Hace poco, en España, Ignacio Sánchez-Cuenca tiró la piedra -sin esconder la mano- con su libro “La desfachatez intelectual”. No he podido leer el libro, pero sí críticas, contracríticas, reseñas y entrevistas con el autor. Me pareció interesante, aunque –en varios de sus ejemplos- yo no estuviera de acuerdo con las valoraciones de Sánchez-Cuenca sobre algunas estrellas permanentes (o figurones) de los medios. En mi mirada hacia la actualidad de Francia me sucede lo mismo. Como cantaba Renaud, intento distinguir a Jean Dutourd de Jean Moulin.
Y estos días no he sabido bien qué pensar del académico Alain Finkielkraut, quien recibió insultos varios cuando -en París- se acercó el otro día a la Plaza de la República. En un movimiento de masas como Nuitdebout, quizá no podía esperar otra cosa. Él respondió con otros insultos. Tampoco finos, desde luego.
Después se vio obligado a escapar hacia la primera brasserie de por allí. Chez Jenny, por ejemplo. Y ahora resulta complicado distinguir entre los hechos y la representación mediática de lo sucedido. Porque distanciarnos para valorar cada elemento de la actualidad, pesar el impacto de nuestros propios prejuicios y contestar cada réplica que recibimos resulta –hoy día- agotador. Cada palabra se reproduce, dentro o fuera de contexto, cada argumento se retuerce de inmediato; en la calle, entre los amigos y la familia, en los medios. Y todo se amplifica en las redes sociales. Resulta, sí, muy cansino.
Leo al experto en islamismo y yihadismo Gilles Kepel, de quien tengo media docena de libros leídos, de quien aprendí cosas, y a quien he entrevistado varias veces, la primera en 1988. Ahora no me reconozco en muchas de sus declaraciones actuales. Ha evolucionado, claro. También yo, ¿o no?
De Alain Finkielkraut, sólo leí en el pasado su libro “La défaite de la pensée” y artículos de prensa. Aprendí también y me irrité más con frases suyas como aquello de “l’antiracisme d’aujourd’hui ressemble au racisme d’hier”. Me sigue pareciendo un cascarrabias de interés.
Al presionarlo para que se marchara de la Plaza de la República, le dijeron “fascista” y él respondió con ese y otros insultos menos ilustres. Me parece que en la nube en la que viajan los nuevos filósofos (o figurones), muchos escritores de moda (o estrellas mediáticas), algunos expertos (verdaderos) en temáticas actuales como el yihadismo, y con ellos no pocos de mis amigos (ojo, a estos nada, que son mis amigos), hay un síntoma común evidente: cansancio intelectual.
Una fatiga que los enloquece lo suficiente como para intentar convencernos de propuestas discutibles, frecuentemente conservadoras. Cada uno -yo también, cómo no- tenemos nuestras estupideces alimentadas desde el pasado. Los Finkielkraut de turno, las suyas.
La guerra de Irak, frontera intelectual
Durante la guerra de Irak, entrevisté en su casa al fallecido André Glucksman, otro “nuevo filósofo”. Estaba a favor de la guerra contra Sadam Huseín y en contra de la postura de Francia, opuesta entonces a la intervención de los Bush, Blair, Aznar. Me pareció brillante al expresarlo; pero hoy –retrospectivamente- parece claro que resultaba ingenuo (ah, las armas de destrucción masiva de Sadam), poco consistente.
De Michel Onfray conservo su “Traité d’athéologie” (2005), que ataca los fundamentos y los efectos perversos de la religiones monoteístas. De él, han escrito ahora que es una mezcla de reaccionario populista y predicador mediático barato.
Al admirar la pasión que ponen este tipo de intelectuales, y todos los demás, las preguntas que debemos hacernos deben ser del tipo: ¿Están exentos de decir tonterías? ¿Pueden sostener estupideces de apariencia lógica? La respuesta evidente es que sí. Sí, por supuesto: sólo nuestra idealización de su capacidad intelectual y la glorificación pública de la que se benefician pueden convencernos de lo contrario. Después, su propio endiosamiento los hace elaborar todo tipo de argumentos despiadados contra sus críticos. No soportan que les devuelvan la pelota. Son los llamados nuevos reaccionarios.
