Hablaré de un concepto, el tiempo, también de la idea del progreso.
Según el filósofo de la Historia holandés Chris Lorenz —para quien “la concepción académica moderna del tiempo es una versión secularizada de la concepción cristiana del tiempo rectilíneo e irreversible, vaciada de su noción de finalidad y reducida a la idea de proceso estructurado”—, el curso del tiempo acabó por transformarse “en la noción central de la Historia académica, con una conexión oculta con la noción de progreso como el sustitutivo teleológico de Dios en las versiones seculares de la Historia”.
Si el año 1945, con las bombas atómicas, será el final de la idea del progreso como noción esencialista de nuestro oficio de historiadores, el año 1990, por su parte, con el final del socialismo real, del comunismo históricamente poderoso, desacreditará las nociones esencialistas de clase.
Para aproximarme al concepto tiempo, acudiré a la sabiduría del historiador francés Antoine Prost, para quien lo que distingue las preguntas que hace un historiador de las que formulan los sociólogos o los antropólogos es “su dimensión diacrónica”. Sin fechas no hay Historia, pero la Historia no son sólo las fechas. “La Historia es [pero no sólo, matizo yo al sabio] un trabajo sobre el tiempo, entendido como un tiempo complejo, un tiempo construido”. El tiempo de la Historia “no es el tiempo físico ni es el tiempo psicológico”, a los que se asemeja por su continuidad lineal o su divisibilidad en periodos constantes pero de los que difiere “porque no es un marco exterior disponible para toda clase de experiencias […], no es una unidad de medida”. El tiempo de la Historia es para Prost, y es fácil estar con él en ello, un tiempo social:
“El tiempo de la Historia está en cierto modo incorporado a las preguntas, a los documentos, a los hechos: es la sustancia misma de la Historia. […]
El tiempo de la Historia cumple una primera función, esencial, de ordenación: está ordenado él mismo, tiene un origen y una dirección. […]
El tiempo de la Historia se construye contra el de la memoria”.
La memoria, en la que me detengo brevemente ahora siguiendo el razonamiento razonable de Prost:
“La Historia no es una memoria”
No, no lo es. La Historia es “un registro frío y sereno de la razón” que no se identifica con “otro, más cálido y tumultuoso”, el de las emociones, propio de la memoria.
El tiempo no es algo dado, “que está allí, preexistente” a la investigación del historiador, sino que “es construido por un trabajo característico del oficio de historiador”, quien trabaja con el tiempo colocando, primero, los acontecimientos en un orden temporal, la cronología, y, segundo, fragmentando la inabarcable totalidad del tiempo, dividiéndolo, es decir, haciendo una o varias, las necesarias, periodizaciones: “la cuestión es articular lo que cambia y lo que subsiste”. Ese es el problema central de la temporalidad moderna, el problema de la continuidad/ruptura. Continuidad en el interior de los periodos de tiempo. Ruptura entre los periodos de tiempo.
“A cada objeto histórico le corresponde su periodización específica”, pero sin dejar de establecer coherencias entre los periodos (unidades dinámicas que facilitan la síntesis) de temáticas distintas.
“La Historia no es sólo trabajo sobre el tiempo”, pues reflexiona sobre él y sobre su fecundidad, “sobre lo que teje y desteje”.
“El tiempo es protagonista de la Historia”.
Gracias, Monsieur Prost.