«Severos y a menudo irreversibles», así pueden ser los impactos de la extracción de minerales. Lo leemos en una doble página que publica el diario barcelonés La Vanguardia, que a su vez cita un estudio coordinado por Alicia Valero para el Instituto de Investigación Mixto Circe (Universidad de Zaragoza) y Amigos de la Tierra.
Esa doble página está encabezada por una constatación cada vez más evidente: «El auge de la minería de metales incrementa los litigios ambientales». Ese es el título de un análisis que firma Antonio Cerrillo. En un recuadro, se recuerda que «Europa es enormemente deficitaria en metales» y minerales «estratégicos», así como que hay unas determinadas dependencias de las minas africanas (sobre todo del Congo) para ciertos minerales y de China para diversas tierras raras y materiales derivados.
En estos momentos, se estima que hay veintiocho proyectos en territorio español destinados a impulsar actividades mineras nuevas o renovadas. Otros noventa proyectos se encuentran en fase de exploración. Se refieren a la potencial extracción de diversos minerales (litio, níquel, wolframio, paladio, oro, platino, etcétera) o de las llamadas tierras raras. Éstas sirven para hacer imanes y elementos utilizables en los coches eléctricos y trenes de alta velocidad, en los molinos de viento y sus aerogeneradores para la producción de electricidad, en los escáneres médicos y láseres, en la transmisión de datos por fibra óptica y en otros usos menos conocidos (La guerra de los metales raros/La cara oculta de la transición energética y digital, Guillaume Pitron, Ediciones Península, 2019).
En muchos casos y lugares precisos, «metales abundantes como el hierro, el cobre, el cinc, el aluminio o el plomo coexisten con una familia formada por una treintena de metales raros», que tienen propiedades excepcionales y –siempre– son caros, de modo que Pitron no duda en afirmar que «vuelven locas a las empresas de nuevas tecnologías».
El problema es que a pesar de las apariencias –y de que la pasada COP28 (Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático) se celebrara en un petroEstado– la marcha hacia la sustitución de las energías y combustibles fósiles se pretende imparable. En ese escenario es donde hay que situar la avaricia de las empresas globales que impulsan los modelos extractivistas, cueste lo que cueste.
Quienes los promueven intentan reducir la contestación social mediante una intensa propaganda –en algunos países, no excluyendo la violencia– mientras despliegan promesas de creación de empleos futuros (hipotéticos), junto a la inyección de patronazgos culturales y/o deportivos. Sin que falten los casos de corrupción social o política, pura y dura.
En ese contexto, esos grandes promotores suelen presentarse como recuperadores de viejas instalaciones mineras abandonadas. En países como España, el Reino Unido, Bélgica o Francia, existen varios millares de minas abandonadas. Se calcula que hay medio millón en Estados Unidos donde –aunque los distintos estados pueden incidir en detalles sobre la actividad minera– la asociación estadounidense Earthworks denuncia que la ley federal que regula la minería su país data de 1872 (en España de 1973, tiempos finales del franquismo). Earthworks destaca así lo esencial de los problemas que genera ese marco jurídico:
–La minería puede contaminar las aguas durante miles de años tras el cierre de las minas y requiere tratamientos permanentes con uso del agua, así como la financiación para ese tratamiento destinado a proteger las poblaciones que vivan corriente abajo. Siguen tolerándose docenas de minas contaminantes de los acuíferos y siguen proponiéndose otras nuevas.
En lo que se refiere al impacto social –según el trabajado texto de La Vanguardia–, «el último y más intenso conflicto [en España] es el que se vive en Cáceres», donde el periodista ejemplifica un fenómeno más general de no pocos proyectos mineros enfrentados a una «fuerte resistencia» debida «a los impactos sociales y ambientales» de los recuperadores de minas supuestamente enloquecidos de los que habla Guillaume Pitron.
En La Vanguardia, el presidente de la Confederación Nacional de Empresarios de la Minería y de la Metalurgia, Vicente Gutiérrez Peinado, desprecia las declaraciones oficiales de impacto ambiental y las considera únicamente como «el principal escollo». También contempla con cierta soberbia la desconfianza de la ciudadanía: «Detrás de cada proyecto surge una plataforma de cuarenta personas que no quieren», y que «provocan mucho ruido y eso hace que se ralentice muchísimo». Por ejemplo, sí, en Cáceres.
Por su parte, Rafael Jiménez Serrano, cabeza visible del proyecto cacereño de la mina de Valdeflores (Infinity Lithium/Extremadura New Energies), destaca en el mismo diario que «sólo en impuestos la Junta de Extremadura recibirá entre ochenta y cien millones anuales». Y ya se sabe: habrá empleo, subvenciones, todo será verde, sólo utilizaremos aguas residuales, todo será renovable. Bla, bla, bla.
