Con este artículo de Manuel López iniciaba El País el 2 de febrero de 1978 la serie de tribunas de opinión “Ante el debate constitucional” que mantendría durante todo el año hasta la promulgación de la Constitución Española el 6 de diciembre de ese año. López, miembro por aquellas fechas de la Redacción del semanario Cuadernos para el Diálogo, que tuvo acceso al Borrador de la Constitución y cuya publicación en exclusiva compartió con el diario El País, venía a denunciar la confesionalidad católica de facto del Estado que contemplaría una Constitución que establece una religión de primera, a la que el texto de la Carta Magna privilegia y cita por su nombre, frente a las restantes confesiones anónimas de segunda división.
En tanto la reforma de la Constitución no sea abordada, este artículo del editor adjunto de Periodistas en Español sigue teniendo plena vigencia.
Estado-Iglesia. (Estado en singular, Iglesias en plural)Por Manuel López
“La Iglesia católica, en España, desde un punto de vista histórico y sociológico, no es una Iglesia más”, advirtió el cardenal Tarancón en su discurso de apertura de la última asamblea plenaria de la Conferencia Episcopal.
El señor cardenal tiene toda la razón del mundo. Efectivamente, en este país la Católica Romana no es una Iglesia más: es, aún, la Iglesia oficial del Estado. En este año tres después de la muerte del dictador católico Francisco Franco, a los ciudadanos que profesamos fes o no fes distintas de la oficialmente imperante todavía se nos conoce por aquella de la que, habiendo estado adscritos algún día a ella o no, se nos obliga a decir que renegamos. Ciento y pico mil ciudadanos que no tenemos nada que ver con la Iglesia Católica Romana resulta que somos jurídicamente acatólicos.
Anticatólicos, aunque, eso sí, legalmente consagrados como tales. Ni los propios franquistas se atrevieron a establecer diferencias legales entre súbditos franquistas y antifranquistas, pero la Iglesia católica sí fijó esa distinción a través de leyes de inequívoca inspiración católica que nos dividen a los españoles, socio-religiosamente hablando, en dos bandos: católicos y acatólicos. Huelga, por descontado, puntualizar quiénes son los ciudadanos de primera y quiénes de segunda división.
Afortunadamente, según desvela el borrador constitucional, España va a dejar de ser Estado confesional. Jurídicamente, no deja de ser un manifiesto contrasentido que un ente abstracto como es el Estado pueda “practicar” oficialmente una determinada religión. Desde un unto de vista sociológico, la confesionalidad del Estado no ha acarreado ningún bien y sí grandes males de difícil superación al país.
Si la Constitución, en lo que al hecho religioso se refiere, sale adelante tal como está perfilada, tendremos garantías suficientes de que en este país ya no se volverán a cometer tropelías contra los protestantes -o mormones, testigos de Jehová, agnósticos, etc.- so pretexto de mantener limpia de gérmenes nocivos la “reserva espiritual de Occidente”. Adiós para siempre -esperemos, por el bien de todos, incluida la Iglesia católica- a aquellas representaciones cívico-religiosas en las que no se sabía dónde acababa la Iglesia del Régimen y empezaba el Estado.
Ni “luz de Trento” ni “martillo de herejes”. Este tiene que ser de una vez por todas un país “normal”. Un país en el que la religión -o no religión- de los individuos no sea motivo de discriminación. Es verdad que no somos muchos los protestantes españoles. Pero yo no dejo de asombrarme por el simple hecho de que exista protestantismo en España. Históricamente, el protestantismo debiera haber arraigado en España, al menos con la consistencia con que echó raíces en Francia o los Países Bajos, nuestros vecinos geopolíticos más afines del siglo XVI. La realidad es que los protestantes españoles nunca hemos dejado de ser una minoría. Aunque habría que preguntarse cómo diablos iban a introducirse las ideas de la Reforma Protestante en un país cuya Iglesia mayoritaria, dominante en exclusiva, mantuvo vivas hasta hace bien poco las antorchas de la Inquisición.
Cuenta Gonzalo de Illescas en su Historia pontificial, volumen II, que “si se hubiese tardado dos o tres meses más en aplicar el remedio, el luteranismo se hubiera extendido por toda España”. Huelga pararse aquí a pormenorizar los crímenes cometidos en las llamas del radical “remedio”. Baste recordar que en 1559 había una comunidad evangélica de más de mil miembros -responsables, mayores de edad- en Sevilla, otra de parecido número en Valladolid y unas diez más de menor feligresía en distintas localidades españolas.
