Miradas cruzadas 6: Reflejos, de Van Eyck a Magritte

El Museo Thyssen acaba de inaugurar con obras de su colección la sexta edición de “Miradas Cruzadas”, invitándonos esta vez a hacer una reflexión profunda sobre el significado del espejo en la realidad y en la pintura. Y nos propone para comenzar esta reflexión la obra de Lewis Carrol  A través del espejo, con una frase de Alicia, su protagonista: “Ahí está el cuarto que se ve al otro lado del espejo, completamente igual que nuestro salón, pero con todas las cosas dispuestas a la inversa”. Con estas palabras da voz a nuestra fascinación ante el fenómeno del reflejo, que desde siempre ha ejercido una atracción magnética que ha atrapado a los artistas.

El ser humano siente el encanto del espejo desde los primeros meses de su vida. Enfrentado a su imagen, el niño se hace consciente de su propia existencia y construye su identidad de sujeto, en un proceso que Jacques Lacan denominó el «estadio del espejo». A partir de ese momento, el niño  no podrá resistirse a la contemplación de su propio reflejo.

Cristales, superficies metálicas y, por supuesto, el agua, llamarán nuestra atención en un ejercicio que manifiesta el deseo  de observarnos al mismo tiempo que confirma nuestra alteridad. El espejo refleja a la inversa aquello que vemos, al mismo tiempo que despierta la sensación de estar escondiendo algo.

Como Alicia, que penetra el otro lado del espejo, los pintores reunidos en “Miradas cruzadas 6”,  nos sumergen en los mundos misteriosos de  los reflejos, que con esta exposición van más allá del recurso iconográfico, imagen de vanidad, lujuria o de valores como la verdad, la sabiduría o la pureza, nos centran principalmente en una reflexión sobre la propia representación pictórica y sobre los límites del cuadro.

Durante siglos, la pintura occidental tuvo como objetivo la recreación de la verdadera dimensión del espacio y desde el Renacimiento la simulación de la tridimensionalidad es la máxima aspiración de los pintores.  Para muchos artistas, el uso de los reflejos en sus obras fue la  herramienta más precisa contra la naturaleza plana del soporte pictórico.

El Díptico de la Anunciación de Jan van Eyck, fechado hacia 1433- 1435, una de las obras maestras de la colección Thyssen, es uno de los mejores y más tempranos ejemplos de la perfección ilusionista a la que llegó la escuela de Flandes en la primera mitad del siglo XV. Toda la obra es un maravilloso ejercicio de creación de volumen y lo logra ‘pintando supuestas esculturas’ en grisalla, imitando mármol.  Van Eyck ha situado al arcángel san Gabriel y la Virgen ante una superficie pulida que actúa como espejo, de aquellas partes de sus cuerpos que quedarían fuera de nuestro campo de visión. De esta forma vemos los pliegues traseros de sus túnicas o su cabellera ondulante. El reflejo contribuye a la perfección de la ficción, ofreciéndonos varios aspectos de la escena, de manera que podemos disfrutar de una visión casi completa de las simuladas esculturas, sin necesidad de rodearlas. El artista, en lo que se ha considerado un intento de demostración de la superioridad de la pintura sobre la escultura, muestra al espectador todo aquello que puede desear: verso y reverso, todo lo que esconde el otro lado.

Frente al maestro flamenco del siglo xv y sus contemporáneos, el belga René Magritte, quinientos años más tarde, cuestiona en sus lienzos la realidad de esa percepción. El pintor surrealista se sirve de la tradición pictórica ilusionista, iniciada precisamente por Van Eyck, con el objetivo de recrear la pintura como un reflejo auténtico del mundo real. Nos encontramos, por tanto, con dos ejemplos paradigmáticos que muestran el principio y el fin de una tradición. 

La clef des champs

En La Clef des champs de 1936, Magritte nos sitúa ante una ventana, metáfora por antonomasia del cuadro desde el Renacimiento, a través de la que vemos un plácido paisaje. Algún objeto del exterior acaba de impactar contra su cristal y lo ha roto en varios pedazos. Hasta ahí todo ocupa el lugar que le corresponde. Sin embargo, cuando nuestra visión se detiene en los pedazos caídos, observamos que aún reflejan fragmentos del paisaje que seguimos viendo a través del vano. El reflejo es precisamente el elemento que convierte el lienzo en un enigma visual que nos inquieta. Como el cristal, la pintura «se ha roto», ha abandonado su papel de reflejo de lo visible y se ha convertido en el instrumento del artista para demostrar la ambivalencia de realidad y  ficción. Porque, ¿quién nos garantiza ahora que el paisaje que vemos a través de la ventana es auténtico?

