Discriminación etaria

Roberto Cataldi [1]

La discriminación es una práctica que se hace por hábito, consistente en seleccionar de manera excluyente o dar un trato desigual por motivos raciales, religiosos, políticos, sexistas, minusvalía física o mental, pero también por edad avanzada y, a menudo se procura camuflar con frases perdonavidas como: trabajó mucho y ahora merece descansar; cumplió con una etapa de la vida y es hora de retirarse; está grande y tiene derecho a alimentar a las palomas en la plaza… Frases que circulan en una sociedad con altos niveles de hipocresía.

Como vemos, no se trata de problemas como el color de la piel, la tendencia sexual o la religión. Y en algunos casos el metamensaje es que se vaya y nunca vuelva. Existe un mandato social y una ley por la que el individuo a los 60 o 65 años, según sea mujer u hombre, debe abandonar su vida laboral y marcharse a su casa. Para algunos representa un trauma insuperable. Lo hubiera sido para mi padre, un hombre activo y consustanciado con su trabajo, quien a los 64 años comenzaba a evidenciar síntomas de su próximo retiro, pero un ictus cerebrovascular le arrebató la vida y le evitó el choque emocional de la jubilación. En efecto, es muy difícil para quien trabajó la mayor parte de su vida y disfrutó del trabajo arriar las velas, frase que significaría gestionar las emociones. Los dotados de conocimiento, habilidad y actitud, suelen encontrar un rumbo inteligente mediante la reinvención de la propia vida.

Tengo la suerte de vivir rodeado de jóvenes y mantengo con ellos diálogos a agenda abierta. Claro que cuando un individuo crece y acumula años es habitual que hable más y escuche menos, lo que termina siendo un problema, pues, cómo hacer frente a situaciones nuevas si no estamos dispuestos a escuchar. Tengo la impresión que el diálogo intergeneracional prácticamente no existe, tal vez tenía razón Shakespeare cuando decía que los viejos desconfían de la juventud precisamente porque fueron jóvenes.

Lo cierto es que vivimos en un mundo donde los problemas de toda índole se multiplican y procuramos protegernos adoptando tesituras individualistas. Un mundo que cuenta cada vez con mayor información y nuevos medios masivos para acceder a esa información, sin embargo la comunicación revela grandes dificultades.

En medio de ciertos conflictos una frase utilizada es: no están dadas las condiciones para el diálogo. Que deberíamos interpretar: no hay interés en dialogar. Estoy convencido que hoy más que nunca conviene mostrarse abierto y dispuesto a comprender al otro, dando lugar a una transformación ontológica, ya que empleamos la lengua e interaccionamos a través de la conversación.

Cuando los jóvenes sienten que les matan la imaginación, les cercenan la espontaneidad y la capacidad de improvisar, y a su vez comprueban que su libertad está encorsetada, les quedan dos caminos: resignarse o rebelarse. También los que ya no somos jóvenes tenemos el derecho -y el deber- de rebelarnos, abandonando ciertas comodidades y dejando de formar parte de esa mayoría silenciosa, cuando no cómplice.

No es fácil tratar de comprender la vida, incluso pensar la emoción como una forma de vida. A los jóvenes siempre les aconsejo que hagan lo que quieren hacer, procurando no hacer lo que otros pretenden que hagan. El mundo físico no puede separarse de las emociones.

Me viene a la memoria la famosa anécdota de Nietzsche en Turín. El filósofo más citado de la modernidad nunca reveló una sensibilidad especial por la naturaleza o los animales, pero una mañana cuando vio que un cochero castigaba con el látigo a su caballo exhausto para que continuara andando, Nietzsche se abalanzó sobre el caballo, lo abrazó y se puso a llorar. Luego la policía lo arrestó por alterar el orden público. Para algunos se trató de un acto de locura, para mí reveló la sensibilidad que tenía. No es posible separar las ideas de los sentimientos.

Y esto sucede con el deseo. Ian McEwan decía en un artículo que no podemos existir o persistir como especie sin el deseo. No hay duda que cuando el deseo cumple su propósito obtenemos nuestra recompensa. Reparemos que en el pasado ciertas formas del deseo humano estaban prohibidas, ridiculizadas o hasta perseguidas, sin embargo hoy son aceptadas. Según Focault el deseo, el valor y el simulacro conforman un triángulo que nos domina y nos ha constituido desde hace siglos. Marcuse, uno de los disidentes del psicoanálisis, sostenía que la carencia de recursos obligó a la restricción de los deseos, y así fue cómo nació la civilización. Para él cuando los hombres comenzaron a reprimir sus instintos apareció la civilización y, la historia de la humanidad no es más que  la historia de sus represiones. En fin, el hombre solo es tal cuando se halla  libre de coacciones.

