Hace pocos días de mi regreso del área de Cox Bazar (Bangladesh) cercana a la frontera con Birmania como miembro logístico de un equipo de ayuda humanitaria de emergencia, cuya misión se centró en atender urgencias médicas tanto por parte de las nuevas llegadas de refugiados rohinyás que acudían en masa desde Birmania, como por parte de los refugiados de diferentes campos cercanos, tales como Balukhali, Kutupalung 1 , Kutupalung 2 y otros.
Como dato a destacar, veo necesario exponer que a los pocos días de trabajo habíamos caído levemente enfermos la mayoría de los miembros del equipo entre deshidratación, diarrea y gripe, lo que no sirve sino para exponer las durísimas condiciones de vida a las que se están enfrentando diariamente los miles de refugiados de los campos que a nuestra partida rondaban ya el millón y muchos de los cuales ni siquiera tienen agua potable y se ven obligados a compartir techo con todos aquellos que tras un infernal éxodo a través de jungla y de agua llegaron heridos o enfermos.
Como segundo dato de interés destaco asimismo que todos los miembros del equipo sufrimos una mayor o menor medida de afectación emocional parecida a estrés postraumático, entre la que se podía destacar una fuerte impotencia al presenciar el sufrimiento ajeno, el sentirnos desbordados, el dolor de que el equipo médico se veía obligado continuamente a seleccionar prioritariamente a pacientes que tenían mayores posibilidades de sobrevivir que otros de mayor edad o de agonía manifiesta, la abrumadora sensación de saber y de tener que comunicar a las familias que a su ser querido –a veces de escasa edad- le quedaba muy poco tiempo de vida, o el dolor resultante cuando se desvanecía de nosotros esa barrera deliberada con la que intentábamos separarnos del infinito dolor que atormentaba a aquellos seres y de manera súbita se aparecían como personas muy próximas.
En esos instantes en que desaparecían las barreras por parte de los Rohinyá y por parte de los miembros de nuestro equipo, asimismo lo hacían las barreras religiosas musulmanas o cristianas, las culturales o de raza, los idiomas, las de las nacionalidades y cediendo a todo, aparecía tal vez la expresión más excelsa de amor que pueda aparecer en el ser humano; la de un ilimitado y simple amor a sus semejantes, más allá de los prejuicios con que tan a menudo se conducen los seres humanos.
En una de esas ocasiones, una mujer musulmana rohinyá quedaba abatida y fuertemente abrazada a uno de los miembros del equipo y éste quedaba a su vez abrazado a ella, llenándose ambos de lágrimas, las lágrimas por parte de ella por haber asistido a su marido en su trayecto final, las lágrimas por parte de él por no haber podido hacer lo suficiente, y tras verles a ambos tan fuertemente abrazados, se abatía sobre todos nosotros un profundo silencio, ese silencio que subyace a algo tan lapidario como a la abrupta acometida de la muerte, que se impone a algo tan bello como la súbita e inefable irrupción de un amor que sabedor de la soledad del hombre en el universo, le rescata de las profundidades de su desolación cuando irrumpe un silencio que se sabe eterno.
De haber podido, la hubiera adoptado
Hubiera adoptado a aquella pequeña niña tuerta recién llegada y enfundada en harapos que había perdido a toda su familia y que tras haber jugado con mi cámara persistía en quedarse junto a mí. Supongo que nunca olvidaré su mirada cuando los soldados la instaron para que de nuevo se fundiera entre aquella masa uniforme de refugiados recién llegados que aguardaba para pasar un control militar.
Y mientras ella desaparecía entre ellos con su único ojo empañado en el vaho de la tristeza, no quise verla, no quise que ella también viera que yo sufría. No quise que ella siquiera intuyera o sospechara que a pesar de ser ambos dos seres humanos, una parte de la humanidad había estipulado que ella fuera una Rohinyá o que perteneciera a una raza que se mereciera un trato diferente, que se les masacre ante una comunidad internacional que paradójicamente alardea sustentarse en la protección de los derechos humanos, y que a aquellos que hayan podido sobrevivir, se les expulse hacia el limbo.
Los “stateless”, los apátridas , esos hacia los que apunta la UNHCR y que suman ya diez millones en todo el mundo incluyendo a los Rohinyá, esos que van quedando al margen en nombre del progreso de determinadas naciones y que se constituyen en gente residual, en “vidas desperdiciadas” haciendo honor al término de Zygmunt Bauman, esas “florecillas” hegelianas que necesariamente han de quedar pisoteadas para que pueda avanzar el poderoso caballo del progreso de la historia, esas almas para cuyo exterminio a nivel estatal se procede a restar legitimidad a su existencia e identidad recurriendo a argucias burocráticas, a falsificaciones históricas y a la fabricación de una ideología ad hoc para justificar y vender ese etnocentrismo genocida a la opinión de la masa nacional e internacional.