Leon Battista Alberti, en su tratado De Pictura de 1435, narra la historia del bello Narciso, que al inclinarse a beber en una fuente contempló su imagen y se enamoró de ella y así la relacionó con la invención del arte pictórico. El gran teórico italiano se preguntaba: «¿Qué es la pintura sino abrazar la superficie de una fuente?». Después de Alberti, otros tratadistas, entre los que destaca Leonardo da Vinci, suscribirían esta concepción de la pintura como espejo de la realidad. En un contexto artístico y teórico que defendía que la pintura era en sí misma un espejo, la aparición de los espejos en los lienzos estuvo ligada frecuentemente a una preocupación metapictórica. En esta clave puede estar integrado Venus y Cupido de Peter Paul Rubens de hacia 1606-1611. El tradicional tema de la diosa de la belleza ante el espejo, que el pintor flamenco tomó de una pintura de Tiziano, hoy desaparecida, se relacionó durante el siglo XVI veneciano con el deseo pictórico de consagrarse a la belleza ideal y representarla tal y como lo hace el espejo.

Al elegir al bello Narciso como el inventor de la pintura, los teóricos renacentistas ocultaron el trágico final del mito y la autodestrucción que esperaba a aquel que quiso apropiarse de

Retrato por Francis Bacon

su imagen. Precisamente ese desenlace adverso, esa imposibilidad que subyace en el intento de ‘abrazar’ el propio reflejo en la superficie del agua, parece materializarse en los nuevos Narcisos que encontramos en la pintura del siglo xx. ¿Qué le ha ocurrido al reflejo del retrato de George Dyer de Francis Bacon de 1968? Como si de un laberinto de espejos deformantes se tratase, el que fuera amante del pintor británico descubre su imagen fragmentada en el reflejo. El espejo se convierte en un instrumento de metamorfosis y transfiguración de la realidad.   Con el reflejo, Bacon se sumerge en las profundidades más oscuras del ser y nos revela la fragilidad de la  condición humana. La imagen desdoblada se independiza y, como en El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde,  refleja la auténtica  naturaleza del retratado.

Inevitablemente, este nuevo Narciso, consciente de su importancia social y deseoso de mostrarla públicamente, necesita del espejo para su propia observación. Así, el espejo se convierte en  instrumento imprescindible de taller y muchos artistas neerlandeses, de Van Eyck a Vermeer, dejan constancia de ello en sus obras. Nicolaes Maes, en El tamborilero desobediente de hacia 1655, presenta su reflejo ante el caballete en un espejo situado en la parte superior izquierda del lienzo. Sabemos gracias a Plinio que la inserción del artista en sus obras tenía un precedente en Fidias, que había representado su efigie disfrazada en el escudo de la diosa Athenea. Maes no sólo no se presenta disfrazado para incluirse en su obra, también representa los atributos de su profesión.

En la segunda mitad del siglo XX, Lucian Freud convierte su reflejo en el tema de muchas de sus pinturas. Como Maes, que probablemente representó a su familia en El tamborilero desobediente, el pintor británico en su autorretrato Reflejo con dos niños  de 1965 pinta a dos de sus hijos, Rose y Ali. Sin embargo, frente al papel casi secundario del primero, Freud se apodera de la mayor parte del lienzo y borra los límites del espejo. Al titular su obra ‘Reflejo’, el artista reconoce la imposibilidad de representar otra cosa de sí mismo que su propio reflejo. Necesita del espejo para poder analizar su imagen. Al situarlo sobre el suelo, no sólo no busca disimular esos defectos ópticos, sino que los acentúa con la perspectiva y se obliga a forzar el gesto y torcer el cuerpo. La pintura nos incomoda y desorienta, puesto que nuestra percepción pierde sus puntos de referencia. No sabemos desde donde nos observa el pintor, ni por qué su manera de mirar parece atravesarnos. Gracias al reflejo, el espacio del artista entra en los límites del cuadro. La obra parece estar ejecutándose ante nuestros ojos y el acto de pintar se incorpora a la misma pintura. El arte se ve a sí mismo, el autor se encuentra dentro y fuera a la vez, lo que abre las posibilidades de escisión entre ambos lados del cuadro. Como en Las Meninas de Velázquez de 1656, el artista consigue que el espectador se pregunte por el lugar que ocupa en la composición. ¿Dónde se encuentra el artista? ¿Y nosotros, espectadores? ¿Nos encontramos en el lado que ocupó el autor? ¿O por el contrario sustituimos al espejo?