Más allá del anhelo de seguir trabajando y sentirse útil, está la trascendencia, problema metafísico que nos toca a todos en profundidad. Miguel de Unamuno respondiendo a la carta de un amigo le comenta: “Digo que lo que me pasa no me satisface, que tengo sed de eternidad, y que sin ella me es igual todo. Yo necesito eso, ¡lo ne-ce-si-to! Y sin ella ni hay alegría de vivir, ni la alegría de vivir quiere decir nada.”

He leído que durante cerca de 8000 generaciones la esperanza de vida no se modificó. En efecto, durante 60 000 años, hasta el Siglo XIX se mantuvo en unos 31 años, pero gracias al progreso cambió sustancialmente, al punto que algunos estudios fijan el límite de la vida humana en los 120 ó 125 años.

Es evidente que  es necesario adecuar la edad de jubilación a la esperanza de vida, pero actuando con justicia y equidad. Los dos países con mayor esperanza de vida son Japón y España. La jubilación temprana genera dificultades económicas, de sostenibilidad (que el sistema pueda pagar las pensiones prometidas) y de suficiencia (que sean suficientes para llevar una vida digna).

En la Argentina en un extremo están las jubilaciones mínimas que no alcanzan para cubrir las necesidades básicas, en el otro las llamadas jubilaciones de privilegio con asignaciones escandalosas. Para peor, en la calle uno encuentra propaganda de estudios previsionales que ofrecen gestionar jubilaciones a quienes jamás hicieron aportes al sistema… En el rubro pensiones por invalidez, he leído que entre 2003 y 2015 se pasó de 81 539 a más de un millón, sin que medie ninguna catástrofe. Tengo entendido que en la Segunda Guerra Mundial la cifra de soldados estadounidenses con discapacidad fue de 671 000. En fin, con semejante corrupción estructural es imposible dar a cada uno lo que merece.

Recuerdo que en los años noventa fui a visitar a mi amigo José Alberto Mainetti, médico y filósofo, a la Fundación que lleva el nombre de su familia y donde funcionaba un centro oncológico de excelencia. En ese momento su padre, maestro de René Favaloro y para muchos el mejor cirujano que dio la Argentina, se hallaba en el quirófano interviniendo una patología pancreática, una compleja operación que muchos cirujanos no se atreven a practicar, pero el padre de mi amigo entonces tenía ochenta años.

Otro amigo, Florentino Sanguinetti, cirujano y entusiasta pintor, quien durante más de diez años dirigió el Hospital de Clínicas de Buenos Aires (UBA), institución que socorrió a las víctimas del terrible atentado de la AMIA (Asociación Mutual Israelita Argentina), tiene 87 años y desde hace casi veinte años nos reunimos todos los meses para tratar temas de bioética. Finalmente conozco un colega, notable en su especialidad, que en unos días  cumplirá cien años y que continúa en plena labor creativa, hasta viajando al exterior. El sistema los jubiló, pero ninguno bajó los brazos y menos aceptó jubilarse del ejercicio activo.

Existen muy pocas actividades donde los individuos por más edad avanzada que tengan jamás se retiran, por caso los políticos, que aún con edades provectas siguen tejiendo y destejiendo en las oscuras trastiendas del poder, a la vez que nos amargan la vida.

En una entrevista, el actor y director Clint Eastwood, de 89 años, decía que las mejores ideas se le ocurrieron después de los setenta años. Y otro exponente del cine, Ingmar Bergman, sostenía: “Envejecer es como escalar una gran montaña: mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena.”

Hace un par de meses falleció Ágnes Heller, tenía noventa años. Esta filósofa húngara  sobrevivió al Holocausto en Budapest y luego a la represión estalinista. Discípula de Georg Lukács, pensaba que un filósofo no puede adscribirse a un  “ismo” y, defendió la unidad de sentimientos y pensamientos. Su experiencia de vida le hizo perder la confianza en la razón, pues, sin ella no se hubieran podido construir los campos de concentración, pero nunca perdió la confianza en el ser humano. Solía decir que las personas buenas existen, y que sabía quiénes eran. Dio conferencias y seminarios por todo el mundo hasta el final de sus días. Murió mientras nadaba en el lago Balatón. El sufrimiento y el paso del tiempo fortalecieron su espíritu y, llegó a vivir con plenitud porque tenía una causa.

  1. Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldi Amatriain (FICA)

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