El destino, el poder y las desigualdades

Roberto Cataldi[1]

Cuando yo era chico, mi tía, una mujer extraordinaria de profesión soprano lírica, solía comentar que muchos teatros líricos del mundo no se animaban a incluir en sus programaciones La Forza del Destino porque tenía fama de que traía mala suerte.

En efecto, entonces la ópera del Siglo XIX, de Giuseppe Verdi, basada en la obra de teatro del español Ángel de Saavedra, duque de Rivas, tenía fama de gafe debido a los contratiempos y las desgracias que se sucedieron durante muchos años, al extremo que en los sesenta, en el Metropolitan de New York, el barítono falleció mientras cantaba un aria.

Por otro lado mi madre, su hermana, solía decirme a menudo que el destino se lo diseñaba uno mismo. Claro que también escuchaba de otros familiares con gran apego por la religión, que en la vida todo está prefijado: el destino está escrito… En fin, debo admitir la tendencia a creer que lo que llamamos destino suele encerrar cierta fatalidad, si bien es cierto que para muchos no es más que la meta o el punto de llegada y para otros aquello que sucederá sin conocerlo. Lo cierto es que nadie sabe a ciencia cierta qué sucederá mañana.

En la década pasada, en medio de las turbulencias a las que ya nos hemos acostumbrados, quien presidía el país dijo que los argentinos estábamos condenados al éxito. Yo interpreté la frase como parte del excepcionalísimo argentino, esa suerte de parafernalia de la que nos jactamos y que resulta muy dañina porque nos aleja de la realidad. Ortega y Gasset decía que los argentinos queremos un destino peraltado, exigimos un futuro soberbio y estamos dispuestos a mandar porque tenemos vocación imperial. Si hoy viviese, luego de lo que pasamos en los últimos cincuenta años, no sé si Ortega mantendría esas afirmaciones. Pero también están los que mencionan la suerte como factor decisorio del curso de la vida, esa circunstancia que nos puede ser favorable o quizás adversa, y para la que no tenemos explicación causal o racional alguna.

Hoy por hoy la impresión dominante en la sociedad es que todo pasa por el dinero y que todo es mercancía. Impresión que coincide con una mayor concentración de capitales en pocas manos. Es evidente que existe un inocultable malestar general, pues, las mayorías padecen estrecheces que hasta hace unos años no conocían e incluso no les queda más remedio que colaborar con esta concentración de poder.

A los ya tradicionales centros de poder económico y financiero, hoy se añaden las Gafam (Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsof), poderes tecnológicos que suman en capitalización bursátil más que el PBI del Reino Unido. Todas estas firmas tienen la estrategia fiscal de cotizar en paraísos fiscales o de eludir impuestos donde operan. Reparemos que las 25 corporaciones que más facturan superan el PIB de varios países.

Además, gracias a la inteligencia artificial se han multiplicado los “mercados en la sombra”, aparecen nuevas formas de inversión, y los datos obtenidos de Internet permiten elaborar perfiles de los usuarios en base a los algoritmos que aprenden en minutos patrones de comportamiento humano.

No tengo dudas que estas corporaciones carecen de techo, su apetito de poder resulta insaciable, y sin duda constituyen una amenaza para el futuro de la humanidad. Está sumamente claro que la política se halla en bancarrota y la especulación financiera en ascenso.

La tesitura política de que hay que bajarle los impuestos a los que generan riqueza comenzó con Thatcher y Reagan en los ochenta y en abierta oposición al Estado, pues, la forma del poder empresarial difiere mucho del estatal. Donald Trump, quien ante todo es un businessman, ha prometido bajarles los impuestos a los ricos, no a los que menos tienen, pero he leído que 400 millonarios le han solicitado que no les baje los impuestos porque se incrementará la desigualdad. Confieso que la noticia me sorprendió.

Recordemos que los norteamericanos en época de la colonia dejaron establecido que no se podía imponer a los ciudadanos el pago de impuestos si ellos no tenían participación en asambleas democráticamente elegidas. Como los colonos americanos no enviaban representantes al Parlamento británico que aprobaba los tributos que debían pagar, la conclusión fue que no debían pagarlos: “no taxation withou representation”. Y es obvio que el que paga tiene derecho a exigir.

