Nicolás del Hierro
Pedro A. González Moreno acaba de ganar con su libro “El ruido de la savia” el Premio Nacional de Poesía “José Hierro”, que apenas una docena de días salió a la luz de imprenta bajo el patrocinio del Ayuntamiento de San Sebastián de los Reyes y que edita la Universidad Popular a que da nombre el poeta madrileño/santanderino.
Pedro A. González Moreno, Calzada de Calatrava (Ciudad Real), 1960, en su todavía juventud, pero con una firme trayectoria poético/literaria, es una de las voces más íntegras y firmes del panorama poético actual de nuestro país. El bien cimentado edificio de sus libros de poemas, los importantes galardones por ellos conseguidos, su caminar de narrador como novelista y su ensayo Aproximación a la poesía manchega, le han elevado a una categoría suprema. siempre y cuando el estudioso tenga que adentrarse en cualquiera de los terrenos lingüísticos de nuestra actual literatura.
Pero ahora nos estamos ocupando de su más reciente poemario, este “Ruido de la savia”, que acaba de ver la luz de la publicación, el que a través de la savia poética nos adentra en la otra sabia que el dominio del verso y el saber del hombre hacen de éste el concierto que mantiene niveles en el alto rellano de los libros. Aquella savia del ayer que cimentara el espíritu del adolescente cuando imaginaba y/o escribiera sus primeros versos, nos lleva por los sabios caminos que conducen al hombre.
La vida está en todo el poemario, una vida que, a modo de “raíces para un árbol genealógico” (I), arranca con sus recuerdos en Calzada de Calatrava: “De mis antepasados / no aprendí grandes cosas, pero heredé de ellos / una extraña escritura / donde podía leerse / el filo de las hoces y el ruido de la savia”, hasta que, a modo de “Una rama tronchada” (V), tal como él nos dice, pone punto final asegurando que: “Y cada nueva tarde / de lluvia, / mientras susurra el agua / sus lentos soliloquios / sobre las hojas, / me acercaré hasta el árbol / para ver si ya crece / tu nombre entre las ramas / y para oír el ruido / de la savia en tu cuerpo”.
Siempre he mantenido y llevado a la práctica en cuanto pude, aunque cualquier lector sabe muy bien que no soy el primero, ni seré tampoco el último, que la poesía que más llega al lector, si está bien escrita, es la intimista; es decir, la que emana en el poeta de su yo. La cochura del verso se
inicia con la harina de la entraña, se amasa en la artesa ambiental y cercana del autor, y se cuece en el horno del propio crecimiento formativo y cultural del hombre. Algo que, aseguramos, se consigue en este “Ruido de la savia”, con el que hoy nos llega la otra sabia que edifica el saber de Pedro Antonio.
Aunque no haya sido, para fortuna suya, un “niño de la guerra”, tras la lectura de este libro, se comprende que tampoco llegó tarde a las estrecheces de una España que iría cambiando su vestido. No en vano nos habla, muy al principio, de cómo aquellos ascendentes suyos, “amarraban su cuerpo a los andamios”, “lo mismo que quien sabe / que es en el aire donde se edifican / los cimientos del vuelo”. Poéticamente nos asegura que eran “nómadas que amasaron con escarcha y harina / el pan de sus inviernos”.
Bien cimentado en unos ambientes humanistas y construyendo la casa del saber en su persona, no duda en decirnos que “el poema / nunca se cierra, sino que prolonga / su agonía y su búsqueda más allá de sí mismo”, sabe muy bien, porque lo aprendió primero de su ambiente rural, y después en los libros, “que el poema era el cuerpo / sagrado del amor / pero también los bordes / exactos de la herida”.
Perfectamente sabe que en la existencia está la savia que pretende y que busca, que persigue en estos versos: “Escribiré con savia / cuando se haya secado la tinta / de los recuerdos”. Veamos que, esa savia que busca, nos la sigue escribiendo con v, no recurre a su saber cultural, aunque lo tenga, porque está convencido de que “verás crecer las letras / con una amarga escritura / que hablará de nosotros, de todo lo que pudo / ser (y no fue) la vida”.
Cierto que a veces, aunque esto ocurra, o yo así lo veo, en momentos muy puntuales, acaso en uno solo y al final del libro, puede surgir la duda leyendo el poema titulado “Aves perdidas”, donde la mujer, el amor, nos induce al trueque significativo de la palabra haciendo que lo ambiental se permute, porque “la caricia / se volviese corpórea”, pero si así fuera, también el amor corporal forma parte del colectivo humano.
¿Quién sabe si por ello, en el antepenúltimo de los poemas que integran el libro, se atreve el poeta a elevar un “Altar”, como título, donde nos confirma, y desde su comienzo hasta el final nos asegura que “Vine hasta ti buscando / lo que no encontré nunca en el lenguaje”. Búsqueda y posterior encuentro que, antes de concluir la lectura total del poema, nos introduce nuevamente en “la infancia, en la voz de los zaguanes y el rumor de los patios”, como si la madre, aún felizmente presente, resultara la esencia y el “Ruido de la savia”, ésta y aquélla savia que el poeta nos da en las ochenta páginas del libro.
*Texto incluido en la reseña de LIBROS Y NOMBRES DE CASTILLA-LA MANCHA que edita Alfonso Gonzalez Calero