Los sonetos del ajedrez

(Borges versus Jeyam)

Miguel A. Moreta-Lara[1]

Jorge Luis Borges solía decir de sus poemas que eran expresiones directas de su sentimiento y de su ser íntimo. También creía que si no hay emoción no puede haber poesía. Solo unos pocos temas (el sueño, el laberinto, el espejo, el tiempo, Buenos Aires…) alcanzaron a merecer la obsesiva pluma del poeta. Quienes frecuentaron sus versos no han dudado en señalar su idealismo, la tendencia a la abstracción y al prototipo, su visión estática del universo, el sentimiento -en fin- de la vanidad del mundo y de lo perecedero de los individuos. Luego vinieron los profesores de Literatura con sus análisis semióticos, concluyendo que la escritura de Borges es densa, sobrecodificada, polivalente, literarizada y textualizada.

Borges-y-Sabato-600x611 Los sonetos del ajedrez
Borges junto a Sábato con un trasfondo ajedrezado

El ajedrez, uno de sus símbolos más queridos, contamina zonas importantes de la obra del argentino. Y no solo de su obra literaria, sino también de todos esos miles de entrevistas, encuentros, conferencias y conversaciones a los que, con alacridad, se sometió a lo largo de su vida. La facundia, la feliz facilidad para el verso fue en él proverbial: Borges, el palabrista, el malversador de versos.

Dos personajes de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius se baten «al ajedrez taciturnamente». El rigor de Tlön «es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles». En el archivo particular de Pierre Menard, autor del Quijote se encuentran, entre otras piezas:

e) Un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y acaba por rechazar esa innovación.
g) Una traducción con prólogo y notas del Libro de la invención liberal y arte del juego del axedrez de Ruy López de Segura (París, 1907).

El milagro secreto comienza con un sueño:

La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hldíc, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputan dos individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio pero se murmuraba que era enorme y quizás infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez.

Estos tres ejemplos, que entresaco de Ficciones (1944), dan cuenta del diverso trato e intención con que Borges presenta el motivo del ajedrez. Unas veces es símbolo y metáfora, como al elogiar un texto elegido y comparar su elegancia «a la de una jugada de ajedrez». En ocasiones se trata de un mero juego de referencias eruditas y también encubre una clave metafísica donde se agavillan todos los temas recurrentes (el sueño dentro del sueño, el tiempo cíclico, el rigor adamantino de una ley universal…), sin olvidar su propia biografía, como anota en el prólogo a El oro de los tigres: «Mi lector notará en algunas páginas la preocupación filosófica. Fue mía desde niño, cuando mi padre me reveló, con ayuda del tablero del ajedrez (que era, lo recuerdo, de cedro) la carrera de Aquiles y la tortuga».

En conversación mantenida con su colaboradora María Esther Vázquez, Borges consignaba esta opinión: «En la época de Lutero y Calvino la religión era una pasión, los campesinos de Escocia discutían la predestinación y el libre albedrío. Ahora la religión no es una pasión y posiblemente en el futuro la gente se apasione por el álgebra o el ajedrez». No se piense que el idealista Borges ejercía de iluso, puesto que pocos años más tarde declaraba a otro investigador: «Es increíble cómo una cultura que se desarrollaba con juegos como el ajedrez, haya degenerado a juegos tan vulgares como el fútbol».

Pero es en el quehacer poético donde ese ajedrez heráldico y abstracto brillará con todas las virtualidades metafóricas y filosóficas de la tradición. Si para Flaubert, por ejemplo, el ajedrez es «demasiado serio como juego, demasiado frívolo como ciencia», Borges en cambio dará las gracias «por el geométrico y bizarro ajedrez» en su «Otro poema de los dones». Prestemos atención a un par de piezas del complejo poemario El otro, el mismo (1930-1967), paradigma del ajedrecismo metafísico borgesiano. Los dos sonetos aparecen bajo el título «Ajedrez» en este libro -el preferido de su autor- que presenta en total 101 composiciones, de las que 57 son sonetos:

I

En su grave rincón, los jugadores
Rigen las lentas piezas. El tablero
Los demora hasta el alba en su severo
Ámbito en que se odian los colores.

Adentro irradian mágicos rigores
Las formas: torre homérica, ligero
Caballo, armada reina, rey postrero,
Oblicuo alfil y peones agresores.