A partir de la segunda mitad del siglo pasado, el estudio, el trabajo, la familia y otros menesteres entraron en una devaluación que fue progresiva, a la vez que la economía y las finanzas adquirieron una dimensión insospechada. En esta crisis cobró fuerza la figura del intermediario, quien suele alzarse con los mayores beneficios por medio de escandalosas comisiones. Por otro lado los CEOs y los asesores de los grandes grupos empresariales llegan a cobrar 90 veces más que sus empleados, y algunos hasta duplican esa cifra.

Hace un tiempo los políticos socialistas europeos promovieron la fórmula 1:12, es decir, ninguno de estos ejecutivos debería ganar más de 12 veces lo que percibe un empleado común. No tuvieron éxito. También en un simposio europeo los expertos concluyeron que en una economía de mercado debe haber libertad contractual a la hora de establecer las remuneraciones pero asimismo debe haber límites, sobre todo cuando se trata de bancos “rescatados”, ya que es imposible justificar que el presidente de estas instituciones cobre 800 veces la retribución media de sus empleados.

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Argentina, jueces de la Corte Suprema

Hace unos días la prensa informó sobre las escandalosas jubilaciones que perciben en la Argentina quienes fueron jueces de la Corte Suprema, como ser, un exintegrante cobra ¡362 000 pesos por mes!, mientras que una jubilación mínima está en casi 7247 pesos y la perciben seis millones de personas. Las jubilaciones de privilegio en los tres poderes del Estado son numerosas e intocables. Convengamos que en un país donde esto sucede, hablar de igualdad es tomarle el pelo al ciudadano de a pie. Aquí no existe el principio de proporcionalidad y los abusos de poder forman parte de la tradición.

El tema de la riqueza, o de los ricos, ya estaba presente en la Biblia. La hipérbole de Jesús de que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que un rico entre en el reino de Dios, sigue dando que hablar. Según la historia los primeros cristianos llevaban una vida propia de comunistas, esto le generó un problema a los exégetas cuando tuvieron que hacer alusión del tema y en la práctica fue rechazado por las generaciones posteriores. Hoy los creyentes asumen sin culpa la acumulación de bienes materiales, y se imponen la libre empresa y la riqueza privada.

A partir de la crisis originada en la década pasada, la preocupación de los gobiernos se centró en el crecimiento macroeconómico y no en la recuperación social. En efecto, se rompió el contrato social que otorgaba derechos y deberes, que a su vez daba un marco de seguridad social para aquellos que no nacían en una cuna privilegiada. La desigualdad aumentó y no hay duda que termina socavando la democracia.

Otro problema serio es la falta de trabajo, que se perfila como uno de los grandes males. Simoine Weil estaba convencida de que el trabajo es el lugar donde el hombre alcanza la condición humana. Richard Hoggart, al igual que Weil fue espectador de dos mundos, tuvo una infancia vivida en un barrio obrero y una adultez en los claustros universitarios. Hoggart tenía un pie en la clase obrera de donde provenía y el otro en la élite intelectual a la que pertenecía. Estaba agradecido de las instituciones educativas en las que pudo formarse. Su ingresó al sistema universitario lo logró por medio de una beca que le permitió saltar de una cultura a la otra, a la vez que advirtió cuáles son los valores en conflicto, inclinándose finalmente por la cultura popular.

Para Hoggart, becarios y autodidactas serían individuos que pasan de una cultura a otra, con la salvedad de que esta última nunca les pertenecerá por completo. Él sostenía que el mundo está dividido entre “ellos” y “nosotros”, donde “ellos” son lo que mandan, se reparten las ayudas sociales, y son “los que te aplastan si pueden”. Una visión actualmente compartida por muchos de los jóvenes que en todas partes se movilizan en reclamo de un mundo más justo y no encuentran respuestas.

Pienso que es hora de que la sociedad y sus dirigentes se miren en el espejo y decidan qué quieren hacer.

  1. Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldo Amatriain (FICA)
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