Un siglo del nacimiento de la experiencia más radical y revolucionaria de la historia del arte
El 5 de enero de 1916, hace ahora cien años, el poeta alemán Hugo Ball y su esposa Emmy Hennings alquilaban el piso superior de una cervecería de Zurich para establecer allí un espacio donde artistas independientes rechazados por los circuitos oficiales desarrollasen actividades que no tuvieran cabida en ningún otro sitio. Lo llamaron Cabaret Voltaire y desde el primer día atrajo la atención de creadores de todas las tendencias vanguardistas que buscaban un lugar para su obra inclasificable.
Entre ellos estaban Tristan Tzara, un poeta rumano estudiante de Filosofía, el alemán Richard Huelsenbeck, estudiante de medicina declarado inválido por el ejército, y el artista alsaciano Hans Arp. Ellos fueron quienes el 8 de febrero bautizaron el nuevo movimiento como “Dadá”, un nombre de origen discutido, aunque las versiones más fiables apuntan a que fue tomado de un diccionario abierto al azar por una de sus páginas: consideraban el azar un fenómeno intelectual y emocional porque permitía saltar las barreras de lo consciente, algo que más tarde retomaron los surrealistas.
Otros valores de los dadaístas eran la improvisación, la incertidumbre, el desorden y la duda. También el agnosticismo absoluto como profesión de fe y la heterogeneidad como estilo.
Su objetivo era la destrucción de las jerarquías intelectuales. Dice Juan Eduardo Cirlot en su “Diccionario de los ismos” que en el dadaísmo no existen líneas conductoras que tracen directrices mentales: “el pensamiento puede y debe funcionar en la más completa de las indiferencias hacia todo sentido de rigor, de unidad, de coherencia o de ideario”.
Contra todo
El dadaísmo era una revuelta de la vitalidad contra la fosilización, de la libertad contra la doctrina, de lo irracional contra la razón, sobre todo la de los políticos responsables de la guerra. No fue estrictamente un estilo ni un programa sino una serie de actos anárquicos agresivos y disparatados que respondían al malestar de una sociedad en guerra.
Heredero de síntomas que ya estaban durante el siglo XIX en las obras de Rimbaud, Courbet y Lautreamont, el dadaísmo partía del principio de la negación de todo lo existente en materia de arte, para empezar a crear desde la nada. Incluso la historia, que naufragaba esos años en el estruendo de la Gran Guerra, debía partir de cero. Su órgano de expresión fue la revista que llevaba el mismo nombre que el movimiento, “Dadá”, una publicación polémica y agresiva en la que colaboraron desde el principio firmas como Marinetti, Cendrars, Apollinaire, Paul Éluard, Breton, Huidobro y a la que Picasso, Modigliani y Picabia aportaban reproducciones de sus obras. En 1918 incluye en sus páginas el primero de los muchos manifiestos del dadaísmo, firmado por Tzara, que fija sus no-bases, empezando por la primera: “El dadaísmo no significa nada”.
En 1917 los dadaístas alquilaron un nuevo espacio, la Galería Corray, en la que inauguraron un ciclo de exposiciones con una muestra del grupo Der Sturm, a la que siguieron Kandinsky, Paul Klee, De Chirico…. En estos actos los visitantes recibían de los promotores un trato irrespetuoso que incluía insultos y vejaciones.
La provocación y el escándalo eran los objetivos de las exposiciones y de las veladas antiarte. La llama del dadaísmo prendió de inmediato y atrajo a su seno a pintores como Marcel Junco y Hans Richter. Terminada la guerra los miembros del grupo se dispersaron por Francia, Estados Unidos y Alemania, donde crearon células dadaístas con rasgos comunes pero también con diferencias esenciales entre ellas.
París, NuevaYork, Berlín
En Nueva York los principios del dadaísmo los difundieron Marcel Duchamp, Francis Picabia y Man Ray, apoyados por el escritor Arthur Cravan y el fotógrafo pictorialista Alfred Stieglitz, quien les ofreció su Galería 291, en la Quinta Avenida, y su publicación “Camera Work”, para difundir sus manifiestos. Organizaron exposiciones de Rodin, Picasso, Matisse y Cézanne y actos en los que denunciaban el provincianismo del mundo del arte norteamericano. Fueron los dadaístas los responsables del nacimiento del mercado del arte, al vender más de cien obras durante una muestra de arte moderno en el Armory Show.
Tzara, Picabia y Bretón llevaron el dadaísmo a París, ciudad en la que vivían algunos colaboradores de la revista “Dada”: Louis Aragon, Ribemont-Dessaignes, Apollinaire. En la capital francesa los dadaístas organizaban actos antiartísticos y acciones-espectáculo, conciertos de piano a partir de notas elegidas al azar, representaciones escénicas absurdas, que no eran sino provocaciones absolutas que acababan ganándose la hostilidad del público.
Las diferencias entre Picabia, Tzara y Bretón terminaron por separarlos, lo que supuso la desaparición del movimiento como tal a finales de 1921 y el nacimiento del surrealismo sobre sus cenizas.
En Alemania el dadaísmo se desarrolló en Berlín, Hannover y Colonia. En la capital de Alemania el movimiento tomó partido por la insurrección revolucionaria del grupo espartaquista que surgió tras la guerra, de tendencia antiliberal. A su regreso de Zurich, Huelsenbeck organizó el movimiento dadaísta en Hannover sobre la base de una unión revolucionaria internacional de todos los creadores. Sus principios eran los de un comunismo radical, aunque el dadaísmo no tenía nada que ver en sus orígenes con el bolchevismo soviético. Las manifestaciones antiarte eran secundadas por agitadores como el arquitecto Johannes Baader, los artistas Raoul Hausmann, Otto Dix y George Grosz y el fotógrafo John Heartfield. En Colonia fue Max Ernst quien mantuvo viva la llama dadaísta de la ciudad, con la ayuda de Jean Arp, quien se instaló allí a su llegada de Zurich. Ambos se trasladaron definitivamente a París entre 1920 y 1922 para sumarse a las filas del surrealismo, una vez disuelto el movimiento en Alemania.
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