En obras relativamente tempranas, como El evangelista san Lucas del pintor germánico Gabriel Mälesskircher, fechada en 1478, ya descubrimos ese mismo interés por representar lo que podemos denominar «el otro lado del cuadro». La tabla, que formaba parte de un altar dedicado a los cuatro evangelistas, representa a san Lucas en un interior de época pleno de detalles. Junto al toro, símbolo del evangelista, el mobiliario o los libros, aparece un pequeño espejo convexo. Reflejado en él, podemos observar claramente un interior con tres ventanas, una puerta y algunos muebles. Mälesskircher, que pudo formarse en los Países Bajos y conocer allí la obra de Jan van Eyck y su célebre Matrimonio Arnolfini de 1434, juega de esta forma con la perspectiva y consigue aumentar el espacio del cuadro en todas direcciones con la apertura de la ventana en un sentido y el reflejo del espejo en el contrario.

Esta tendencia se profundizó en el contexto de la Europa del Norte durante el siglo XVII.

Bodegón

Como ha señalado Rudolf Preimesberger, frente a la visión predominante en Italia del cuadro como una ventana donde la pintura es autosuficiente, se situa en una concepción en la que  gracias a la utilización de los reflejos, parece querer eliminar los límites del marco. En muchas ocasiones fue el género de la naturaleza muerta el que sirvió a los artistas holandeses para demostrar este interés. En Bodegón con fuente china, copa, cuchillo, pan y frutas, atribuida a Jan Jansz. van de Velde III y fechada hacia 1650-1660, observamos en el cristal curvo de la copa los distintos reflejos que provoca la luz de unas ventanas que se encuentran fuera de nuestro campo visual.

Trescientos años más tarde,  en la segunda mitad del siglo xx, encontramos ese mismo dominio de las leyes de la óptica y de la plasmación de reflejos externos a la composición en el artista norteamericano Richard Estes. Como los pintores barrocos holandeses, el pintor hiperrealista explota los recursos pictóricos para reproducir con máxima fidelidad las texturas de las superficies reflectantes. En sus lienzos, Nueva York, la ciudad del vidrio y el metal, se convierte en su musa y le permite realizar complejas composiciones en las que se superponen espacios interiores y exteriores y donde podemos observar a la vez un lado de la calle y el reflejo del opuesto. El resultado son unas obras en las que se exige un esfuerzo suplementario al ojo que las observa. La intención de confundir se asemeja a la de los artistas afines a la tradición del trampantojo, algo que se acentúa por el gran tamaño de sus composiciones. El espectador se siente ante una escena real de la ciudad de los rascacielos, con sus anuncios y sus taxis amarillos. En los paisajes urbanos de Estes todo parece indicar que se trata de una imagen real salvo por un pequeño detalle ¿dónde está el reflejo del artista? ¿dónde estamos nosotros? Una década antes que el pintor hiperrealista, el también norteamericano Joseph Cornell pareció resolver en sus obras esta cuestión, que venía preocupando a artistas desde hacía siglos. En sus construcciones, cercanas a la poética surrealista, introdujo objetos reflectantes que suprimen la separación entre el espacio del espectador y el de la creación artística. Las copas que encontramos en Burbuja de jabón azul, de 1949-1950, reflejan lo que tienen enfrente, que no es otra cosa que nosotros mismos.

Ficha de la Exposición:

  • Título: Miradas cruzadas 6: Reflejos. De Van Eyck a Magritte
  • Fechas: Del 10 de junio al 15 de septiembre de 2013
  • Organizada: Museo Thyssen‐Bornemisza
  • Comisaria: Marta Ruiz del Árbol, Área de Pintura Moderna Museo Thyssen-Bornemisza
  • Número de obras: 12
  • Horario: de martes a sábado de 10.00 a 22.00 horas. Lunes y domingos de 10.00 a 19.00 horas.
  • Lugar: Museo Thyssen‐Bornemisza, Paseo del Prado, 8. Madrid. Balcón‐mirador de la
  • primera planta, acceso directo desde el hall.
  • Acceso gratuito.
  • Reflejos: De Van Eyck a Magritte
Teresa Fernandez Herrera
Algunas cosas que he aprendido a lo largo de mi vida. Soy Licenciada en Psicología por la Universidad Complutense de Madrid, master en Psicología del Deporte por la UAM, diplomada en Empresas y Actividades Turísticas, conocedora de la Filosofía Védica. Responsable de Comunicación y Medios en Madrid de la ONG Internacional con base en India, Abrazando al Mundo. Miembro de la British Association of Freelance Writers. Certificada en Diseño de Permacultura. Trainer de Dragon Dreaming, metodología holística para el crecimiento personal, grupal y comunitario en el amor a la Tierra. Colaboradora en Periodistas-es y en las revistas Natural, Verdemente, The Ecologist para España y América Latina. Profesora de inglés avanzado.

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