De modo que arrastran a un gentío hacia la última corriente de ideas conservadoras, con el condimento de nuestra propia pereza mental. Confieso que la mía es elevada, pero sigo manteniendo mi puntito de desconfianza hacia esos pájaros del firmamento mediático.
Por ejemplo, el terrorismo ha alcanzado tal cercanía al horror más absoluto que –algunos de los mencionados- pueden ahora ser partidarios de la pena de muerte. Intentarán convencernos en sus púlpitos múltiples. Cuando nos opongamos a sus argumentarios, nos dirán que las migraciones actuales no tienen que ver con las del pasado. En cuanto maticemos o les contradigamos, dirán que estamos “presos de lo políticamente correcto”. A veces será cierto, otras no. Esas otras, para ellos, son ocasiones insoportables.
En España, la mayoría de los tertulianos cumple el mismo trabajo de manera humillante y –contra lo que cree el gran público- no siempre de manera bien remunerada. Es menos difícil desmontar sus tonterías o ilustrar su ignorancia. El problema es cuando te llamas Mario Vargas Llosa o Alain Finkielkraut. Entonces, tu verbo adoba bien tu discurso ideológico, tu nostalgia del pasado (que fue mejor, ¡cómo no!). Tus gafas conceptuales esconden prejuicios reconstruidos en la vejez.
Me sitúo en tierra de nadie para sufrir lo menos posible. Pretendo situarme ahí donde está mi propia confusión. Ni más allá, ni más acá. Tiendo a pensar como Daniel Lindenberg, historiador de las ideas: “El campo de los progresistas se encuentra en tal estado que otros los roban (ideas) a plena luz del día, de tal modo que Marine Le Pen se dice feminista y, recientemente, hasta se reclama de Simone de Beauvoir” (Libération, 21 de enero de 2016).
En Francia, Lindenberg se anticipó a la denuncia de quienes él llamó -antes que nadie, quizá- “los nuevos reaccionarios” en un libro que publicó en 2002. Asociaba la crítica de esos personajes al neoliberalismo dominante, porque la mayoría de ellos considera retrógrada toda oposición a la barbarie financiera.
“No creo haber impulsado ninguna negativa a criticar las ideas de izquierda”, declaró en enero Daniel Lindenberg: “Otra cosa es reemplazar ideas de izquierda obsoletas e ingenuas por otras de la extrema derecha”. Cuando publicó su libro, que muchos describen como “irregular”, Lindenberg fue tachado de ‘inquisidor’ y de ‘policía del pensamiento’. A la hora de los insultos al académico Finkielkraut, otros reivindican a Lindenberg y no aceptan el predominio de quienes pretenden ser permanentes primeras estrellas; siempre en evolución, por supuesto.
No creo que Alain Finkielkraut merezca los insultos que recibió. Sin embargo, debería ser consciente de que es humano. Y del largo viaje colectivo de una cierta intelligentia (o élite intelectual, no sé) desde los tiempos en que casi todos los de su especie tenían los tabúes propios de la guerra fría (no sólo hacia la URSS, también al revés). La complacencia y el autoconvencimiento son conservadores, por definición. En la Academia de Francia o en la Plaza de la República. Y alguno de sus calificativos habituales hacia otros –casi siempre con altavoz mediático de por medio- no son aceptables.
Tampoco parece inteligente su atrevimiento al entrar en cualquier foro ajeno, o en la Plaza de la República, como si tuviera derecho de pernada intelectual. Ya Sartre se llevó lo suyo en mayo del 68, cuando hizo lo mismo en la asamblea del Odeón, donde no sé si estaba Finkielkraut 48 años más joven. Entramos en unos bares de barrio y evitamos otros para que no nos partan la boca sin causa.
No estoy de acuerdo con los insultadores, pero como dice el refrán francés «on ne peut pas être au four et au moulin«. Porque tampoco es justo que Alain Finkielkraut ocupe todos los espacios; es decir, su lugar en la Academia de Francia, en los mayores medios de comunicación, en la política, en la filosofía, y – a la vez- en el ágora improvisada de los indignados. Al intentarlo, y quizá sin quererlo, discrimina y aplasta el debate de numerosos ciudadanos anónimos. Además, resulta cansino y muestra su propia soberbia. Su error ilustra su propia estupidez.