No sé si ya le ha ocurrido, pero si usted es bibliófilo, le pasará. Cuando quiera deshacerse de sus libros y donarlos a una biblioteca pública o a una institución, para que puedan seguir prestando servicio, se encontrará con la sorpresa de que ya nadie los quiere. La sobreabundancia de libros y el espacio escaso para albergarlos hacen que cada vez sea más frecuente la imagen de contenedores de basura con decenas de volúmenes.
El mundo se ha quedado infinitamente pequeño para albergar las enormes cantidades de información que se ha venido generando a lo largo de la Historia. Y el problema no ha hecho más que empezar porque se calcula que en los últimos años se ha producido el noventa por ciento de toda la información generada a lo largo de la historia de la humanidad.
Las bibliotecas están desbordadas, las casas familiares ya no tienen espacio para las colecciones privadas y las librerías de viejo pagan cada vez menos y exigen cada vez más.
Pero simultáneamente, la civilización contemporánea insta a salvaguardar la producción cultural del pasado acumulada a lo largo de los siglos, de manera que al mismo tiempo se condene todo lo que suponga alguna forma de pérdida o destrucción. Se procura que nada se pierda, que pueda ser almacenado y recuperado.
También es simultáneo el lamento por la pérdida de libros y bibliotecas como la de Alejandría y la quema de libros por los regímenes totalitarios, al mismo tiempo que se celebran los hallazgos de obras que se creían perdidas, como el de los doce libros de las «Instituciones oratorias» de Quintiliano, rescatados del sótano de la remota abadía de Sant Gallen en Suiza.
El temor al exceso y la obsesión por la preservación son los dos polos de un fenómeno que el investigador Xavier Nueno trata en su ensayo «El arte del saber ligero. Una breve historia del exceso de información» (Siruela).
El título resume lo que se perfila como objetivo en el futuro, esto es, luchar por la preservación y al mismo tiempo contra la exhaustividad, porque existe el convencimiento de que a la barbarie se llega tanto por la falta de libros como por su sobreabundancia. Recomienda aligerar las bibliotecas privadas, convertirlas en portátiles y conservar sólo aquello que merezca la pena.
Sin embargo, esta creciente preocupación por la enorme masa de libros y de información no es un fenómeno de nuestro siglo. Ya los responsables de salvaguardar la biblioteca del faraón en Heliópolis se quejaban de que había demasiados papiros.
A partir de la invención de la imprenta la escasez se sustituye por la sobreabundancia en bibliotecas desbordantes en las que cada vez era más difícil dar con un título.
Desde 1455 hasta 1500 se imprimieron entre ocho y veinte millones de copias en Europa. En 1520 se duplicaría esta cifra.
Desde entones se impuso la tendencia a hacer resúmenes y ficheros. Seleccionar, reducir, sintetizar… indujeron a lectores y a escritores (como Pascal, Voltaire y Montesquieu) a recortar las páginas de los libros que leían, mutilándolos, y a subrayarlos, para elaborar nuevas producciones más breves y asequibles, una tarea considerada además como más productiva.
La «Enciclopedia» de los ilustrados del siglo dieciocho no es sino un intento de resumir todo el saber universal en sólo veinte volúmenes, una respuesta al problema del exceso de información, la puesta en práctica del arte de la reducción.
También aparecieron los partidarios de acabar con los libros alegando que el exceso de lectura era nocivo para la inteligencia y para la salud, pero para ello tenían que manifestar su ideario en otros libros: «los argumentos contrarios a la escritura –escribe Xavier Nueno- suelen adolecer de este problema: para darse a conocer necesitan ser escritos» (p.115).
Durante la Revolución Francesa de 1789 se reivindicó la destrucción de los libros del pasado para prevenir el resurgimiento del absolutismo. Los revolucionarios se apropiaron de las bibliotecas del clero, de los aristócratas y de las universidades y academias, con efectos catastróficos provocados por el vandalismo, los pillajes y las ventas al mejor postor.
Desde entonces, ambos problemas, el de la superproducción y el de la preservación, no han hecho más que crecer. Los más optimistas ponen la supervivencia del pasado en manos de la tecnología digital, de modo que toda la Enciclopedia Británica pueda albergarse en un espacio como la cabeza de un alfiler y la memoria del mundo en un pixel.