La vida es un cabaret. Parecía una frase medio de ensueño que se cantaba en aquella película que se tomaba la vida como una tragicomedia. Lo cierto es que la realidad, por desgracia, supera la ficción. La existencia es un auténtico espectáculo (para lo bueno, y para lo malo).
Todo lo que se vende en esta “globalización” es un conflicto latente, una sonrisa y un dolor, una pugna, una estridencia con morbo, con el añadido del sensacionalismo, el amarillismo y las creencias desorbitadas… Es la moda que nos ha llevado a la crisis. Algo de estereotipo hay en estas afirmaciones estiradas y complementarias, que no contrapuestas, pero también subyace una gran verdad, una triste verdad.
La pena, la fragmentación, los golpes de la vida, no solo nos asustan: igualmente atraen. Son fuerzas paradójicas, difíciles de interpretar, pero que ahí están, y nos definen, como refería, para lo bueno y para lo malo, en todo cuanto nos ocurre, que salta por los aires por los excesos que cometemos.
Vamos a un ejemplo. Un hombre decide quitarse la vida, y se articula un espectáculo en un santiamén, donde no falta nadie. Los medios hacen un enorme despliegue de su poderío técnico y colocan sus miradas hasta donde haga falta. Y ojos no faltan, por desgracia. Lo malo es que están en ese preciso momento, y no antes, ni estarán después. Las intrahistorias son tan normales como carentes de atractivo. Venden poco. La existencia rutinaria no interesa, ni siquiera la mala, salvo que nos porte al estado de excepción, que genera las más pésimas consecuencias. Éstas albergan la suficiente cuota de crueldad (nadie se plantea la injusticia de la desesperación) para dominar diarios, pantallas y audiencias, que se presentan en su antropología más pétrea.
Por desgracia, hemos convertido la historia humana en una singladura excesivamente compleja que nos invita a que, casi narcotizados por los tópicos y las urgencias, no nos planteemos respuestas ante las preguntas de cada jornada. Detrás de toda derrota, de todo sufrimiento, de toda ignominia, de acusaciones falsas, de secuestros, de censuras, de rupturas, de desamores, de desencuentros, de guerras, de enfermedades, de tropiezos, de desigualdades, de ganancias injustas, de pérdidas… hay “seres únicos” que sufren, que padecen, que tienen derechos, que aspiran a más ocasiones, a una oportunidad añadida y dichosa, a saborear, por fin, la franqueza y el buen gusto.
Cuando decidimos caminar desde las antipatías, desde los verbos y gestos malsonantes, malolientes, nefastos en definitiva, desconectamos lo más profundamente humano que tenemos, lo que nos justifica en una estirpe excepcional de la Naturaleza, en una raza hermosa entre las realezas de la Creación. Renunciamos a ello, cuando no nos tratamos convenientemente, cuando nos despreciamos, cuando nos quitamos alegrías, cuando no apoyamos al prójimo, a aquellos que nos podrían aportar auténtica dicha.
Dignificarnos
Seguramente deberíamos hacer un repaso a las situaciones que contemplamos en lo cotidiano, o bien toleramos o hasta fomentamos en la sociedad actual, que vive crisis esperpénticas de un tamaño tal que a muchos falta lo elemental. Deberíamos realizar todo aquello que nos pueda dignificar como seres inteligentes. Buscar un reequilibrio de fuerzas y de energías es una prioridad. Si lo hacemos, mucho de cuanto se desarrolla a nuestro alrededor nos complacerá, porque habrá mudado para mejor.
Dicen que los medios son un espejo de la realidad. Oteemos lo que ofrecen. Puede que aunque nos sorprenda, en algunos casos la consabida realidad supere a la ficción o a supuestas elucubraciones. No se trata de hallar culpables, o sí, pero lo más inmediato es encontrar soluciones.
El show debe continuar, repetía la canción de Freddie Mercury. Siempre debe seguir. La sugerencia, casi obligación, es experimentar una transformación tranquila para progresar. La verdad duele. No se trata de cambiar la interpretación de la certeza, como intentan algunos, sino lo que acontece, para que la auténtica realidad sea otra más óptima para todos. Lo curioso es que podríamos.