La escritora publica un ensayo y una novela que resumen su actitud ante la cultura, la literatura y la vida
Es culturalmente sano (y debiera ser más frecuente) plantearse de vez en cuando desde el periodismo y desde otras instancias más o menos intelectuales, ciertas preguntas sobre la cultura y sus circunstancias, aunque estas preguntas sean a veces las mismas y aunque nunca demos con las respuestas más adecuadas. Y eso porque sólo por el hecho de plantearlas se traslada al lector una cierta inquietud que termina induciendo a la reflexión.
Esto es lo que hace la escritora Marta Sanz (Madrid, 1967) en “No tan incendiario” (Ed. Periférica), un ensayo en el que recoge algunos artículos dispersos en los medios en los que colabora y otros inéditos o prácticamente desconocidos.
Marta Sanz rescata el concepto de “ideología invisible”, acuñado por el filósofo Slavoj Zizek (aquella que no entendemos como ideología porque ha sido asumida por un discurso hegemónico que ya no se siente como ideológico y que sin embargo lo es) para sentar las bases de algunas de sus denuncias. Argumentando sobre las premisas de que la cultura ha sido siempre una cristalización de la ideología dominante y de que toda cultura encarna un posicionamiento ideológico, Marta Sanz denuncia algunos de los males que aquejan a la cultura en la sociedad actual, desde su conversión en objeto de consumo (y además uniformizador), hasta su alejamiento cada vez mayor de la educación y de la comunicación, y su aproximación, cuando no identificación, con el espectáculo y el entretenimiento.
En este contexto, lo más frecuente, dice, es que la experiencia cultural quede reducida al consumo de televisión. La responsabilidad de este deslizamiento de la cultura hacia la industria incumbe también a los creadores, que saben muy bien lo que deben hacer (y lo hacen) para ser acogidos en el seno del mercado: renunciar al sentido crítico y al riesgo, así como imponerse una autocensura. Marta Sanz sabe que el triunfo en el mercado es más grande cuanto mayor es esta renuncia, pero critica esta actitud porque cree que es una manera de contribuir a sustituir el concepto de sujeto crítico por el de “cliente”. El lector sería también ese cliente al que el creador, convertido en artista-bufón, complace y protege de las agresiones de la vida cotidiana. Y Marta Sanz advierte de que una sociedad que sólo genera consumidores está atentando contra sí misma.
Aunque defensora del ensayo como necesidad, Marta Sanz dirige su mirada crítica fundamentalmente hacia la literatura, a la que acusa de convertirse en sustituto del “pan y circo, pan y toros, pan y fútbol, pan y telenovelas” que caracterizó a los regímenes totalitarios y que hoy caracteriza a las democracias liberales, que asientan el concepto de cultura en la cantidad –las ventas- y no en la calidad. Y se apunta aquí la responsabilidad de los partidos políticos (también los de izquierda) en esta situación: “anquilosados en posturas esclerotizantes e incapaces de estimular a intelectuales y artistas que podrían sentirse parte de un proyecto común que no incurra en la nostalgia permanente, la sensiblería reconfortante, el homenaje como género y el tópico recalcitrante”.
Pese a este diagnóstico en la línea de los apocalípticos, Marta Sanz sigue creyendo en el poder transformador de la cultura y particularmente de la literatura, porque “es necesario contar historias y volver, en definitiva, a la literatura como forma de conciencia de la vida y como capacidad de nombrar y de intervenir en el mundo”. De ahí sus novelas.
En el nombre de madre
Siempre he admirado la capacidad de algunos escritores para desnudarse en público y contar en sus memorias aspectos que podríamos calificar de inconfesables. Porque, no vamos a engañarnos, las memorias casi siempre se escriben para autojustificarse ante los demás, para explicar a favor lo que llevó al que escribe a hacer ciertas cosas, para demostrar que había motivos para tomar las decisiones equivocadas que se tomaron y para obtener, en fin, el perdón de los pecados. Por eso valoro que algunos escritores se confiesen ante sus lectores y se autoinculpen y descubran vicios y debilidades que la mayor parte de las veces son insospechables y que por lo tanto no tendrían necesidad de hacerlo. Al leer este tipo de memorias da la sensación de que estuviéramos asistiendo desde un lugar privilegiado a sus sesiones de sicoanálisis.
Sin llegar a grandes profundidades, Marta Sanz ensaya algo de eso en “La lección de anatomía” (Anagrama), una ¿novela? autobiográfica, un texto de autoficción, ese género en el que se mezcla lo real y lo inventado y que por eso uno nunca sabe dónde termina uno y dónde empieza el otro.
En “La lección de anatomía” da la sensación de que todo es verdad y por eso al lector se le hace difícil saber dónde está la ficción. Sanz se recuerda como una niña pedante y cursi, empollona (“obtengo muchísimas matrículas de honor pero soy un ser profundamente estúpido”) que confiesa pequeñas crueldades (“yo traicioné a Juana Amparo cuando le robé un papel en la representación escolar de quinto curso”) y grandes vicios (“al buscar la tristeza propia o la conmiseración de los otros, experimento goce físico”), o al reconocer, por ejemplo, su carácter exigente: “ser mi pareja es una profesión y un auto de fe”.
“La lección de anatomía” es un texto publicado por primera vez en 2008 y recuperado ahora con nuevos capítulos, alguna que otra corrección y un excelente prólogo de Rafael Chirbes. Marta Sanz lo consagra a su madre. No sólo por la dedicatoria (“a mi madre, ensimismada y pródiga”) y por la fotografía de la portada, sino porque su madre atraviesa todo el texto y está presente en prácticamente todos los capítulos. El reconocimiento explícito de ese fervor puede interpretarse de muchas maneras, desde un amor desmedido o una dependencia salvadora: “Necesitaba estar libre de culpas, que todas recayesen sobre mi madre, y conservar, como gusanos de seda en su caja, un espacio donde ejercer el egoísmo”.
Para Marta Sanz su madre fue, desde la infancia, una especie de guía, ese faro cuya luz había que seguir porque siempre llevaba a buen puerto. Reconoce la influencia de su madre hasta en la forma de narrar y teme que los años cambien la memoria de su imagen: “A menudo, el recuerdo que nos llevamos de la gente es el de sus últimos años, cuando las personas ya no son como eran”. En general, en esta novela, los personajes femeninos tienen más presencia y más fuerza que los hombres. Su padre y su marido apenas son un trazo fantasmagórico, una cita a pie de página, en comparación con sus amigas, sus tías, sus compañeras de clase y de trabajo, que desfilan pródigamente a lo largo de todo el texto.
Es estilo narrativo de Marta Sanz es limpio y claro. He aquí una literatura exenta de florituras, de frases largas, de oraciones subordinadas, de incisos y contextualizaciones. Marta Sanz es directa cuando hila los recuerdos de su infancia, de su adolescencia, de su juventud, de sus cuarenta años. En ocasiones se detiene para describir el aspecto y el físico de los protagonistas, pero con frecuencia le basta un mínimo apunte, a modo de garabato valleinclanesco, para delinear a un personaje (el director del colegio: “un hombrecillo consumido que fuma en boquilla”) o una escena (“movíamos las caderas con la blandura muelle de un poema de Meléndez Valdés”).
Da la impresión de que a través de “La lección de anatomía” Marta Sanz quiere encontrarse a sí misma, ir más allá de esa definición con la que termina su texto: “He sido una persona con miedo o una persona precavida”.