No se puede negar la astucia de las autoridades birmanas al camuflar la barbarie dirigida hacia esta pobre gente camuflándola como un movimiento contra el terrorismo Islámico, plenamente conscientes de la coyuntura internacional de letárgica idiocia mediatizada por parte de una masa occidental establecida en el pensamiento único de que todo lo relacionado con el Islam necesariamente ha de guardar un vínculo con el terrorismo, como si los mil seiscientos millones de musulmanes existentes en el mundo, mayoritariamente de pacíficas costumbres se hubieran de juzgar únicamente por los actos de unos pocos, que sería como si a los católicos se les juzgara por sus autos de fe o por los métodos de la Inquisición.
Por otra parte los atentados de supuesta índole islámica contra las autoridades birmanas que tuvieron lugar a final de agosto de 2017 por parte de la “Arakan Rohinyá Salvation Army” sirvieron para justificar la salvaje represión y genocidio ejercido por parte del ejército birmano contra los los Rohinyá del estado de Rajine de Birmania, durante los meses de septiembre y octubre de 2017 tras cuyo ataque cientos perdieron sus vidas (esto quiere decir también cientos de mujeres y de niños además de hombres, por si alguien insiste en percibir una combativa índole terrorista en los niños o en las mujeres) y miles emprendieron su éxodo hacia los campos de refugiados de Bangladesh.
No se hace necesaria gran reflexión para desmontar esta irracional justificación de actuación contra el terrorismo Islámico por una serie de razones sencillas; muchos Rohinyás no son musulmanes, sino que profesan la religión hindú e incluso budista y también han huido del birmano estado de Rajine hacia Bangladesh. Además, este proceso de progresiva marginalización, expulsión y exterminio de los Rohinyá no se corresponde con hechos concretos (tales como el súbito ataque por parte de la “Arakan Rohinyá Salvation Army”) sino que lleva forjándose metódicamente desde el gobierno birmano de manera sistematizada durante varias décadas.
Asimismo la “Arakan Rohinyá Salvation Army” tiene escasos medios económicos o de participación de voluntarios, afirma combatir para que se reconozcan los derechos de los Rohinyás y niega cualquier vínculo con organizaciones Islámicas internacionales de terrorismo.
Por último, para todo aquél que permanezca escéptico ante la causa Rohinyá , no tiene más que intentar ver qué justificación le puede merecer el saber acerca de la violación masiva de mujeres reconocida por las Naciones Unidas o la masacre de cientos de niños, muchos de los cuales fueron arrojados a hogueras.
Durante unas semanas, el equipo entero fuimos testigos de las atrocidades sin nombre cometidas por el ejército birmano. Cientos de mujeres violadas sistemáticamente y que se alojaban en un lugar aislado del campo de Kutupalong para poder vencer el trauma, numerosos heridos de bala que podíamos ver cada día, entre los que se encontraban abundantes niños, mujeres y hombres, gente que había enfermado durante el éxodo, niños que habían perdido a sus padres, heridas infectadas, gente profundamente traumatizada, y un sinfín de testimonios terribles. Testimonios de gente que había visto como los soldados encerraban a grupos de mujeres y de niños en barracones y que les prendían fuego y si alguno lograba escaparse lo volvían a arrojar a él para que ardiera, torturas, golpes, humillaciones públicas de las mujeres seguidas de violaciones, quema de aldeas enteras, torturas de miembros de una misma familia Rohinyá delante de sus seres queridos, persecuciones a través de la selva y un sinfín de representaciones del horror xenófobo más extremo.
A cada vez que entrevistábamos a algún superviviente recuerdo que al percibir el gesto de espanto por parte de nuestro traductor todos sentíamos el agudo deseo de que no nos lo contara, como si al hacerlo pudiéramos evitar así ese dolor que se siente cuando se contempla al que sufre al lado de uno y cuando realmente se le ve como a un prójimo, o es decir, cuando no se le siente a través de la asepsia emocional que proporciona esa retransmisión mediática a la que todos estamos acostumbrados. Cuando finalmente lo traducía, a menudo quedábamos abatidos.
Me viene a la memoria uno de aquellos primeros testimonios por parte de una joven rohinyá cuyo pequeño acababa de morir; en lugar de desmoronarse decía que se sentía liberada de saber que su hijo no iba a tener que vivir en este mundo tan atroz.
