En el centenario del nacimiento de Antonio Buero Vallejo
En los años ochenta asistí a algunas funciones de las últimas obras de teatro de Buero Vallejo. En todas ellas se repetía la misma escena: en una butaca de las últimas filas, medio oculto por la oscuridad de la sala, se podía ver la figura de un anciano que fijaba su vista con intensidad en el desarrollo de la obra: era Antonio Buero Vallejo, quien tenía por costumbre asistir casi todos los días a las representaciones de sus obras de teatro.
Esta presencia se completaba con la intención de mantener viva una costumbre prácticamente olvidada, la de la lectura de la obra por el autor a los actores y al director antes de ser representada.
Vida de un artista frustrado
Posiblemente, de no haber una guerra civil en 1936, Antonio Buero Vallejo (Guadalajara, 1916-Madrid, 2000) habría sido uno de los pintores importantes del siglo XX español. Aquel año sólo era un destacado estudiante de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid, militante de la Federación Universitaria de Estudiantes, aficionado a la música clásica, la literatura de Alejandro Dumas y de Víctor Hugo, y visitante asiduo a museos y exposiciones. El teatro no era entonces más que una más de sus aficiones.
A pesar de que su padre, militar, fue fusilado por los republicanos, el joven Buero (19 años) se mantuvo fiel a su ideario comunista y durante la guerra colaboró con el gobierno de la República pintando cientos de carteles que se pegaban en las paredes de aquel Madrid sitiado donde le tocó vivir la contienda. Esta colaboración le costó ser condenado a muerte por adhesión a la rebelión, una condena que esperó en un viejo convento habilitado como prisión en Conde de Toreno, en compañía, entre otros, del poeta Miguel Hernández, de quien pintó el retrato más conocido. Después de seis años y medio, la conmutación de la pena y un posterior indulto le permitieron continuar una vida dedicada al arte y a descubrir su escondida vocación por el teatro, al que nunca antes había pensado dedicarse de manera profesional.
En 1949, tres años después de salir de la cárcel, ganaba el Premio Lope de Vega por “Historia de una escalera”, en un momento en el que la cultura española comenzaba a ofrecer también una nueva manera de cuestionar la dictadura desde la novela, el arte y la poesía. Con “Historia de una escalera” se iniciaba la trayectoria de un autor que se convirtió en una de las cumbres del teatro español del siglo XX, un siglo que registra nada menos que nombres como los de García Lorca, Valle Inclán, Benavente, Arniches, Nieva o Alfonso Sastre.
El otro teatro español del siglo xx
Buero Vallejo fue uno de los autores más representados del teatro español de la posguerra, con una obra que recogió expresiones estéticas anteriores, especialmente del simbolismo y el realismo, que elevó a una altura sorprendente dadas las condiciones culturales en las que se movía entonces el teatro en España, entre los estrenos de Adolfo Torrado, Leandro Navarro Bonet, Alfonso Paso y el último Benavente. En pleno franquismo, la obra de Buero se consideraba como la excepcional manifestación de una cultura de izquierdas preocupada por el futuro de una sociedad sórdida en un país abatido por la tristeza, pero en cuyas tramas se mantenía siempre un hálito de esperanza.
Los personajes del teatro de Buero Vallejo encarnan deficiencias físicas (ceguera, sordera, mudez) como reflejo de la sociedad en la que vivían. En ocasiones utiliza personajes históricos que simbolizaban los vicios y las virtudes de esa sociedad: el Esquilache de “Un soñador para un pueblo”, el Goya de “El sueño de la razón”, el Larra de “La detonación”. La rebelión, la resignación, el acomodo o la sumisión fueron en su obra las diferentes maneras de encarar el futuro de esa sociedad.
Influido por autores que van desde Calderón y Shakespeare a Ibsen y Bernard Shaw, la obra de Buero Vallejo introdujo arriesgados experimentos formales que trataban de renovar los cánones del teatro de aquellos años, como puso de manifiesto en “Historia de una escalera” (1949), “En la ardiente oscuridad” (1950), “Hoy es fiesta” (1956), “El tragaluz” (1967), “El concierto de San Ovidio”, “La Fundación” (1974)“), obras en las que la realidad se confunde con la imaginación y en las que, entre la libertad y la responsabilidad, reivindica los valores éticos y morales de los seres humanos.
Autor prolífico y de éxito, durante los años de la transición continuó estrenando asiduamente. “Jueces en la noche” (1979), “Caimán” (1981), “Diálogo secreto” (1984), continuaron dando fe del compromiso de Buero Vallejo con la época histórica que le tocó vivir.
Antonio Buero Vallejo fue miembro de la Real Academia Española y de la Hispanic Society of America, y consiguió destacados galardones de teatro (Premio Nacional en varias ocasiones y tres veces Premio Maria Rolland) y de las letras, que culminaron con el Premio Cervantes en 1986, el primero concedido a un autor de teatro (se falló el mismo día en que estrenaba su obra “Lázaro en el laberinto” en el Teatro Maravillas de Madrid). Buero Vallejo dedicó el discurso de recepción del premio a la dimensión universal de la obra de Cervantes y a la huella del Quijote en autores como Kafka, Flaubert, Valle-Inclán, Dickens y Dostoiyevski.