De la doble página de La Vanguardia, podemos extraer diversas ensoñaciones, así como los problemas ambientales y administrativos que chocan con la ambición de las empresas extractivistas. En ese un relato se citan otros casos: Torrenueva y Torre de Juan Abad (Ciudad Real), para extraer monacita, proyecto denegado por la Junta de Castilla-La Mancha por su peligro para la biodiversidad; mina coruñesa de San Finx (estaño, wolframio), donde ya hay contaminación de materiales pesados en la ría y en el río contiguos; y la mina de Salave (oro, en Tapia de Casariego), con informe desfavorable de la Confederación Hidrográfica del Cantábrico (CHC) y del Principado de Asturias.
Este último caso es paradigmático de la flexibilidad de los jefes de esos proyectos mineros: ante el rechazo del Principado y de la CHC proponen «sortear el impacto de los vertidos fluviales» mediante «un vertido directo al Cantábrico con un emisario submarino» [sic].
Se menciona que el litio se vendía hace ocho años a mil euros la tonelada y que «ha llegado a cotizarse a 80.000 euros en el 2023 y ahora se vende a 40.000 euros la tonelada». Pregunten a los expertos de las bolsas internacionales sobre esos vaivenes especulativos, quizá apunten a otros indicios de por donde va el modelo energético, tecnológico y minero que nos proponen.
Mientras tanto, en la Unión Europea apenas se recicla el cinco por ciento de los recursos ya utilizados en toda la gama de productos de la llamada transición verde y digital.
En lo que se refiere a España, los autores del estudio amparado por la Universidad de Zaragoza y Amigos de la Tierra señalan que el empuje oficial hacia el reciclaje organizado de tierras raras y materiales estratégicos –ya utilizados, después abandonados o descartados– podría aumentar hasta «cubrir el 57 por ciento de la demanda entre 2020 y 2050 en un escenario de transición». Si se admitiera la posibilidad de alargar la vida de los productos tecnológicos, ese porcentaje subiría hasta el 67 por ciento. El informe al que nos hemos referido fue presentado el pasado 19 de diciembre.
En él se proponen medidas precisas para utilizar más la minería urbana (reciclaje masivo) que constituye en sí misma un gran yacimiento. Cada ciudadano se desprende cada año de una media de unas dos docenas de kilos de productos que contienen materiales metálicos y abundantes elementos reciclables, que provienen de la minería (hoy, casi siempre, a cielo abierto).
Pero como dice el experto Xabier Marrero «las plantas de recuperación de materias primas siguen sin estar en la agenda de los gobiernos». Ni siquiera otras medidas que pondrían coto a esos proyectos dañinos para la biodiversidad y el medio ambiente, asimismo dañinos socialmente. Podrían incluir impulsos mayores del transporte público, la reducción del tamaño de las baterías o, como señala Marrero, la creación de plantas de recuperación y reciclaje de materias primas.
Además, al mirar el mapa de España de minas operativas y el de los proyectos de materias primas críticas que publica La Vanguardia es fácil constatar un hecho: casi todos los puntos críticos quedan dentro de un área geográfica que abarca las regiones del sur y noroccidentales: Galicia, Asturias, ambas Castillas, Extremadura y Andalucía. Incluyamos Portugal para completar donde se localiza la mayoría de los llamados territorios de sacrificio de la península Ibérica.
Contra la propaganda interesada, muchos ciudadanos saben ya que la autoproclamada minería verde y responsable no existe. Ni crea empleo. Es sobre todo destructiva ambientalmente y siempre destructora de economías locales ya existentes. Y sus efectos terminan en todos los casos con un impulso destructor de modos de vida y empleos preexistentes, a cambio de cuentos de hadas del desarrollismo decimonónico.
En ese sentido, la experiencia histórica general demuestra que esos planes distan de ser modernos. No hay nada más que retrotraerse a los ejemplos de la península Ibérica o a los de la región valona en Bélgica, o a los desiertos humanos y ecológicos que arrasaron determinadas zonas mineras británicas o del norte de Francia. Dejaron tras de sí sólo despoblación y pobreza.
Por otro lado, el discurso de los oligopolios energéticos evita el debate sobre la posible descentralización de la producción energética, hoy día socialmente posible, fácilmente organizable.
Antes del impacto del extractivismo minero, llega siempre su propaganda y el despliegue del mito de la mina social y responsable.
Una leyenda vieja que antecede a eso que se describe con claridad en el informe de CIRCE/Amigos de la Tierra como daños serios y «a menudo irreversibles». Menuda modernidad.