Once años más tarde no quedaba ya ni una comunidad. La frase atribuida al mártir Cazalla, condenado con toda su familia en los multitudinarios autos de fe contra los “conspiradores” luteranos de Valladolid -“si esperan cuatro meses fuéramos tantos como ellos”- y que Menéndez y Pelayo califica de “famosa balandronada”, no parece tan descabellada si se tiene en cuenta que los inquisidores necesitaron dos “sesiones” de jornada entera para liquidar a los protestantes de Valladolid, entonces residencia habitual de la Corte. Y eso que, según los consejeros de Carlos V, el protestantismo en España no pasaba de ser “un principio sin fuerzas ni fundamentos.”
Los distintos brotes de expansión protestante en España fueron implacablemente segados por la autoridad católica. Desde el siglo XVI hasta la fecha solo hemos disfrutado de tres breves épocas de respiro: la Revolución del 68, la Segunda República y en estos últimos años de libertad (aunque sin paridad) de cultos, al amparo del Concilio Vaticano II y la Ley 44/67 que regula el ejercicio del derecho civil en materia de libertad religiosa.
Ahora resulta que viene el cardenal y nos espeta que, “en nombre de Dios y en el de todos los ciudadanos que forman parte de nuestra Iglesia, nosotros tenemos el derecho y el deber de defender los derechos de las personas”. ¡Hombre! Con los más ecuménicos respetos, señor cardenal, no hagamos demagogia fácil. Ahora que los legisladores tratan de que todos los ciudadanos seamos exactamente iguales ante la ley -cosa que, por cierto, hemos venido predicando invariablemente de palabra y obra los evangélicos desde siempre-, van los obispos católicos y se molestan. ¿Es que no les gusta a los señores obispos que a partir de ahora un ciudadano ateo o protestante tenga ante la ley idénticos deberes y derechos que otro católico?
La jerarquía católica parece no reponerse de dos de sus males endémicos: sufrir puntualmente fuertes convulsiones cada vez que alguno de sus múltiples privilegios está en peligro y escudarse en una piadosa amnesia total en esos momentos. El cardenal Tarancón, uno de los hombres más lúcidos y clarividentes de la Iglesia de Roma, sabe perfectamente que la gran beneficiada de aquella (para nosotros los protestantes, temible) simbiosis Iglesia-Estado en los años -tan próximos- del nacional-catolicismo a ultranza no es otra que la propia Iglesia que él representa. El franquismo feneció. La Iglesia oficial sigue. Y bien pujante, por lo que se ve.
Es hora de renunciar a privilegios no ganados en buena lid. Todo el mundo sabe cómo se llevó a cabo la restauración católica en los primeros años de franquismo. Baste como simple botón de muestra recordar la Orden del 7 de mayo del 38 por la que el Gobierno de Franco “reconoce y afirma la existencia de la Iglesia católica como sociedad perfecta en plenitud de sus derechos”. Muy pocos españoles de a pie se van a sentir molestos porque en esta hora de usteridad general pierda la Iglesia católica una oficialidad conseguida por métodos ni evangélicos ni democráticos en días de triste recuerdo.
Logo «Coexist» con los símbolos de Islam, Pacifismo, Igualdad de Género, Judaísmo, Libertad de Conciencia, Religiones Orientales y CristianismoLíbrenos el Señor de otra “cruzada”. Líbrenos también de nuevas leyes de imposición católica. Ni Estado católico, ni tampoco Estado protestante. El Estado no ha de ser patrimonio de ninguna de las iglesias presentes en la sociedad española, ni de ningún otro grupo de presión. No más dictaduras, por favor. Las iglesias, en sus capillas, predicando desde sus púlpitos sus respectivos evangelios. Pero sin amenazas ni coacciones en la calle. Sobre todos, creyentes e increyentes, el Estado libre y soberano. La España oficial habrá de ser pronto reflejo fiel e insobornable de esa España real, generosa y sufrida, profundamente liberal e inequívocamente laica.
Manuiel López Rodríguez. Madrid, 2 de febrero de 1978