En relación con el arte en general, los judíos israelíes se dividen en dos tipos: los ultraortodoxos, que dedican su tiempo a hacerse tirabuzones y cepillar esos sombreros fácilmente reconocibles a varios cientos de metros de distancia y, por supuesto, no solo no se plantean hacer películas, sino que ni siquiera van a ver las que hacen otros (como no leen novelas, no frecuentan museos y no asisten a funciones de teatro ni a conciertos de música), y los judíos «normales» –laicos y practicantes-, algunos de cuyos miembros son realizadores cinematográficos con un gran sentido crítico y mucho más humor del que se les presume.
A esta clase de israelíes pertenece Emil Ben Shimon (Ed Medina, 2005; Susey Pere, 2016), director de «El balcón de las mujeres» (Ismach Hatani), la película más taquillera de 2016 en Israel, y una de las más vistas en los últimos diez años.
«El balcón de las mujeres» es una divertida y estimulante comedia muy sutil, centrada en el abismo que en su país existe entre hombres y mujeres, similar al que existe entre fundamentalistas y simplemente ortodoxos, representado por algunos acontecimientos en una pequeña comunidad, donde las mujeres luchan por la igualdad y, sobre todo, por su libertad. Nada extraño en un país donde existen autobuses que discriminan por el sexo (y las mujeres se tienen que sentar de espaldas), donde ellas no pueden divorciarse sin el permiso del marido y existen restricciones para que puedan rezar en el Muro occidental.
En un barrio de Jerusalén, un grupo de mujeres lucha por su comunidad ortodoxa y sus tradiciones frente a un rabino carismático que llega a sus vidas por casualidad, en el momento en que se ha hundido el balcón de las mujeres de su sinagoga y el viejo rabino está perdiendo facultades a causa de la edad. Ellas deciden enfrentarse a las creencias ultraortodoxas que predica, recogiendo dinero para reparar el balcón, eventualidad que no entra en los planes del rabino. Hasta la llegada del rabino, la vida en el barrio era alegre, las fiestas se celebraban con entusiasmo, existía amistad y amor entre los miembros de la comunidad.
Rebuscando por la historia, me entero de que «en la época del Templo, para evitar atentados al pudor en las sinagogas, los rabinos decidieron instalar balcones, con el fin de separar a las mujeres de los hombres».
Ahora que conozco este detalle, entiendo mejor el drama humorístico que es «El balcón de las mujeres» -una película coral de amigas y vecinas- y el significado que tiene que las mujeres de la historia emprendan este tipo de lucha «feminista» y, como Lisístratas contemporáneas, abandonen en masa a sus maridos. Un detalle importante también es que todas las protagonistas de la película están casadas (como probablemente lo está el casi cien por cien de las mujeres y los hombres judíos), excepto una que terminará por contraer matrimonio. Al contrario de lo que pudiera pensarse, el hecho de tener que sentarse en el balcón durante las ceremonias religiosas, a estas mujeres no les parece en absoluto que signifique que se las considera inferiores. Lo que tampoco se atreven ni siquiera a insinuar los maridos de esta película, todos muy satisfechos con su vida conyugal.
Lo que provoca no solo la ruptura temporal de las parejas, sino fundamentalmente el hecho de que las mujeres reclamen su libertad, es la llegada del nuevo rabino ultraortodoxo, según el cual no solo se puede prescindir del balcón, sino que las mujeres pueden rezar en el hall de la entrada, o no rezar si no quieren; porque ya están en contacto con Yavé, puesto que pueden crear la vida, y la oración no es esencial para ellas. Aparte de que también cree que el balcón se ha hundido por la falta de modestia de sus ocupantes.
«El balcón de las mujeres» es un alegato de la moderación frente al extremismo religioso. Según Shlomit Nechama, autor del guión, es el retrato de unas comunidades específicas del barrio de Bukharan, en Jerusalén, que hasta hace poco eran rigurosamente ortodoxas, pero en las que a medida que se van imponiendo los progresos de la vida moderna van desapareciendo algunas prácticas tradicionales, lo que inevitablemente lleva a la pérdida de la religión, o a la división de la sociedad entre laicos y ortodoxos.