Desde que Umberto Eco diferenciara entre integrados y apocalípticos, las opiniones sobre la cultura de masas tienden a situarse en alguno de estos dos macrogrupos, según sean favorables o críticos con ella.
El exministro de Cultura César Antonio Molina, poeta, escritor, profesor universitario, sin ser radical en sus planteamientos, suele situarse en el de los apocalípticos, reforzando ahora su posicionamiento con críticas a la influencia perversa que las nuevas tecnologías vienen introduciendo en la deriva de la cultura, favoreciendo la del entretenimiento a costa de la llamada cultura de élite.
En su nuevo ensayo, titulado con el irónico título de «¡Qué bello será vivir sin cultura!» (Destino), se despacha a gusto contra esa forma de cultura industrial, divertida, evasiva, conformista, la cultura que no es otra cosa que espectáculo, que está ganando la partida a la cultura de creación, de valor espiritual, la que invita a la reflexión, la que desprecia el mercado. Triunfa una cultura de masas que, con el apoyo de las industrias culturales y de entretenimiento está destruyendo la verdadera cultura.
El autor denuncia que «el arte y la cultura han renunciado a las grandes misiones de antaño de carácter pedagógico – político – espiritual, para ocuparse de pequeñas intermediaciones embellecedoras de los productos del entretenimiento, el consumo y la diversión» (p.150), una cultura que –dice- lejos de satisfacer necesidades espirituales crea nuevas necesidades materiales. Como consecuencia, el debate intelectual de las grandes ideas ha sido sustituido por la superficialidad y la banalidad.
A esta crítica a la cultura de masas, que ya hicieran autores como Hanna Arendt, George Steiner o Marc Fumaroli (y más próximos a nosotros Luis Goytisolo y Vargas Llosa) se añaden ahora los efectos perniciosos que sobre la cultura ejercen las nuevas tecnologías y los nuevos soportes que albergan contenidos culturales: ordenadores, tabletas, teléfonos móviles… que debilitan la percepción y la atención, impiden pensar y configuran un colonialismo digital que confunde la información con el conocimiento.
Las redes sociales y los blogs son utilizados por los distintos poderes como elementos de control de nuestros gustos, deseos y emociones, con la inestimable colaboración de las propias víctimas. Internet, dice César Antonio Molina, estimula el deseo frente a la inteligencia y, mal utilizado, es «la más extraordinaria tecnología de manipulación que jamás se haya puesto en práctica masivamente» (p.57).
Junto a este alineamiento apocalíptico, este ensayo es también un verdadero manifiesto por la defensa del libro, los lectores, las bibliotecas, las librerías, las editoriales. Y una advertencia sobre la deriva de la prensa y el periodismo, víctimas de manipulaciones, falsedades e intereses políticos, a las que se suman, también aquí, las nuevas tecnologías, que están sustituyendo al periodista por el informático y a la palabra por una iconografía de imágenes espectaculares.
«¡Qué bello será vivir sin cultura!» es una seria advertencia sobre la deriva del consumo cultural e invita a una reflexión sobre su futuro. Si tengo que exponer algún reproche a este libro es el de ocultar el nombre de algunos escritores de quienes se critican sus obras (también sin citarlas) con la excusa de no dañar el prestigio de las editoriales que las publicaron. Constantino Bértolo, en su «La cena de los notables», asegura, por el contrario, que las editoriales son tan responsables de los libros que editan como sus autores.
Ecos de Umberto Eco
Si en el mundo contemporáneo de la cultura ha habido un defensor a ultranza de los libros y de todo lo que representa su entorno cultural es el semiólogo (y también excelente novelista) Umberto Eco. Aunque su muerte, de la que ya se han cumplido cinco años, fue una gran pérdida para el mundo de la cultura, su obra sigue vigente y sus libros serán ya para siempre fuentes indispensables de saber y conocimiento.
Un volumen de reciente publicación, «La memoria vegetal» (Lumen) recopila una serie de artículos, conferencias y textos poco conocidos de Umberto Eco, dedicados todos ellos al mundo de los libros y a sus diversas manifestaciones. Hay aquí brillantes reflexiones sobre la bibliofilia y la bibliomanía, y sus diferencias con el coleccionismo. También aproximaciones eruditas a las ilustraciones miniadas, a los libros antiguos y al mercado que generan los viejos ejemplares más buscados, algunos de los cuales el autor se sentía orgulloso de poseer. Y a las bibliotecas, «organismos vivos con vida autónoma».
El título «La memoria vegetal» indica la etapa en la que el libro superó los soportes minerales (tablillas de barro, piedra) para sustituirlos por el papiro, el pergamino, las telas y la pasta de madera, todas ellas de origen vegetal (curiosamente ahora se ha vuelto al soporte mineral con el silicio como componente principal de ordenadores, tabletas y móviles).
Umberto Eco asegura que nunca se ha publicado más que en nuestra época, si bien el peligro ahora es saber discriminar, porque «la abundancia de información puede generar la absoluta ignorancia». Trata también la quema, la censura, la prohibición y la destrucción de libros en todas las épocas de la Historia, y el deterioro de los tesoros bibliográficos contra el que muchas veces desgraciadamente nada se ha podido hacer.
Uno de los capítulos más fascinantes es el dedicado a escritores poco conocidos como Athanasius Kircher, Heinrich Khunrath, el abate Migne… autores de obras colosales o enciclopédicas, con bellísimas ilustraciones, algunas de las cuales se reproducen aquí. También los libros dedicados a temas curiosos como las diferentes técnicas de empalamiento, la función de los golpes de bastón, la Orden de los Cornudos Reformados, o a teorías conspiratorias como la del Hielo Eterno y la Tierra Vacía (a las que dieron crédito los nazis).
Y a quienes echen de menos al Eco novelista está dedicado el último capítulo, «Heteropías y falsificaciones», en donde el autor elucubra fantasías futuristas sobre la extinción de la vida en la Tierra, sobre quién era en realidad Shakespeare, sobre «La ultima cena» de Leonardo (parodia genial de «El Código Da Vinci») o sobre el concepto de umbral, de reminiscencias borgianas.