Cuando los jugadores se hayan ido,
Cuando el tiempo los haya consumido
Ciertamente no habrá cesado el rito.

En el Oriente se encendió esta guerra
Cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.
Como el otro, este juego es infinito.

II

Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
Reina, torre directa y peón ladino
Sobre lo negro y blanco del camino
Buscan y libran su batalla armada.

No saben que la mano señalada
Del jugador gobierna su destino,
No saben que un rigor adamantino
Sujeta su albedrío y su jornada.

También el jugador es prisionero
(La sentencia es de Omar) de otro tablero
De negras noches y de blancos días.

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
De polvo y tiempo y sueño y agonías?

Al margen de mi admiración por este par de asombrosos sonetos, debo mencionar que no escasean en Borges otras piezas insuperables, como el titulado «La lluvia», perfecto aunamiento de temas filosóficos y sentimentales, y que reescribo al tiempo que oigo la genial interpretación por bulerías que hace de él El Cabrero [José Domínguez Muñoz]:

Bruscamente la tarde se ha aclarado
Porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
Que sin duda sucede en el pasado.

Quien la oye caer ha recobrado
El tiempo en que la suerte venturosa
Le reveló una flor llamada rosa
Y el curioso color del colorado.

Esta lluvia que ciega los cristales
Alegrará en perdidos arrabales
Las negras uvas de una parra en cierto

Patio que ya no existe. La mojada
Tarde me trae la voz, la voz deseada,
De mi padre que vuelve y que no ha muerto.

Tras este breve excurso flamenco, vuelvo a los dos sonetos de «Ajedrez». Creo que el segundo está más conseguido que el primero, por varias razones: a) su mayor concentración, puesto que le han bastado la mitad de versos que al primero para plantear la jugada (si bien el caballo, ligero, ha volado); b) la distinta focalización y orden de los elementos temáticos (uno para cada estrofa en el soneto II); c) todas las connotaciones bélicas del primero se contienen en el segundo, así como la comparación del verso final (Como el otro, este juego es infinito) se hará explícita, y más compleja, en la sentencia de Omar (También el jugador es prisionero/ de otro tablero); d) ciertos rasgos de intertextualidad, que en seguida comentaré; e) mayor equilibrio y selección en ciertos procedimientos retóricos (que no analizaré), como los emparejamientos (o couplings, en la terminología de Samuel R. Levin), las anáforas, los calificativos definitorios (tan afinados y connotados en la serie de los dos primeros versos) o la hipálage (apenas usada ahora –mano señalada-, frente a la abundancia de la primera versión: grave rincón, lentas piezas, severo ámbito).

«Todo texto es absorción y transformación de una multiplicidad de otros textos», afirma un viejo principio estructuralista, lo que ha venido en llamarse intertextualidad. Si hay un lugar común en la literatura del último siglo es esta autorreferencia (recuérdese no más el leitmotiv del libro y de la biblioteca en autores como Italo Calvino o Umberto Eco): el gran tema de la literatura del último siglo es la propia literatura. Borges, como siempre, es pura y dura letra: literatura hecha de sí misma. Y el soneto «Ajedrez II» es pródigo en estos rasgos intertextuales, signos -espejos y pozos- de su rica textura. Por ejemplo, el verso De polvo y tiempo y sueño y agonías, que da cima al poema, es una sima, una suma que ahonda y asume antiguos tópicos (pulvus es, tempus fugit, la vida es sueño, l’angoisse de vivre): esta enumeración que remata tan triste tema, revive en realidad otro graduado final, el de aquel poema del Góngora más desengañado (en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada). Los poemas que acaban en estas enumeraciones progresivas no son raros en Borges: Dédalo, laberinto, enigma, Edipo? (‘Un poeta del siglo XIII’); En polvo, en nadie, en nada y en olvido (‘El alquimista’); Yo, que soy tiempo y sangre y agonía (‘Adrogué’).