En otra ocasión, mientras el equipo atendía a una anciana, una niña muy pequeña se nos acercó cobijándose de la lluvia con un gran paraguas y su mirada extraviada. Como parecía que la mirada de la niña estuviera afincada en otro mundo, el traductor le preguntó a la paciente que quien era aquella pequeña, y ésta respondió que a aquella niña que había perdido a toda su familia la cuidaban entre todos y que había permanecido en estado catatónico desde que unos soldados la arrebataran de los brazos de su padre degollándole en su presencia.
Otro de los muchos testimonios que escuchamos fue el de Ebrahim, un humilde vendedor de verdura que vivía modestamente junto a su mujer su madre y a sus dos hijas y al que conocimos en Kutupalong 2.
Ebrahim yacía en el suelo rodeado por su mujer y sus dos pequeñas hijas, y el traductor le pidió que narrara su historia. Al hacerlo, súbitamente nuestro traductor irrumpió a llorar, e hizo un ademán para hacernos ver que le costaba seguir escuchando. Cuando finalmente lo tradujo, nos contó que Ebrahim había sido separado de su familia por unos soldados y que le situaron junto a un grupo de otros hombres Rohinyá a los que asesinaron a tiros; cuando se percataron de que él no había sido alcanzado, uno de los soldados le golpeó con la culata de su fusil en la base de su columna vertebral y posteriormente le golpearon entre varios hasta que cayó perdiendo el sentido. Unos compañeros suyos encontraron que aún seguía con vida en medio de un charco de sangre, y entre todos lo portaron en una camilla durante los varios días de huida hacia Bangladesh que les siguieron, siendo así que durante la huida su mujer y sus dos hijitas le localizaron entre los huidos y terminaron todos juntos en el campo de refugiados de Kutupalong 2.
Ese día en que había acudido nuestro equipo era la primera vez que recibía asistencia médica y tenía una gran esperanza en su curación y de poder volver a andar. Nuestro traductor, a quien antes de empezar a traducir nuestro equipo le había hecho partícipe de que Ebrahim tenía seccionada la médula espinal y que nunca más volvería a andar pese a su juventud y de tener que sacar a su joven familia adelante, al verle tan lleno de esperanza y al empezarle a traducir su situación, sucumbió a sus sentimientos y se echó a llorar amargamente, uniendo su tristeza a la de la mujer de Ebrahim quien todos los días tenía que ponerse en una cola con cientos de refugiados para poder conseguir algo de arroz para su familia y a la de sus dos hijas pequeñas (como dato de consuelo recientemente he podido saber recientemente que el equipo ha podido conseguirle una silla de ruedas).
He podido notar que el proceso empático y de solidaridad aumenta considerablemente en todas aquellas personas que hemos permanecido en lugares de conflicto, a diferencia de aquellos que al verlos a través de pantallas electrónicas han llegado a desarrollar una inmunidad frente a su sufrimiento.
A menudo, los que hemos estado en estos lugares hemos tenido la suerte de presenciar los ejemplos más bellos y elevados del espíritu solidario del que son capaces algunos seres humanos. A menudo, las lecciones más elevadas que hemos podido tener en esta vida, las hemos podido recibir de éstos seres humanos que sufren, esos profundos conocedores de que nada, absolutamente nada puede durar para siempre y de que todo lo que hoy con tanta fruición sostenemos puede desaparecer para siempre sin dejar vestigio.
Y entre tanto, ¿Quién llora a los Rohinyá?
Cada vez menos gente. Las únicas lágrimas por esta gente humilde de buena índole y cuyo espíritu como pueblo agoniza en el destino de los “sin nada” fueron las lágrimas del propio cielo, esas que el fin de la estación de las lluvias del monzón derramó sobre el campo de refugiados de Kutupalong, esas mismas que al formar los charcos, los niños recogían del barrizal en cuencos para llevar a sus familias. Esas mismas que cuando los humanos no las derraman, las decide derramar el propio cielo.
[…] explica Abu Siddik, quien reside en uno de los campos de refugiados situados en el distrito de Cox’s Bazar1, en el sureste de Bangladesh, donde alrededor de 860.000 rohingyas se encuentran hacinados en tan […]
[…] sin duda, supone una experiencia personal que se ve documentada en la magistral elección de las imágenes y en cuanto se cuenta en las páginas de este libro […]
[…] Agradecemos a nuestro colega Javier Sánchez-Monge Escardó la cesión de sus fotografías de los Rohinyas. En ellas vemos plasmado el dolor, la alegría, la vida que necesariamente sucede en un lugar del […]