenes e incluso los laicos. Para ello, y dado que no podían recibir en su país la formación adecuada a causa de la persecución que padecían por parte de las autoridades inglesas, se hizo necesario establecer una red de apoyo en España y en los territorios europeos bajo soberanía española. Era preciso crear una sólida base de acogida, de recursos humanos y de formación intelectual capaz de hacer frente con éxito a los enemigos del catolicismo, cuya recuperación frente al protestantismo era de perentoria necesidad a los ojos de la Iglesia y de sus paladines defensores. Se necesitaban también fondos bibliográficos que habrían de garantizar la ortodoxia formativa de los futuros estudiantes, además de becas y todo tipo de ayudas. Una vez concluida la etapa de estudios y preparación teológica e intelectual, debían regresar a Irlanda con el fin de desarrollar allí la misión apostólica para la que habían sido preparados. Bajo la directa protección del monarca se fundó en 1589 en Valladolid el colegio de San Albano con el fin de atender debidamente la educación y la formación espiritual de ingleses, escoceses e irlandeses huidos de sus respectivos países y acogidos a la generosidad del Rey.

Los colegios irlandeses no solamente supusieron un foco espiritual y cultural tanto para los propios irlandeses como para el entorno donde irradiaron su influencia. Sirvieron de “punta de lanza” a la hora de facilitar información y acogida a los compatriotas que en busca de mejores oportunidades deseaban establecer sus negocios y modos de vida en España y también en otros países. En este sentido, los colegios proporcionaron auxilios tanto espirituales como materiales a sus ciudadanos en la lejana Irlanda y a los miles de irlandeses desperdigados por los diferentes países europeos. En 1592 se fundó el de Salamanca, al que siguieron otros, tales como el de Santiago de Compostela, el de Sevilla –llamado también “de los Chiquitos”–, el de Alcalá de Henares (que acabaría incorporándose al de Salamanca en 1785) o el de Madrid. Por lo general eran los jesuitas quienes regían estos centros, aunque el de Madrid comenzó bajo los auspicios franciscanos. Y, por supuesto, había otros muchos colegios, más o menos florecientes, en diferentes países europeos. Casi todos ellos se cerraron a finales del siglo XIX.

  1. Artículo difundido por José Antonio Sierra Lumbreras

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