Una alusión nada desdeñable es la que late en esa jornada y ese tablero, metáforas que ya había empleado con buen tino Jorge Manrique (Coplas, versos 52-54 y 385-388). Tampoco está de más fijarnos en las isotopías semánticas y léxicas, tan espesas, que este soneto II guarda con muchos de los poemas del libro y, claro, con su poema gemelo, el que le precede. Pero la referencia germinal es, desde luego, La sentencia es de Omar. El interés por el poeta persa Omar Jayam (1048-1131) le venía a Borges de familia. Su madre, Leonor Acevedo, evoca a su marido, el doctor Jorge Guillermo Borges: «Mi marido, quien murió en 1938, estaba muy orgulloso de su hijo; también él había escrito poemas y la primera traducción española en verso del [sic] Rubaiyat de Omar Keyyam. Trasladó a su hijo todo el interés por este dominio». El mismo Borges volvería a recordarlo más de una vez: «Mi padre publicó una traducción de Omar Keyyam, de FitzGerald, en igual metro que el original». En efecto, fue el poeta inglés Edward FitzGerald el primero en traducir e introducir las refinadas y decadentes rubaiyat (Londres, 1859). Pocos escritores han disfrutado de tanta fortuna lectora como el persa ni ha habido mensaje poético, escéptico y hedonista, tan perdurable: toda su obra es una llamada al goce de la vida, a través de dos o tres motivos (somos juguetes en las manos del Destino, la tristeza de haber nacido, todo es perecedero…). Las rubaiyat de Omar Jayam publicadas por Borges padre en la revista de su hijo Proa (Buenos Aires, 1925) se encontraba entre las primeras traducciones hispánicas, aunque no fue la inicial: a partir de la traducción versionada de FitzGerald se desató un furor editorial por la obra del persa en las principales lenguas occidentales que habría de durar más de un siglo.

Estas cuatro rubaiyat convencerán a los lectores de la poesía de Borges de que el persa plagia muchas imágenes del argentino:

La vida es un tablero de ajedrez, donde el Hado
nos mueve cual peones, dando mates con penas.
En cuanto acaba el juego, nos saca del tablero
y nos arroja a todos al cajón de la Nada.

*

Llena otra vez la copa que nos libra del yugo
de las vanas angustias y las vanas zozobras.
Mañana quizá estemos perdidos en el fondo
de ese pozo terrible y oscuro de los siglos.

*

Quién sabe si al morir podremos leer el libro
de la vida… Mas sólo lo lograremos cuando
sombras seamos. Nadie sabe de dónde vienes
ni a dónde vamos. Te irás y no has de volver nunca.

*

El barro con que fue plasmado el primer hombre,
para moldear al último ha de servir un día.
Y cuanto en la primera madrugada fue dicho,
repetido será el postrer crepúsculo.

Por otro lado, los rastros del persa son visibles en muchos poemas borgesianos:

Otrora lo cantaron el árabe y el persa.

Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia
Como si ésta ya fuera ceniza en la memoria.
(‘Soneto del vino’)

Pero los días son una red de triviales miserias,
¿y habrá suerte mejor que la ceniza
de que está hecho el olvido?
(‘A un poeta menor de la Antología’)

No volverá tu voz a lo que el persa
Dijo en su lengua de aves y de rosas,
Cuando al ocaso, ante la luz dispersa,
Quieras decir inolvidables cosas.
(‘Límites’)

En otro libro de Borges, Elogio de la sombra, hay un poema titulado «Rubáyát», en el que vuelven los temas del sueño y del tiempo; de él cito la primera y la última estrofa:

Torne en mi voz la métrica del persa
A recordar que el tiempo es la diversa
Trama de sueños ávidos que somos
Y que el secreto Soñador dispersa.

[…]

Que la luna del persa y los inciertos
Oros de los crepúsculos desiertos
Vuelvan. Hoy es ayer. Eres los otros
Cuyo rostro es el polvo. Eres los muertos.

Retomemos el «Ajedrez II», para notar cómo se redondea en la expresión del último terceto. El verso 12 (Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.) resume todo el juego de las cajas chinas -o de las muñecas rusas-, que ya estaba presente en el soneto anterior y en Jayam y en otros relatos de la tradición. En conversación con María Esther Vázquez, Borges rememora los Maginogin, relatos celtas:

En uno de estos relatos se habla de una batalla entre dos reyes; los ejércitos combaten en el valle, y en la cumbre de una montaña los dos reyes, como ajenos a la batalla que se libra, juegan al ajedrez. Los reyes juegan todo el día, mientras abajo los hombres se matan y fluyen y refluyen las corrientes de la batalla. Finalmente, llega un capitán y anuncia a uno de los reyes que su ejército ha sido derrotado; en ese momento el otro mueve una torre y le dice: «Jaque mate. Entonces comprendemos que la batalla de los hombres no ha sido más que un reflejo mágico de la batalla ficticia de las piezas del ajedrez». Pocas páginas más adelante vuelve a surgir el tema, esta vez a partir de la literatura china: «Este emperador está durmiendo y sueña que sale a caminar por el jardín. En el jardín tropieza con algo enorme, blando y doliente que habla con una voz que no es humana y le dice que es un dragón y pide el amparo del emperador, porque ha tenido un sueño. Ha soñado que el primer ministro le dará muerte al día siguiente y viene a implorar la protección del hijo del Cielo. Entonces el emperador jura que defenderá al dragón, y en ese momento se despierta. Comprende que todo ha sido un sueño, pero piensa que la palabra del emperador, aun dada en sueño y a un dragón, tiene que mantenerse. Llama al primer ministro y le dice que tiene ganas de jugar al ajedrez con él. El ministro, naturalmente, se muestra complacido y durante todo el largo día no hacen más que jugar al ajedrez. Así, el emperador vigila al ministro y le impide que mate al dragón. Pero al declinar el sol, el ministro se queda dormido sobre el tablero. En ese momento se oye un estrépito en el patio del palacio y poco después llegan cuatro capitanes que traen una enorme cabeza ensangrentada que ha caído del cielo. Entonces, el ministro se despierta, mira la cabeza, parece reconocerla y dice: Qué raro; me quedé dormido y soñé que mataba a ese dragón en el cielo».

El procedimiento ya había atraído a Borges, que en su ensayo de Otras inquisiciones (1952) reflexionaba así:

¿Por qué nos inquieta que don Quijote sea lector del Quijote, y Hamlet, espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: Tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, podemos ser ficticios. En 1833 Carlyle observó que la historia universal es un infinito libro sagrado que todos los hombres escriben y leen y tratan de entender, y en el que también los escriben.

La misma idea se refleja en el final del poema titulado «Los espejos»:

Dios ha creado las noches que se arman
De sueño y las formas del espejo
Para que el hombre sienta que es reflejo
Y vanidad. Por eso nos alarman.

Sin embargo, es en el verso trece del soneto que comentamos donde se da el salto cualitativo: al circuito anterior (pieza  jugador  Dios) se le añade otro eslabón de efecto multiplicador y vertiginoso (¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza). Y las referencias librescas no acaban nunca: igual que en la antigüedad se representaba a Dios artífice, como tejedor, arquitecto, sastre, alfarero, músico o ajedrecista, aquí la trama empieza está aludiendo a un dios director teatral, lo que constituye otro robo al persa, como recordó él mismo en una conferencia de 1949: «el persa Omar Kheyyam había escrito que la historia del mundo es una representación que Dios, el numeroso Dios de los panteístas, planea, representa y contempla, para distraer su eternidad».

¿Qué (con)mueve a Borges? ¿Emoción, sentimiento, intimidad? ¿O rigor, letra muerta, metafísica?:

Yo tenía muy pocos años, y él [su padre], con la ayuda de un tablero de ajedrez, me explicó las paradojas de Zenón, Aquiles y la tortuga, el inmóvil vuelo de la flecha, la imposibilidad del movimiento. Después, sin mencionar nunca el nombre de Berkeley, me enseñó los rudimentos del idealismo. Todo eso se lo debo a mi padre.

Borges versus Jayam, muertos los dos, inclinados sobre el misterioso tablero de la poesía que yo transcribo que tú sueñas que lees.

  1. Miguel A. Moreta-Lara es escritor, filólogo y catedrático de instituto jubilado. Nacido en Marruecos, vivió en el Sáhara hasta terminar el bachillerato. Entre 1993 y 2008 ejerció como profesor en universidades de Marruecos y Hungría, así como asesor, agregado y consejero de educación en las embajadas de España en Rabat, Budapest, México DF y Bogotá. Autor -entre otros títulos- de Más amor y más sufrir. Cancionero de cuplés (2000), La puerta de los vientos. Narradores marroquíes contemporáneos (con Marta Cerezales Laforet y Lorenzo Silva, 2004), La imagen del moro y otros ensayos marruecos (2005 y 2018), Contar las cuarenta (2019), Dietario salvaje (2021), Infierno y paraíso de las islas. Memorias de mar y mujer (2022), Mientras respira la tarde. Cien micrólogos (2024).
  2. Artículo difundido por José Antonio Sierra Lumbreras
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